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El hombre, ese expulsado

La palabra exilio estuvo de moda, pero de pronto se quedó sin prensa. No está mal que así ocurra. Por lo pronto significa que hay menos exiliados; enhorabuena. Pero, curiosamente, esa falta de resonancia hace posible que ahondemos en la misma palabra. El exilio no es sólo una noticia; es también, y sobre todo, una situación. Obligado o voluntario, el exilio representa siempre una exclusión. Sin embargo, el exiliado voluntario deja tras de sí una puerta abierta cuyo límite podrá atravesar cuantas veces quiera, en tanto que el exiliado por obligación, el exiliado político, sabe que tras de sí sólo queda un muro inaccesible.Esto desemboca en dos actitudes bien diferenciadas. Quien se va porque quiere hacerlo, porque de pronto ha creído, o creído entender, que su meta está en el exterior, puede pasar por un período de transición, de desajuste (hay quien nunca acaba de acomodarse en la región elegida), pero por su misma voluntad de alejamiento no se otorgará a sí mismo el derecho a aflorar lo que deja atrás. Si se fue es porque juzgó que afuera iba a sentirse más a gusto, o a trabajar mejor, o a encauzar más afinadamente su vocación o su profesión, o a ser más útil a su prójimo o a sí mismo, y esa decisión, que casi nunca es repentina sino el resultado de largas reflexiones, si bien no excluye el reconocimiento de que en tal o cual, detalle era preferible el estilo de su tierra, promedialmente viene a significar una desvalorización de sus raíces, o, en algún caso extremo, la negación de las mismas. Desvalorización o negación que, conscientemente o no, ayudan al autoexiliado a justificarse ante la sociedad o incluso ante sí mismo. Actitud que en última instancia tiene algo de encubrimiento, ya que si después de mucho pesar pros y contras tomó la decisión, nunca fácil, de expatriarse, y esa decisión fue honesta y sincera, ¿quién puede adjudicarse el derecho de incriminarle, de lanzarle reproches como dardos? Normalmente, nadie; pero él piensa que todos. Y ese desajuste entre la realidad y su falso sentido de culpa puede arruinar lo que podría haber sido plenitud.

Por supuesto, éste no es el caso de los exiliados económicos, que por lo común se arriesgan a salir como último recurso para extraerse de la precariedad o de la miseria, ni tampoco el de aquellos exiliados políticos que, acabado el factor de exilio, no regresan, ya sea porque no encuentran sitio en el afligido mercado de trabajo de su país de origen o por no provocar una nueva ruptura familiar (ocurre que a veces los hijos, formados en otro entorno, otra tradición cultural y a veces otra lengua, se resisten a dejar su patria de adopción), o sencillamente no se avienen a abandonar un espacio laboral que les costó enorme esfuerzo conquistar.

Esta última es, sin embargo, una opción posexilio. Quien tuvo que emigrar presionado por circunstancias políticas e incluso para evadir la tortura o salvar la vida protagoniza una frustración, y por lo general es lógico que transcurra cierto tiempo antes de que pueda librarse de un rencor primario y atenazante que apenas le deja espacio para la nostalgia. La diferencia sustancial entre éste y el exiliado voluntario es que en su caso son, otros los que fuerzan, con amenazas muy concretas, su expulsión.

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Éste es probablemente, desde un punto de vista psicológico, el aspecto más traumático, del exilio político. La virtual expulsión trae consigo (pese al razonamiento que adjudica al enemigo ideológico la responsabilidad de esa ruptura) una sensación de no querido, de no aceptado por la sociedad que naturalmente integra. Aunque quiera convencerse, o se convenza efectivamente, de que la razón histórica está de su parte, no puede eludir el hecho de que un sector social lo ha sacado de la troya. Los militares, por ejemplo. Pero también ellos forman parte de la sociedad, y de no haber tenido apoyos o convocatorias civiles, tal vez no se habrían atrevido a dar el zarpazo.

