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Fragilidades democráticas

Chesterton se convirtió al catolicismo porque un día entró en una iglesia y escuchó a un predicador. Era malo. El sermón estaba plagado de incongruencias, de absurdos y de mala gramática. Y Chesterton pensó que si esa religión había durado 2.000 años con tan espantosos ministros debía de ser porque era verdadera y trascendía sobre ellos. La paradoja es útil: la democracia debe de ser sin duda muy fuerte y muy verdadera para sobrevivir a tan desastrosos políticos como la cubren. Afortunadamente tenemos en España un punto de comparación muy reciente con la dictadura que ha tenido, sobre su antigua crueldad ciega, verdaderos hitos de la estulticia en la mayoría de sus ministros y de sus dirigentes. Textos y actos están en los libros y en las hemerotecas para quienes quieran contemplarlos.No suele querer nadie. Todavía vivimos sobre una especie de pacto invisible por el cual parece que no conviene hablar mucho del pasado, ni siquiera para alegrarse de que haya pasado. Se ha conseguido convertirlo en un tema de mal gusto, que es una de las formas más exquisitas de prohibición que se conocen.

Los políticos -del poder o de la oposición- prefieren hacerse notar más como recién nacidos que como herederos de algo, incluso de su propia tradición. A los que fueron de izquierda les molesta que se les note mucho, porque estarían fuera del gusto; los de la derecha permiten que se trasluzca algo de su tradición, pero disfrazada de actualidad y de sentido de lo natural. Les iguala su clase social. El profesor Gaetano Mosca describió la clase política en la Italia de antes del fascismo y las grandes guerras -1914- como hereditaria, elegida por cooptación, cuyos miembros son intercambiables entre las distintas opciones. Esta clase tiene en común "la voluntad de dominar y la consciencia de poseer las cualidades requeridas". El último miembro de la frase es muy sutil: no es que tengan cualidades, es que "tienen la consciencia de poseerlas": se lo creen ellos y tienen la capacidad de hacerlo creer a los demás. Sobre qué sean esas cualidades, hay que volver un poco atrás y escuchar a Saint-Simon: son "... un cierto número de cualidades personales que en una cierta época y en un pueblo determinado son las más indicadas para ejercer la dirección". Mosca advirtió ya en su tiempo que los cambios en los pueblos son muy pronunciados, y los políticos tienen que cambiar con arreglo a este destino de veleta, que "no muda si no mudan", según dicho antiguo.

El político tiene una conciencia dúctil y maleable que le permite creerse dueño de las aptitudes necesarias para asumir cada cambio. Como nuestra época tiene un movimiento muy especial, ellos son mudables a una velocidad uniformemente acelerada, incluso de forma que lo advierte el ciudadano que no está biológicamente preparado para -la observación óptica de esa velocidad y que, como queda dicho, está generalmente privado de la medida con modelos del pasado. La cacería de la modernidad, tan veloz que ya hasta se la llama posmodernidad, requiere una infinita capacidad de seguimiento de las novedades humanísticas, religiosas, tecnológicas, científicas o consumistas: una naturaleza metamorfoseante. No sirven para ella los cálculos de Saint-Simon o de Gaetano Mosca. La plasticidad del político es grande; su don proteico, admirable. Esto produce críticas amargas y a veces una forma resignada de consideración: "Es un político", decimos de alguien cuya capacidad de enemistarse, reconciliarse, saltar detrás y delante, incumplir promesas y hasta pequeñas citas, volcarse sobre lo oportuno o falsearse a sí mismo le califica dentro de esa clase. Normalmente él mismo cree que esta condición forma parte de una situación superior, nietzscheana, perfectamente conveniente: cree que cuanto más profundice en ella olvidando antiguos prejuicios, mejor servirá. Suelen ser presa fácil para los humoristas; pero siempre hubo un bufón, desde Aristófanes a Muñoz Seca, desde Gringoire hasta Vizcaíno Casas, capaz de señalar las materias de comicidad (es curioso que todos sean conservadores: quizá a los bufones de izquierdas se les cortó la cabeza antes).

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El riesgo que estamos corriendo en España es que este descubrimiento de los políticos pueda arrojarnos a un desprestigio de la política y la democracia. Algunas de las situaciones o de los personajes de nuestra política -principalmente en la oposición, donde la angustia por el tiempo que pasa y la prisa por llegar precipitan más los movimientos y producen cambios insospechados- están muy fielmente descritos en los textos fundacionales y de desarrollo del régimen anterior, y en algunas de sus antiguas sentencias de consejos de guerra sumarísimos de urgencia que condenaban a muerte con soltura. Era dogma de fe que los partidos, los políticos, la democracia y hasta el asustado liberalismo equivalían a traición y aniquilaban el país. La falta de recuerdo histórico, o de supresión de la memoria para hacer comparaciones, pueden no dejarnos advertir a qué abismo conduce el desprestigio del régimen y qué otro se está pretendiendo defender sinuosamente.

La clase política es deficiente. Pero no es una excepción. Vivimos en un país deficiente, anegado por la necesidad de precipitar los cambios hacia una cultura y una civilización que nos han estado negadas durante siglos -salvo el breve interregno de la II República- y vivimos ahora en la deficiencia de todo: la clase política como la judicial, la médica, la periodística, la de la investigación, la empresarial. Aquí no hay más que lo que hay; y si el político tiene una consciencia especial de sí mismo, el ciudadano tiene una conciencia hipercrítica de los demás que es una roedora del todo. Probablemente, su utilidad como mecanismo de retroacción y rectificación, de feed-back de la cibernética dirigente, es útil si no se dispara. Nadie ha creído nunca que la democracia es un sistema perfecto, sino defectivo, y en eso está su grandeza y la esencia de su característica. La perfección la reclamaron siempre las autocracias de origen divino -o asimiladas-, y eso nos llevó a la opresión y al inmovilismo. Las democracias son regímenes abiertos, en continuo estado de construcción, con la seguridad de que el edificio no se terminará nunca, porque siempre habrá algo nuevo, una verdad diferente. No tiene dogmas, ni pueden aceptarlos, ni mucho menos crearlos. "Dos y dos son cuatro hasta nueva orden", decía Einstein, y con esa frase se inauguraba un mundo realmente moderno, en el que, probablemente, es incómodo vivir, pero que supone un valor de pensamiento libre, capaz de todos los cambios.

Por eso la crítica política debe centrarse, más que en la capacidad de mudanza de los políticos, en su afición actual a convertirse en puntos fijos, portadores de la verdad absoluta, incapaces de retractarse de sus errores o de asimilar las opiniones de las opiniones públicas, salvo en trance de elección. Ese no es un defecto democrático: es un defecto autocrático, una herencia, una impregnación del pasado. Que, aunque no se habla de él, se transfiere y se infiltra por vías impensadas.

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