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Tribuna
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Comentarios a la guerra de las ciencias y las letras

No hace muchos meses que la menor de las hijas de Silverio Abaitua me entregó, encarpetado, un manuscrito redactado con la indiscutible caligrafía de su padre a lo largo de 486 anversos de cuartilla, sin fecha ni firma, y titulado Guerra de las ciencias y las letras. Quedó claro que la entrega no se me hacía en cumplimiento de ninguna disposición de última voluntad del autor, sino pensando que, puesto que le tengo afición a la cosa escrita, podía ser yo un destinatario de aquellos papeles más adecuado que el cubo de la basura.El tiempo transcurrido desde la donación se me ha ido en, sucesivamente, reponerme del pasmo que me produjo saber literato a Silverio, quedarme pasmado tras la lectura de la Guerra y en desvelar el enigma del epígrafe que abre tan descomunal suma del temperamento español. Se trata de una cita del tenor literal siguiente: "¡Ah! Ése..., ése dicen que es de los que quieren perder las colonias y salvar los principios; hombre de línea recta, de geometría... Según Palacios, que lo conoce, la ecuación entre la lógica y el absurdo; no en balde es ingeniero". Y seguida de tres iniciales: E. P. B.

Agotado por el insomnio y empecinado en una única traducción (don Esteban Pérez Bilbao), recurrí a Vicente Molina Foix, el más experto descifrador de siglas de la cultura occidental desde los años en que los protagonistas de los vodeviles de la gauche diWne sé nombraban mediante tan insufrible código. Vicente tardó cuatro segundos en leer: Emilia Pardo Bazán, y yo más de, cuatro semanas para, abandonando mis obligaciones y mis asuetos en aras del repaso de la obra. completa de la condesa, por fin hallar en La Tribuna la emblemática cita. La Tribuna, de 1882, fue escrita, por consiguiente, unos 90 años antes de la muerte de Silverio Abaitua, y es ésta la única explicación congruente que se me ocurre de que Silverio leyese, y con tanto provecho, las novelas de Pardo Bazán.

La Guerra está escrita en una prosa ensabanada y pontificia, propia de las personas ¡letradas y auténticas, como era Silverio, cuando se lanzan, por pura desesperación patriótica, a filosofar. Si no redactada, se nota que fue concebida a finales de la década de los cuarenta, en la época en que Silverio Abaitua hubo de cambiar las aulas de la facultad de Químicas de la Complutense por la defensa de nuestro Protectorado en las filas del Tercio Duque de Alba, a causa de haber sido sorprendida en los lavabos facultativos por el propio catedrático su prometida y ayudante de cátedra en trance de aprovechar deleitosamente con el alumno Silverio una pausa docente.

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Como es fácil de comprender y de lamentar, en la obra hay fatalmente más talante y pensamiento unamunianos de los que puede soportar una persona desbastada. El propósito, que se anuncia reiteradamente desde las primeras páginas, no es otro que el de, a fuerza de escudriñar en las entrañas de la españolidad, encontrar la causa motriz de la decadencia de nosotros, los hispanos.

La Guerra, en cuyo título resuenan los años africanistas M autor más que su inexistente lectura de los grecolatinos, no puede decirse que tenga una ideología novedosa. Pero, a pesar de la amarguísima reflexión sobre el alma española y de la furibunda diatriba contra un imperio que consigue derrumbarse descomunalmente corrupto, lo peculiar consiste en que la modélica corrupción y la estrepitosa caída sean imputadas por el autor a una causa exclusiva: la irreconciliable disputa de los españoles acerca de la supremacía de las ciencias o de las letras, por motivaciones salariales.

El tamaño del pasado

¿Quién fue el inventor de esta doctrina, a cuya lóbrega exposición dedica más de la mitad de la Guerra, para en el resto ofrecemos clarividentes presagios y soluciones inútiles? Ya he publicado alguna semblanza suya, glosando sus rasgos más -madrileñazos y -precisando inexcusablemente que durante la guerra civil Silverio me salvó la vida el día de la explosión del metro de Lista y que murió a principios del año de la explosión de la calle de Claudio Coello. Entre ambas explosiones transcurrieron, como un soplo inconmovible, 35 años de amistad, y de ella, cualquier recuerdo me pone a mí la memoria del tamaño del pasado.

Aunque siempre he creído que Silverio amaba el presente, porque siempre vivió al día, en la justificación preliminar de la Guerra me encuentro ahora, como una prueba más de que uno no acaba nunca de conocer a sus muertos, las siguientes líneas: "Digan lo que digan los que dicen, nada tan actual que los asuntos del pasado. La actualidad palpitante farfolla es, broza en la que hozan los frusleros. Por ejemplo, el comentadísimo asunto del gato con alas de la calle de la Princesa, para mí es una mangueta de retrete, trivialidad propincua a gentes anecdóticas, tal cual Juan Hortelano, que, si no leen un diario matutino, no despiertan y, si no un vespertino,, no pillan el sueño. El pretérito, y no el presente, es isámero, con el prodigioso comportamiento de la pirocatequina, la resorcina y la hidroquinona. El futuro, y no el presente, es isomorfo, como el espato de Islandia y la giobertita de Reinosa. El presente es, como mucho, una isidrada".