El exiliado político es un excluido y, por añadidura, un derrotado. Sabe que pasarán largos años antes de que su regreso sea posible, y muchos más antes de que el triunfo de las ideas que defiende sea verosímil. Mientras tanto, los jóvenes se volverán hombres maduros, y los hombres maduros serán ancianos, y los ancianos probablemente no estarán. La derrota, como signo de un impulso perdido, seguirá pesando por lo menos durante una generación. Éste es, por otra parte, el pronóstico de los poderes fácticos que aparentemente se retiran, vigilantes e influyentes, a los cuarteles o a la banca, condescendiendo (con el nada despreciable visto bueno de quienes desde el Norte los asesoraron y sostuvieron) a que después de todo rija una Constitución (es obvio que una democracia, aunque sea vigilada, debe tener alguna), si es retrógada mejor, y con la novedad de que en vez de tres tiene cuatro poderes: el ejecutivo, el legislativo, el judicial y, last but not least el fáctico, y que el verdaderamente decisivo sea este último.

Ahora bien, ya que el exilio dejó de estar de moda y virtualmente se ha quedado sin prensa, quizá sea la ocasión de examinar otras de sus variantes, ya no vinculadas a la política, sino simplemente al ser humano. Si el exilio, cuando no es voluntario, entraña una expulsión, una traumática ruptura, ¿cuántas veces no sé sentirán el hombre, o la mujer, exiliados en alguna etapa de sus vidas? El desamor, verbigracia, es un factor de exilio y también suele levantar un muro inaccesible entre el exiliado y el territorio de su amor.

La ruptura de una pareja, particularmente si se produce tras largos años de convivencia, puede significar un doble exilio. Cada uno es expulsado del amor del otro, y aunque a veces siga existiendo la añoranza del otro cuerpo (el cuerpo siempre es el más leal y suele ser el último en abandonar la región amorosa hasta entonces compartida), el rencor puede más que la nostalgia, y una emigración tan dolorosa de una vida en común casi nunca tiene retorno.

Es claro que hay más exilios, más expulsiones. Un sector social puede tener a veces exiliados en otro nivel. En algunos países del Tercer Mundo los mendigos suelen ser exiliados de la clase trabajadora o de los sectores terciarios, y también sufren, sin jamás asumirla, una expulsión que creen no merecer y que lentamente corroe su voluntad. ¿Y acaso no somos todos más o menos exiliados de la infancia, ese territorio mágico donde la muerte es algo tan lejano como una galaxia y la imaginación no es la loca sino la cuerda de la casa? Cuando se nos expulsa de la infancia nos queda un mal sabor, un resentimiento que es el segundo descubrimiento (el primero es el sexo) de la pubertad, y tal como era previsible, achacamos la expulsión a los padres, a los adultos en general, a los que ordenan, a los que prohíben. Intentamos entonces afirmarnos en el enclave erótico, que es el que está más a mano, pero aún no tenemos pasaporte para transitar libremente por él, y los arúspices de las más variadas sectas y represiones nos prometen uno o varios infiernos.

O sea, que aprendemos desde entonces que el infierno será otro exilio, y sólo muchos años después bregaremos por que el verdadero exilio no sea un infierno. Y hay más exilios, más expulsiones; siempre hay más: la enfermedad, el analfabetismo, la envidia, el hambre, la impotencia. Todas son expulsiones de la vida plena. La postura crítica o disidente en un partido y la consecuente expulsión Gusta o injusta) del mismo ¿acaso no asumen los caracteres de un exilio? La desaparición o el desaparecimiento (ese nuevo nombre de la infamia, que tanto se ha esparcido en estos tiempos) también es un exilio, pero un exilio bronco, cerrado a cal y canto, cuya invulnerabilidad es su maldición y su desgracia. Y en la provincia aneja está la muerte, esa muerte que es exilio final, el más irreparable, el exilio para el que nacemos. Tal vez sea, después de todo, la menos traumática de la cadena de expulsiones que forman una vida. El exilio en la nada.

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