La bolsa y la vida
Entre los mejores resultados del socialismo están los registrados por la bolsa. No sé por qué, al escribir esta frase, me parece que en alguna parte hubiera debido caer un borrón. Puede que todo se reduzca a una constatación banal, ya que en estos tiempos la bolsa atrae muchedumbres, o en el peor de los casos una provocación, pero no lo es. Hay que ir por partes, que es la mejor manera de quitarle hierro a las situaciones más embarazosas. Las palabras llevan consigo un sedimento histórico, y diría yo que tipográfico, que las hace difíciles de aparear. La palabra bolsa evoca a un señor obeso, con un brillante en la corbata, fumando un puro habano. La palabra socialismo recuerda a un generoso orador, macilento y con levita, predicando la reforma social. El híbrido de ambas cosas, el ejemplar que ha producido la evolución, de la especie en la sociobolsa, ni tiene por qué ser gordo ni usar levita. Yo estoy convencido de que el sueño íntimo de muchos socialistas es comprarse un cortijo, como los toreros que triunfan, y no veo lo que puede tener de degradante semejante aspiración. Con eso nos situamos en los tiempos actuales y le perdemos recelo al vocabulario. Repito que lo más admirable del socialismo son los resultados de la bolsa, aunque, por mucho que sacuda la pluma, aquí no le caiga ningún borrón.He leído en algún libro algo relativo a lo que los sociólogos llaman la cohesión social. La cohesión social no es únicamente lo que resulta de un consenso en tomo a una Constitución, y menos aún en tomo a un Gobierno, Constitución y Gobierno son expresiones, y no causas, de una determinada cohesión social en el interior de unas fronteras. Las ajustadas mayorías parlamentarias con que gobiernan los ejecutivos occidentales nos dan una idea de que no son precisamente las campañas electorales las que expresan la cohesión de un país. No. El concepto de cohesión social desborda lo político, supera la noción de Estado y abarca eso que llamamos civilización, término amplio y cómodo como un traje de verano, que reúne en una misma serie de aspiraciones (si no en un mismo sastre) a un oficinista de Francfort, un ingeniero de Dallas, un ejecutivo de Tokio y un barcelonés.
Hay quien discutiría esa enumeración opinando que los japoneses son seres aparte. Un amigo mío aduce que las dos únicas bombas atómicas que el hombre occidental ha empleado lo ha hecho sobre ellos, gesto terrible que no se hubiera atrevido a llevar a cabo sobre culturas cercanas. Dejo de lado esa objeción, que merece otro artículo, y prosigo mi razonamiento. Los factores de cohesión en nuestra sociedad son tres: la ciencia, el deporte y la bolsa. Sólo un espíritu ingenuo o santo incluiría la religión.
La ciencia es una categoría del conocimiento que nadie pone en duda, ni en su finalidad ni en sus resultados. La finalidad de la ciencia, sin darle más vueltas, es bíblica y operativa: dominar la creación. Si la ciencia no cuaja en una técnica, al hombre occidental no le sirve para nada. El pensamiento científico encierra de algún modo la utopía de la felicidad: un futuro en el que no habrá virus invencibles, no habrá integrales irresolubles, no habrá detergentes que dejen la ropa gris en vez de totalmente blanca. La ciencia, junto a la innegable satisfacción que aporta a las amas de casa, proporciona un sentido a la historia, lo que llamamos progreso. Y como por algún lado debe detectarse la presencia del mal, vemos escurrirse, con sus secretos y sus maquinaciones, la sombra del sabio loco.
Hasta tal punto el discurso científico nos impregna a todos que, siendo escritor, me pregunto si el adjetivo más certero para describir un matiz de verde no será la longitud de onda a la que se propaga dicho color.
El deporte es otro de los ingredientes que definen nuestra sociedad. La gran celebración de los Juegos Olímpicos, una institución eminentemente occidental y, para quien sabe llevarlo, un gran negocio, está ahí para demostrarlo. Practicar un deporte, asistir a un deporte o hablar de deporte nos identifica como cultura frente a culturas lejanas, vagamente incomprensibles, que practican guerras olvidadas, no hablan de nada o mueren de inanición. Junto con la ciencia, el deporte controla y estructura nuestro modo de vida y nuestro vocabulario. Yo tengo unos sobrinos cuyo cerebro ha sido directamente conectado a la ciencia y al deporte, y sin duda, para completar su integración social, el día de mañana aprenderán a seguir los altibajos de la bolsa. Su inteligencia es despejada, su idioma claro. Y, sin embargo, me resultan indeciblemente extraños. La ciencia es para mí una curiosidad, un juguete o un explosivo. Y soy ajeno al deporte. Aunque he de decir que desde los 20 años, en las innumerables mudanzas, lo único que he conservado, como el remo de Ulises, es mi pala de frontón.
La bolsa, finalmente, es el tercer factor creador de consenso en nuestra civilización. La bolsa es el templo donde se reúnen los mercaderes sin que de allí nadie les pueda echar a latigazos. Yo no sé lo que es el índice Nikkei ni en qué se basa el índice Dow Jones para aflojar o ajustar los esfínteres del planeta. El primero da la temperatura de Tokio, el segundo la de Nueva York. Amanece el día en Japón, se confirma en Hong-Kong, se consolida la mañana en Francfort y atardece en Wall Street. La bolsa lleva camino de convertirse en algo tan fundamental como la astronomía y ocupar el lugar del clima. Y así sencillamente nos lo presenta la televisión en su liturgia cotidiana con la meteorología. Es el último truco del liberalismo audaz para hacernos creer que los beneficios, como el agua de abril, vienen del cielo. Y las pérdidas también, como el pedrisco en mayo.
Y ahora que he dicho lo que pienso de la bolsa tengo que hablar de la vida. En Wembley tuvo lugar el concierto para celebrar el 70º cumpleaños de Nelson Mandela. El rock no es una ciencia, ni un deporte, ni se cotiza en bolsa aunque sea un bisnes. Fue una dichosa idea ese concierto para homenajear a un hombre que lleva 25 años en la cárcel. Lo mejor fue la batería de un caribeño con pendientes cuyo nombre no he podido averiguar. Y la sorpresa fue Stevie Wonder. Y el estribillo, todo el mundo lo cantó: "Let them free".
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