Esta proteica metáfora, de tan incalculables consecuencias que vale más no tenerlas en cuenta, precede, por una parte, al anuncio de la narración histórica de la contienda y, por otra, a la declaración de neutralidad en el rifirrafe de las letras y las ciencias. Silverio incumple totalmente ambos propósitos. Respecto a la pretendida imparcialidad, a lo largo de la Guerra no deja el autor de asomar la oreja del hombre de ciencia que, por fin, logró ser, mediante un rocambolesco traslado de matrícula a la facultad de Santiago, burlando la eterna que le tenía jurada el novio de la ayudante de cátedra.

Tras unas vibrantes páginas consagradas a glosar la incomprensión social por la labor científica y los escollos gubernamentales a la investigación, a Silverio se le dispara la estilográfica a una evocación de los años de aprendizaje, en la que la nostalgia de la ayudante anega el razonamiento y hasta la verdad histórica, al afirmar que fueron sorprendidos no en el excusado, sino a punto de sublimar venusio, en el laboratorio. No hay duda de que estos pasajes están escritos por un Silverio ya licenciado en Químicas y licenciado de la Legión, de vuelta a la provincia y acogido en el hogar paterno al precio de conducir el autobús de la línea Estación-Plaza Mayor y Plaza Mayor-Estación.

Ovillo del discuso

La sinfonía de la Guerra se interrumpe, y el autor nos ofrece un interludio de tonalidad subjetivista sobre el conocido tema del descubrimiento, al perder la juventud, de la pérdida de la felicidad en la que ignorábamos vivir. De la superación de esta crisis, que Silverio bandeó por medio de un matrimonio afortunado, se podía esperar, al menos, una reanudación de la Guerra más ceñida a los episodios bélicos. Pero no.

El pensador, que por entonces disfruta del sosiego de un amor definitivo, se engolfa en la conceptualidad. Una rabiosa complacencia por la ruina y desplome de aquel imperio de letrados dirige el ovillo del discurso. Ya sin pretensión alguna de imparcialidad, Silverio se regodea en el denuesto, la mugre y la incapacidad. La dicha de su vida matrimonial apenas se traduce en algunos aforismos ("El hombre de ciencias domina la naturaleza. El hombre de letras, más humanista, domina a los hombres") y en algún atisbo de irreprimible melancolía ("El desalojo de la Perla de las Antillas fue quizá lo único lamentable de aquel desahucio continental").

En suma, a estas alturas el lector de la Guerra (hasta la fecha, yo mismo) padece ya la picajosa eccematización purulenta que transmiten los tratados escritos por individuos a quienes les duele España. ¿Cómo (salvo referencias a la historia de la medicina, estimuladas por la curiosa devoción de Silverio a la obra de Laín Entralgo) no hay apenas en la suya personajes, ni batallas, ni cronología, ni siquiera una mención al insigne polígrafo santanderino?

La explicación se me escapa y, sin embargo, recuerdo que, mientras yo consumía las tardes de aquellos inviernos ateridos bajo las verdes tulipas de la biblioteca del Ateneo aburriéndome entusiásticamente con La montaña mágica, Silverio frecuentaba La Galera, el Universitario o los sótanos del Barceló, sorteando en estos prestigiosos dancings el riesgo de leer La Ciencia española. De donde se deduce, de pasada, que hasta Silverio Abaitua pagó en la edad madura los excesos juveniles con las pesadumbres de la meditación indocumentada.

Sea un homenaje a este Silverio metafísico que he conocido póstumamente, sea porque mi vida ha transcurrido en demasía entre ingenieros y abogados, "a porque, a mi pesar, el manuscrito me ha fascinado o porque en él oigo volar una turba de nocturnas aves anubarrando la patria, me pregunto: pero esa guerra, ¿tuvo lugar?; ¿no acabó hace lustros?; la rentabilidad de la técnica y la utilización electoral de la divulgación científica, ¿no han hecho de los vecinos vencedores?; o ¿todo continúa igual?

A la hora de ofrecer remedios y emplastos, Silverio llega incluso a ofrecer la resolución de la cuadratura del círculo, del movimiento continuo y de la erradicación de los listillos. Denuncia la patraña y la usurpación de llamar ciencias del espíritu a lo que no es sino Derecho Romano. Acusa de tartufismo a los ilustrados y moteja de tartaneros a los regeneracionistas. Ni siquiera en el momento de las profecías Silverio otea nuevas tecnologías, los amarillentos valles de silicio.

El veneno semiótico

Pero, como en todo monumento a la incongruencia de la raza, resplandece súbitamente el clarividente presagio. La prosa se sosiega cuando vaticina Silverio la ascensión de la especie híbrida de los arquitectos, y la patología de la decadencia de estos nuevos señores de la Guerra, roída su ciencia artística por la excrecencia del diseño. Durante páginas, que fueron escritas en años de fervor por la ciencia lingüística, pero desdeñando a Saussure, la escuela danesa y la escuela asturiana de Alarcos, la plaga semántica y el veneno semiótico, Silverio, cumplida y sencillamente, describió lo que hoy está pasando.

Quizá porque el género de la literatura crítica es más contagioso de lo que se teme, he decidido dejarme de novelerías y de cuentos el tiempo que sea preciso y dedicarme por entero a los Comentarios, supliendo las carencias historiográficas de la Guerra de las ciencias y la letras con anécdotas ejemplificadoras y sucedidos vergonzosos, que iluminen y amenicen la enjundia del discurso. Menos no me merece su autor. Al fin y al cabo, hombre de línea recta y partidario de la pérdida de las colonias que, además, fueso amigo y maestro del oficio de vivir, yo sólo he conocido a Silverio Abaitua, el historiador de una guerra inexistente y, cada día, más cruenta e implacable.

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