El lucro privado de la fe pública
Hacer un asiento en el registro de la propiedad -inscribir por primera vez un inmueble, realizar una anotación, cancelar una inscripción, efectuar una nota marginal- u obtener una información -en forma de certificación, nota simple o mera exhibición de libros registrales- cuesta dinero al contribuyente. El ciudadano que acude a inscribir un piso o a informarse de las cargas que pesan sobre una finca desconoce que el dinero que entrega en el registro por ese servicio público no revierte al Estado, sino que va al peculio privado del registrador y sus empleados, en una proporción del 60% al 65% para el primero y del 40% o 35% restante para los segundos.Según cálculos de toda solvencia, ningún registrador obtiene unos rendimientos limpios mensuales inferiores a las 700.000 pesetas, cantidad que en algunos casos se eleva a varios millones de pesetas, lo que permite hallar una media aproximada de un millón de pesetas al mes. Fuentes jurídicas ofrecen el dato de registradores como los de Granadilla de Abona (Tenerife), La Bisbal (Gerona) o Marbella (Málaga), que ganan más de cuatro millones de pesetas al mes. La palma se la lleva precisamente el registrador de Palma de Mallorca, con más de cinco millones mensuales.
Esta situación no fue siempre así. Algunos profesionales del Derecho de edad avanzada clonservan la imagen de aquellas primeras generaciones de registradores de finales del siglo XIX y principio del actual, integradas por hombres cargados de sabiduría en una rama críptica del Derecho como el Hipotecario.De la 'congrua' al 'boom'
Aquellos registros de una sociedad preindustrial o casi rural apenas daban para el sustento económico de su titular y debían ser subvencionados mediante la denominada congrua, pero, no obstante, eran atendidos celosamente. En aquel contexto, la percepción de remuneraciones mediante arancel no resultaba en absoluto escandalosa. La propiedad inmueble inscrita no pasaba del 5% y apenas existía tráfico inmobiliario. Las pocas hipotecas que se constituían eran por réstamos entre particulares. Y los derechos que accedían al registro eran los propios de una sociedad agfaria -censos, servidumbres prediales, foros- sin apenas valor económico.
Este panorama no se parece en casi nada al negocio actual de los registros de la propiedad, que han experimentado una formidable expansión durante la etapa franquista y en los 12 años democráticos. A partir de los planes de desarrollo de finales de los años 50 y principio de los 60, el boom económico producido con el despegue del sector industrial y de servicios se tradujo en un incremento espectacular del tráfico inmobiliario, de obvia repercusión en los registros de la propiedad.
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