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Tribuna
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El síndrome de Abisinia

El culto de san Arturo Rimbaud, mártir de Abisinia, prende en Europa durante los años veinte del siglo nuestro, pero no frutece hasta los 65-75, cuando la doctrina del esplendor juvenil achicharrado en rápida fogata entra en contacto con la filosofía marcusiana de la juventud como único grupo realmente marginal y, por ello, capaz de mover en pro el pesado bulto de la revolución. Desde entonces vivimos en el reino de los principitos sin reyes ni senados. Hay que ser joven.Los ochenta no han refinado el concepto, pero sí su técnica. Los electrones, horríficos para el hombre maduro, tienden su infranqueable barricada. Por primera vez en la historia de la humanidad, los mayores de 30 o 35 años, colectivamente, rayamos en la ignorancia de cómo funciona el mundo -o habrá de funcionar en los próximos decenios-. No nos resta sino aguardar la muerte con los ojos crecidos de asombro.

Lo único que en verdad distingue la electrónica de todas las herramientas anteriores es el carácter infinitamente repetitivo y exactamente previsible de sus resultados. Donde ella triunfa, la magia tiene que aconejarse en el proceso de producción, pues el producto no deja duda: viene descrito en el folleto.

La magia, aplicada al proceso de producción, se trueca en glamour (palabra procedente del inglés medieval gramarye, que, miren qué giros, significaba precisamente magia); es decir, en una estrategia de artificios destinados a abrillantar los factores de producción para otorgarles un valor aparente superior al del producto terminado. Así, la actriz y el actor son más importantes que la película; la fama del artista, más que la obra; la publicidad, más que la mercancía. (Y no se acharen los expertos, porque la publicidad -por definir aún- es un factor de producción menos variable que la materia prima.)

Bien. Si, ahora, Rimbaud no nos parece absolutamente moderno (como él proclamaba necesario) es porque confundió el hambre con la comida. El ansión de éxito estructuró su existencia; pero falló, tanto en la poesía como en el comercio, por una causa: haber calculado, románticamente, que el logro podía forzarse según el peso puro del talento y de la voluntad. No puso glamour, y lo trituró el entorno... En una primera interpretación de esta catástrofe, la Iglesia rimbaldiana, en los 65-75, propugna una fe no del todo incoherente: si la sociedad nos impide cambiar el mundo, los jóvenes tendremos que liquidar la sociedad. Estábamos, todavía, en períodos protohistóricos; creíamos que el resultado previsto podía modificarse. Creíamos en la revolución.

Los ochenta, en cambio, oyen el clic del rimbaldismo sintético: Abisinia es ya; hay que conquistarla de inmediato, mientras se vive en gozo de la juventud, para poder costearse la supervivencia en la edad madura e incluso en la inconcebible vejez. A tal efecto, toca erigir la juventud en glamour-patrón, en factor de producción sine qua non para todo producto. Pero, cuidado: eliminando lo azaroso, cualquier elemento que pueda introducir la duda en los resultados. Nada, pues, de creación arriesgada: sólo repetición y previsibilidad, sólo plagio glamoroso; sólo posmodernismo, por consiguiente.

La sobreestima de los factores de producción y el afianzamiento de la juventud como única materia prima del glamour llevaban a una consecuencia también muy previsible, pero no prevista. Para qué embolicarse en zarandajas: si joven vende, joven vendamos; fuera la mercancía; procedamos al más astuto birlibirloque: convirtamos el producto en factor de producción y comercialicemos materia prima aglamourada al instante, con una simple pasada por los medios de comunicación. Se vende jovencito, se vende jovencita. Baratísimo.

