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La moda de los toros

Julio Llamazares

Siempre he pensado que el gran error de los antitaurinos es que acuden al trapo como los Victorino: con demasiada nobleza y un punto de entrañable mansedumbre en la embestida. En un país como éste, en el que desde siempre se ha tenido por costumbre apedrear a los gatos callejeros (como antaño a las adúlteras) para divertimiento de las almas infantiles, inaugurar las fiestas patronales de la aldea arrojando una cabra al vacío desde lo alto del campanario o pasaportar a mejor vida al propio perro con el mango de la azada o colgándole de un árbol, socavar los cimientos ancestrales de la fiesta exige mucho más que una gran dosis de buena voluntad y de franciscanismo ecologista. Los taurinos conocen bien sus armas, disfrutan la ventaja de jugar en campo propio y, por si fuera poco, en los últimos años, la moda de España ha llenado las plazas de toros de modernos y de intelectuales.De los modernos españoles cabe esperarlo todo. Después de descubrir las sevillanas y el Rocío, después de consagrar entre sus símbolos estéticos las fallas de Valencia y la Semana Santa, las corridas de toros estaban sentenciadas, y ya sólo hay que esperar a que descubran la paella para que Covadonga se convierta en catedral de la movida y los archivos del No-Do en vídeos musicales de vanguardia.

Pero los modernos españoles no son nada sin los intelectuales. Los modernos españoles, como los nuevos ricos, tienen mala conciencia y necesitan en el fondo que alguien piense por ellos y salga en su defensa cuando algún miserable como yo les recuerde, por ejemplo, no sólo que la fiesta es un ritual sangriento y prehistórico (retóricas al margen), sino también -y eso es mucho más grave- que la mayor parte de ellos no había visto nunca una corrida hasta hace un par de años. Para explicar todo eso, para justificarlo, los modernos españoles necesitan, aunque nunca los lean, a los intelectuales.

Con los intelectuales de los toros me sucede lo mismo que con los curas progres. Admito que intenten convencerme de la existencia de Dios a través de la razón indemostrable de la fe, pero no que traten de explicármela con argumentos racionales. Así, mientras los toros estuvieron en su lugar exacto -en la España profunda, visceral y atávica-, soporté a duras penas, y con el escepticismo resignado de quien sabe que contra el analfabetismo existencial nadie puede lograr nada, la pervivencia extemporánea entre nosotros de esta última muestra del circo romano. Lo que soporto y sobrellevo de peor grado es esta nueva retórica moderna, esta argumentación culpable y falsamente melancólica con la que los intelectuales de los toros tratan ahora de llenar el vacío ideológico de un rito que no tiene otra razón que la costumbre ni otra justificación social que la ignorancia.

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Aburre repasar la larga lista de argumentos esgrimidos en los últimos tiempos por los intelectuales de los toros en su desesperado intento por justificarse a sí mismos su afición, acallar su conciencia o lavarse las manos. Y la verdad es que imaginación no falta. Se ha argumentado, por ejemplo, la cantidad y calidad de las obras de arte inspiradas en los toros, con muestras tan discutibles como Goya o Picasso (argumento que serviría también, por esa misma vía de confundir el efecto con la causa, para justificar, al hilo de esos dos mismo ejemplos, los fusilamientos públicos y los bombardeos de ciudades), y se ha apelado a las corridas como única garantía de conservación de una raza, el toro bravo, que, de no existir aquélla, seguramente ya se habría extinguido (ecológico argumento que, además de intentar justificar una vez más los medios por el fin, también podría servir para inventar espectáculos parejos que asegurasen la pervivencia en nuestros montes del caballo asturcón y el oso pardo). Se ha esgrimido como dato irrefutable el ejemplo de grandes escritores que han sido y son amantes de los toros (como si la calidad de una obra literaria bastara por sí misma para dignificar todos los actos y gustos de su autor), y se ha lanzado, en fin, como una acusación genérica, la pervivencia de costumbres reprobables en otros países europeos, tales como el engorde artificial de ocas en Francia o las cacerías de zorros en el Reino Unido (como si el pecado ajeno justificase el propio y, sobre todo, como si los pobres toros españoles fuesen los culpables de lo que los franceses les hacen a las ocas y los británicos a los zorros).

Hay, sin embargo, argumentos mucho más peligrosos y mucho más difícilmente contestables. últimamente, por ejemplo, se ha puesto muy de moda entre los aficionados la vieja teoría filosófica del alma de los brutos en su versión más cínica y cristiana. Ya saben: aquello tan antiguo de que el bruto, el animal, al carecer de alma, carece de cualquier tipo de derechos desde el punto de vista estrictamente ético y, por tanto, cualquier trato de respeto que el hombre quiera darle vendrá siempre motivado por móviles estéticos, es decir: porque el dolor, la sangre o el sufrimiento de los brutos puedan repugnarle.

¿Qué más querían los modernos? Llevada incluso a sus últimos extremos, esa vieja teoría es, cuando menos, intachable. Si el animal carece de derechos y su tranquilidad y su supervivencia dependen solamente de los gustos estéticos humanos -por cierto: caprichosos y cambiantes-, bastará una adherencia estética cualquiera al esqueleto descarnado de los hechos para justificar cualquier actuación humana. Y, en el caso de los toros, la cosa está muy clara: el arte. Porque hay que admitir sin rechistar, en efecto, como el cine o la pintura, lo que sólo en España -y entre los aficionados- tan alta consideración recibe.

Todos tranquilos, pues. Salvo que los filósofos cristianos, al referirse de manera genérica a los brutos, incluyeran también al hombre entre los animales (que no creo), cualquiera puede ir a los toros o asistir a las múltiples fiestas establecidas y espontáneas en las que el español suele dar rienda suelta a su particular pasión hacia los animales y después dormir a pierna suelta sin ningún remordimiento de conciencia por su parte. Bastará con saber que la intención estética justifica cualquier acto, y recordar, eso sí, que, como las mujeres hasta el Concilio de Trento, ni el gato, ni el perro, ni el toro tienen alma.

Antes de dormirse, sin embargo, y mientras trata de conciliar el sueño, uno podrá entregarse a la pasión fugaz de la lectura, que también es arte. La de los versos que el poeta escandinavo Lars Gustafsson escribiera ante el cadáver de su perro, por ejemplo, es muy recomendable en estos casos, pese a que los taurinos de la España eterna y los intelectuales de la moderna los considerarán seguramente una mariconada: "Ante una puerta cerrada te tumbabas / seguro de que, antes o después, tendría que llegar el que la abriese. / Tenías razón; yo estaba equivocado. / Tú eras una pregunta dirigida a otra pregunta / y ninguno de los dos tenía la respuesta de la otra".

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