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Calvo Serer, ante el tren de la historia

Se ha muerto Rafael Calvo Serer sin haber visto cumplida su obsesión de contemplar otra vez en los quioscos el diario Madrid, que fue su recurrente objetivo en los últimos años de su vida, mar cada por la evolución de posiciones conservadoras al estado de cierta rebeldía iconoclasta. La cumbre de esa rebeldía la constituyó su exilio en París, tras el cierre del periódico que él había impulsado en su etapa más dinámica, su adscripción a la Junta Democrática, con un socio llamado Santiago Carrillo -que entonces encarnaba para los bienpensantes la esencia del mal político sin mezcla de bien alguno-, y su consagración definitiva como he terodoxo al pasar una temporada en Carabanchel. Pero como lo que no es tradición es plagio, Rafael Calvo -que tenía nombre de actor y un desparpajo valenciano a bocajarro- nunca dejó la ortodoxia profunda que constituía la esencia de su persona: la fidelidad al Opus Dei, la concepción cristiana de la vida y el monarquismo como doctrina política. Creía, con Ortega, que el periédico es la plazuela del intelectual, y por él se paseó siempre; a pesar de su conformidad básica con el pensamiento tradicional, consideró necesario introducir iretoques innovadores en una situación política cerrada.

Para quienes estuvimos a su lado durante la intensa peripecia del diario Madrid, Calvo Serer fue siempre, en el terreno personál, un hombre afectuoso al que sus proverbiales tenacidad y astucia no le impedían ejercer la cordialidad. Como ocurre a veces con algunos ULtedráticos cuando pasan de profétas indiscutidos a simple clase de tropa en la vida civil, Rafael Calvo aceptaba su estado periodístico con cierta humildad: sus escritos pasaban por varias manos y, él encajaba las sugerencias sin que se le alterase un músculo de esa cara que parecía esculpida con hacha. Podría haber dicho, con Josep Plá: "Ser periodista en este país es bien poca cosa. ¡Y aún si llegase a serlo!".

Él llegó a serlo sin duda en el campo de la influencia, que es el éxito mayor de quien se dedica a este oficio. A pesar de su voluminosa obra teórica, que arrancaba del íntegrismo militante de su España sin problema, su celebridad mayor ante los lectores la adquirió con un artículo titulado: Retirarse a tiempo: no al general De Gaulle, que, si se quitaba del encabezamiento el nombre de aquel Mitterrand militar, se convertía en consigna pura y simple para uso de españoles: el general debía irse de una vez. Aquella insinuación costó al periódico una suspensión de cuatro meses, multas y procesamientos y, en definitiva, anticipó la suerte final de la publicación: el cierre incontrolado, con voladura posterior, para que la puesta en escena histórica fuese completa.

La batalla del Madrid vista con la perspectvia de 20 años se nos presenta con los claroscuros lógicos con que aparece aquel período de la vida española, de cine en Perpiñán, libros del Ruedo Ibérico en Martínez y el coftá de las botellas disfrazado de noviembre, "para no infundir sospecha". Iva Zanichi cantaba aquello de la orilla blanca y la orilla negra, y entre ambas orillas navegaba una tropa difusa que aspiraba a cambiar las cosas. Tenía mérito que algunas personas, como Dionisio Ridruejo y Rafael Calvo, luchadores inequívocos en el bando vencedor en la guerra civil española, hubieran aceptado los inconvenientes de ser alféreces provisionales de un cambio que se presentía.

Es sabido que una permanente oposición sin éxito produce frustración, pero también que la pasión política, en sus primeros peldaños, envuelve en euforia cuanto toca. El empecinado conspirador Calvo Serer, en París, alojado en una habitación discreta del Hotel Lotti, muy cerca del histórico Hotel Meurice, tan cargado de leyenda y a la sombra tutelar de la columna Vendóme, vivió seguramente sus horas más felices. Una tarde que pasé por allí, estaba en una mesa próxima a las ventanas en compañía de Carrillo y García Trevijano, ajenos los tres a lo que no fuese la caída inminente de la dictadura. Pasé al hotel y dirigiéndome a los contertulios dije: "Comunico a la Junta Democrática que se la ve perfectamente desde la calle. Esto ya no es conspiración, sino alarde...".

La democracia trajo cierto lógico silencio para las personas como Rafael Calvo Serer, que, intelectual antes que nada, eligió otra vez como aventura íntima el pensamiento y no la política activa, con la esperanza de que su periódico -que había ganado la batalla a título póstumo- pudiera reaparecer en la España democrática. Pero Calvo Serer -del que Salvador Páníker dijo que daba la impresión de que, sin inmutarse, podría colocarse delante de un tren y lo haría parar- no podía detener el tren-de la historia, que iba ya por otro lado. Con la libertad recobrada, la política pasa a ser cosa de los políticos y los periódicos son sólo órganos de información y de opinión. Calvo no quiso ser político al uso. Seguramente conocía una frase que, según cuenta Azaña, Romanones le dedicó a Ortega: "La política"de Ortega y Gasset es como mi filosofia".

Más información en la página 31

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