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Tribuna:
Tribuna
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¿Supervivientes o mutantes?

Intervine en una mesa redonda en París, cuyo tema era La cultura española en la Europa del año 2000. Estuve un tiempo preguntándome qué me impedía formular cualquier tipo de propuesta. Finalmente comprendí que lo que me molestaba era ese año 2000, tan encumbrante, tan simbólicamente sobrecargado de espejeantes o terroríficas connotaciones. Por lo que, retitulando este encuentro La cultura española en Europa dentro de 12 años, me sentí más a irús anchas para situarme en el ámbito de los hechos pensables. En particular porque el plazo de 12 años, en términos de cultura, deja suponer que, al terminar el milenio, las cosas estarán probablemente en una situación bastante similar a la que vivimos.De modo que detuve mi pensamiento y, de entre las incontables preguntas que la realidad me ofrece, elegí dos bien modestas, que orientaron mi reflexión:

- ¿Dónde creo que queda la cultura en la Europa de hoy y, por tanto, la de dentro de 12 años?

- ¿Qué espera -o podría esperar- Europa que aporte España a esta situación?

Antes de cualquier otra consideración, miremos y veamos qué ocurre.

A primera vista y a grandes rasgos -que más no nos permite esta circuristancia-, veo la creciente aceleración y proliferación de la producción y actividad humanas en todos sus aspectos, que tejen una trama -cuya densidad nos era hasta ahora desconocida- de asuntos siempre más complejos y que dificultan siempre más una visión unívoca, predeterminada y, por tanto, tranquilizadora del mundo. En este proceso de aturdimiento, en el que acaban perdiéndose los puntos de referencia, veo que la técnica, en nuestra mente, va asimilándose a la ciencia, y que la civilización ya no se concibe como el conjunto de conocimientos que forman la cultura, sino simplemente como el grado de bienestar alcanzado gracias a los avances técnicos de distinta y múltiple naturaleza. Estos hechos tal vez expliquen otro fenómeno que aparece ante mí y que hiere especialmente mi sensibilidad hecha a costumbres, al parecer, trasnochadas, aunque tampoco tan lejanas: la ausencia de comunicación entre las personas y la comprobación de que esto no parece ser motivo de alarma. Tal vez se deba a que el silencio que podría producirse por esta falta parece quedar de sobra colmado por el incesante balbuceo de y en los medios de comunicación que se encargan de suplir la reflexión y la selección de aquello que sirve a nuestro conocimiento, aportando además, en su incesante monólogo, respuestas rápidas, simples y suficientemente ligeras como para generar inmediatamente otras y otras respuestas, inseminándonos así la ilusión tranquilizadora de que culturalmente se están produciendo muchas cosas a la vez, todas ellas interesantes e indispensables por igual.

Y aquí surge otro fenómeno que a mí me incomoda particularmente: la uniformidad de las propuestas que dan esas respuestas rápidas, simplificadas y gratificantes, pues quitan el peso de la responsabilidad individual, va urdiendo lentamente la creencia de una sociedad también uniforme, en la que distinguirse es motivo de extrañeza, en la que aislarse y salvaguardar la intimidad son considerados actos de prepotencia.

Confieso mi perplejidad ante la visión que obtengo de lo que ocurre a mi alrededor y mi incapacidad para responder a los interrogantes que suscita en mí:

- ¿Dónde está ese espacio de la cultura europea del que hablábamos al principio?, cultura entendida, claro, como se la entendía hace tan sólo 20 años, o sea, como suma de conocimientos, como el mejoramiento de las facultades intelectuales del ser humano, como prueba del talento individual, etcétera.

- Si no distingo ya ese espacio, ¿acaso no será porque el concepto mismo de cultura ha cambiado ya, sin que, en el barullo, nos diéramos cuenta y sin que, al no haber aún tomado conciencia de sí mismo, no haya podido formularse?

- En fin, ¿nos consideramos todavía supervivientes recalcitrantes de una era cultural, o nos sentimos mutantes de un período de transición cultural?