En los terrenos donde la realidad arrasa, donde no hay idiotez que no salga carísima, esta sarta de fruslerías teóricas carece de aplicación. El intento de aglamourar la empresa comercial por medio del muñequito yuppie se ha destartalado en dos o tres años, con pocas estatuas conmemorativas (en España, Manuel Luque, único ejemplo de director general que ha conseguido convertirse en producto). Incluso en política, la rigurosa madurez física de Felipe González, el descarado paso de su discurso al registro druida, están imprimiendo ya nuevos matices en la arruga es bella. En las artes más pancescas -el cine, la música popular- relumbran claros níqueles de marketing nuevo. Y pronto se aliñarán campañas sociales (más o menos conscientes) de reconducción de la juventud, en las que vendrán a preconizarse otra vez, más o menos, los comienzos humildes, la abnegación que sube hasta el éxito, la parejita en su pisito limpito y modestito, con sus hi¡tos, sin esperar palacios iniciales (cosas así se barruntan en una reciente canción de Mick Jagger). La sociedad no puede sufragarse esta permanente proclama del derecho al glamour juvenil, que se traduce en apología de una facilidad mentirosa. En contra del warholismo imperante, la verdad es que casi nadie tendrá nunca su cuarto de hora de fama. Para qué.

Lo sabe todo el mundo a estas alturas. Menos la gente de letras, siempre tan rezagona, siempre tan pánfila. Con retraso del reloj parado, la tribu editorial está calando ahora la posibilidad de desentenderse del producto (del libro) para vender autor-joven-glamoroso. El éxito inicial de algunas operaciones (sobre todo novelísticas, pero también poéticas) ha revuelto más de un magín. Y allá nos hemos abalanzado: lea usted, jovencito; lea usted, jovencita, con ligera prevalencia del femenino, que agradece mejor el diseño. Figuras kleenex, de usar y tirar.

No es justo para nadie. El mercado literario no tiene la fenomenal capacidad de aglamourado que lucen otros sectores: mueve poco dinero y, por consiguiente, poca televisión, poca radio, pocas revistas, pocos periódicos; apenas si ha logrado incorporar la publicidad a los factores de producción. El jovenzuelo sale al mercado con una leve pátina de glamour, que se descascarilla al primer topetazo con los lectores serios. Sobre todo cuando, por necesidad. interna del sistema, el producto tiene que ponerse a la venta fuera de su tenderete natural. Un poeta de 20 años publica un libro fragoroso, abejeante de posibilidades, nutrido de encantos tersos. A los pocos meses está balbuceando su pánico despiste en los televisores de 10 millones de jueces implacables, o sacando en los más lustrosos periódicos artículos para mural de BUP. Otro joven poeta publica tres o cuatro libros con 10 o 12 poemas que empiezan muy bien, para deshilacharse en la tercera estrofa. Tres años después se ha metamorfoseado en ombligo de una nueva sensibilidad -tipo Isabel Pantoja, canción española con glamour- y anda por ahí (muy lejos) dando conferencias sobre lo poquito que valen las generaciones anteriores. (Aludo a poetas porque los novelistas se sostienen mejor: hay más dinero en juego, círculos más alejados de lectores adonde extender la trampa. En este campo, el semianalfabeto aglamourado puede prosperar sobre la nada durante cuatro o cinco novelas, de peor en pésimo. Al final, hasta cabe que aprenda a escribir y nos sorprenda a todos, un día, con un buen libro. El poeta, más obligado a ejercer su oficio en letras ajenas a la poesía -para destilar unos cuantos duros-, se deteriora antes.)

En conclusión, forzándolo a la propia venta, estamos infligiendo al joven literato un síndrome de Abisinia -de éxito a lo que cueste- del que difícilmente: saldrá mejor parado que monsieur Rimbaud, mayorista de café. Sin darle tiempo a explotarse el talento, a enterarse del mundo que rodea su ego hipertrofiado, ni siquiera de heñirse una cultura decente, obseso con las bayaderas de éxito y fortuna que le zangolotean ante los ojos (Abisinia es ya, recuérdese), lo sacamos al zoco, lo someternos a unos cuantos intercambios y, cuando ya lo tenemos malbaratado en bibelot, sentirnos mucha pena por él y nos preguntarnos cómo es posible, con lo que prometía el chico, que no haya vuelto a publicar nada medianamente interesante. Eso, cuando no lo descuartizamos a puras maledicencias (porque nadie triunfa tan nenito sin, bueno, ya me entiendes).

Si yo fuera escritor joven, en este momento, preferiría volver a soñar con el país de Jauja. Era más sano.

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