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Desayuno sin diamantes

Los actos inocentes escasean tanto como la nieve de junio. El narrador de Proust hunde su magdalena en la taza de té y el cosmos de Combray surge de ella, como de sombrero de prestidigitador. Pero ¿cuándo hemos visto a un francés mojando su cruasán o su bizcocho? Un buen amigo cree recordar que la última vez que se produjo tal suceso hubo de ser en Burdeos, con motivo de una visita de Estado, en el desayuno ofrecido por Alfonso XIII a diversas personalidades del país vecino. El monarca hundió su bizcocho en el café con leche y no hubo francés allí presente que no le secundase.Ciertamente los franceses desayunan lo que nosotros, ese desayuno liviano de café y leche acompañado de una pieza de pastelería o panadería que para diferenciarse del anglosajón se ha dado en llamar continental; pero no desayunan como nosotros. El español moja, y lo hace, corno casi todo, de manera rotunda, sin posibilidad de engaño o confusión.

Y quizá donde más se moje de España sea en Madrid. Quizá también donde mejor. En aquellos nodos inefables que reservaban unos planos para la exaltación de las habilidades más ancestrales de la patria, en los que, por ejemplo, el hombre de Iere2: escanciaba un relámpago de vino de la venencia al catavinos o el valenciano extraía un solo bucle dorado de la piel de la naranja, siempre se echaba de menos la estampa del madrileño desayunando.

Véanlo si no en cualquier cafetería. Fíjense en su vecino de barra o de mesa: la secretaria, el yuppy, el bancario, el tendero, el joyero, a todos iguala el desayuno. Aquélla, unas porritas; éste, unos churritos; el otro, un cruasán; el de más allá, una tostada. Unos, con una sola mano; otros, con las dos; unos, con el tenedor; otros, con la, cucharilla; pero todos suniergen cuanto comen en el café con leche, le dan luego unos golpecitos, arriba y abajo, como si el pobre cuerpo harinoso pugnara por salir al exterior; y ya con él bien ahogado, ahíto de líquido elemento, acercan la mandíbula en moviiniento seco y rápido como de a:ve, y de una sola dentellada cercenan la parte humedecida, mientras el lustre crece en sus barbillas; otros, menos decididos, lo elevan poco a poco como quien tiene entre sus manos una regadera de la que se desprenden también grumos de espuma, trozos enteros de porira o bollo, de churros o tostada bien untada de mantequilla y mermelada, trozos que se despiezan y desperdigan en su parsimonioso camino de la taza a la boca. Masticar a continuación tales blanduras y humedades es como bañarse en el fango,'un chapoteo mayor si cabe que el que acaba de producirse en el corazón mismo de la taza.

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Mojar, mojar donde sea, como sea. Uno de mis vecinos, que ha vivido más de 12 años en Chicago, me ha contado lo muy fácil que le era averiguar si algún compatriota, de los escasos que por allí pasaban, estaba en ese momento desayunando en el mismo establecimiento del Loop donde él solía hacerlo. Y es que ahí sí, afirma mi amigo, que no hay distingos entre nacionalidades y regiones. Vascos y catalanes, gallegos y andaluces no son distintos de leoneses y asturianos, de murcianos y manchegos. Mojar, mojar, he ahí la gran obsesión nacional.

¿De dónde procede, a qué se debe? Nuestros galeotes comían un bizcocho de centeno y salvado fermentado, que tenía forma de torta y se cocía dos veces antes de poner a secar y que era tan duro que necesitaba de un prolongado remojo en el agua del mar para poder hincarle el diente. ¿Era ése el pan del imperio? Cuando el altivo Ginés de Pasamonte quiere fanfárronear ante Don Quijote de haber pasado cuatro años encadenado al remo, le basta con decir que ya conoce el sabor del bizcocho de galeras. ¿Cómo sería el gesto de humedecer la torta?, y ¿cuál su poder de evocación? A tenor del ingenioso hidalgo, de la condena no estaban exentas, ni mucho menos, las sensibilidades exquisitas, como ese apuesto condenado por alcahuete que "no merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas". O ese otro que era natural de Piedrahíta, y que a la pregunta de por qué pecados iba a galeras, supo responder que por enamorado, provocando la hermosa réplica de Don Quijote: "Pues si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera estar yo bogando en ellas".

No creo, sin embargo, que por enamorados desayunemos los españoles como desayunamos. Tampoco por escasez o por dificultad. Dado nuestro temperamento, un acto que se realiza con tanto aplomo ha de ser hijo de orgullo. Orgullo, sí, pero ¿de qué?, ¿acaso no tenían que ablandar también sus picatostes los otros españoles, los que remaban en galeras, los capitanes de Flandes y de América?

Sí, claro que sí, todo el pueblo lo hacía, y cuando no lo hacía anhelaba hacerlo: mojar sus bizcochos y sus panes en una bebida caliente, el chocolate, orgullo y símbolo del imperio en el que se no ponía el sol. Mojar, mojar...

En la corte azteca de Moctezuma, en 1519, se sirvió a Hernán Cortés por primera vez xocoatl, una bebida amarga hecha de semillas de cacao. Hemán Cortés mojó en ella su bizcocho y la trajo a España, y mezclada con azúcar, algo de canela y vainilla y servida caliente, fue durante casi 100 años el secreto español por antonomasia, codiciado y perseguido por todas las cancillerías de Europa.

A Francia llegó, en tiempos de Richelieu, de labios de una infanta enamorada, la española Ana de Austria, que se había casado con Luis XIII. Cualquiera podría imaginar una novela de intriga y amores de corte en torno a la fórmula del chocolate como razón de Estado. Quizá sólo dos Eduardos, Alonso y Mendoza, serían capaces hoy de mojar en ella y convertirla en arte.

El asunto no es baladí. El chocolate tan rico en carbohidratos y conteniendo alcaloides estimulantes es fuente energética de efectos casi inmediatos. ¿Y no fueron precisamente los franceses los primeros que por aquellas fechas mojaron en Rocroi derrotando a la hasta entonces invencible infantería española?

Francia primero, en seguida Italia, a continuación Inglaterra, luego el mundo todo. Hoy aquel viejo secreto nuestro es producto de multinacionales que facturan por su venta miles de millones de dólares mientras que a nosotros nos queda apenas el gesto de bajar y subir la mano para mojar el picatoste. Mojemos, pues.

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