El caso es que supervivientes o mutantes, a estas alturas los españoles ya compartimos con los europeos el mismo escenario. Y no es de extrañar que se quedaran éstos algo atónitos al ver con qué rapidez y flexibilidad los españoles asimilamos esta nueva situación. De hecho, hasta hace muy poco, uno o dos años tan sólo, ignoraron por completo ese país, incómodo para ellos, en el que la población toleraba en plena segunda mitad del siglo XX a un dictador que todavía la mantenía atada a una historia de insensateces de la que se habían librado ya. Y así ignoraron también que, a pesar del dictador, en contra del dictador, los españoles habían ya, en 10 años, saltado por encima de la historia que no tuvieron durante 25, y a su muerte recibieron esa democracia tan desconocida como a un pariente largo tiempo ausente. Y una vez instalado el pariente en casa, la convivencia se reveló mucho más llevadera de lo que jamás pudieron imaginarse los europeos, quienes, no obstante, se mantenían aún desconflantes, yo diría escépticamente distantes, abandonando a los españoles a su arreglo de cuentas con la historia. Y, por tanto, se los encontraron un día, casi por sorpresa, incorporados a su propio espectáculo, sentados a su mesa y comportándose como seres civilizados.

También a los propios españoles nos dejó algo consternados esa facultad nuestra de dar saltos aparentemente imposibles y de adaptarnos con cierto brío, hay que reconocerlo, a las nuevas circunstancias. En algún lugar de nuestra estructura social, en la formación de los adultos que son quienes hoy llevan el país, en su manera de trabajar y actuar, en el panorama político, este desgarro es perceptible. Hay síntomas de esquizofrenia en la actitud de ciertas comunidades y hay forzosamente contradicciones grotescas entre lo que se dice y lo que se hace, pero la verdad es que nadie parece vivirlas con demasiada ansiedad.

Si Europa, en los procesos de deterioro que hemos contemplado antes, se ha desmemoriado -o ha dejado que la desmemoriaran-, España, en este contexto, puede, si no toma precauciones urgentes, olvidarse a sí misma por completo. Culturalmente puede llegar a no ser, y al no ser, poco o nada podrá aportar en este aspecto a su integración europea.

A los españoles no nos gusta recordar nuestro pasado, probablemente con razón, ya que no sólo desde la guerra civil hasta la muerte de Franco, sino desde hace muchos siglos, este pasado se nos aparece indeseable. Y como no nos gusta la imagen que de nosotros refleja ese pasado, tenemos tendencia a eliminarlo. Y en ese olvido, en ese menosprecio de nosotros mismos, sin quererlo, hemos procurado enterrar nuestra propia identidad cultural. Nos avergonzamos en cierto modo de nosotros mismos, y jugando al juego del avestruz estamos haciendo, por ejemplo, esfuerzos ingentes para revestirnos de una modernidad que, según hemos oído decir, está de moda en Europa. Pero, claro, olvidamos, cómo no, que lo que hoy investigan algunos europeos es fruto de la experiencia colectiva vivida por ellos a principio de nuestro siglo, experiencia de la que socialmente España quedó apartada, aunque de ella participaran, individualmente o por grupos, sobre todo pintores y escritores cuyas obras forman hoy parte del patrimonio cultural europeo. Estamos promocionando y exportando esa España que se ha subido desde el principio al vagón que no le correspondía y que, de no apearse a la primera estación, recapacitar, recobrar su auténtica naturaleza y subirse otra vez con mayor serenidad y conciencia de sí misma, terminará estando siempre en falso y, por tanto, en desventaja en su convivencia con las demás culturas europeas. ¿Quién puede dar crédito a quien no se acepta a sí mismo? Nos hemos lanzado a la carrera frenética de lo nuevo, de lo efímero, lo simple, a tumba abierta, sin bagaje alguno, a pecho descubierto.

¿Qué podría, en estas circunstancias, aportar culturalmente España a Europa? Pues, tal vez por mayor necesidad, porque en ello le va, digámoslo así, la vida, podría aportar su colaboración incondicional al esfuerzo de algunos intelectuales europeos, quienes, de distintas maneras, han expresado ya su alarma ante la paulatina pérdida de entidad cultural de su continente, estrangulada su memoria del pasado por su derecha (geográfica, se entiende) y golpeada su idiosincrasia por las olas tecnocráticas y unifoririízantes, supuestamente civilizadoras, por su izquierda. España, por llegar tarde y a trompicones a este proceso, estará aún, tal vez, paradójicamente, en mejores condiciones para tomarse ese tiempo de reflexión necesario al ejercicio de la propia memoria, para fomentar el conocimiento de sí misma y adueñarse de su propia tradición cultural, que, por otra parte, ha interesado ya históricamente a tantos europeos. Podríamos aportar, a fin de cuentas, el insoportable peso de nuestro ser.

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