¡Diablos, que diablo!
Tenía el otro día entre mis manos el folleto publicitario de una cuidada edición de la Summa Theologica de santo Tomás, texto en italiano y latín. También se vende a plazos, y debería estar en toda biblioteca culta, junto a Kant, Hegel y Platón. Pero comprendo que los editores esperen venderla más fácilmente a los eclesiásticos, y por eso en la cuarta página hay un ejemplo, como se hace en las enciclopedias: "Imagínese que tiene que ocuparse de..., aquí encontrará todo lo necesario". Como santo Tomás en la Summa se ocupa de todo -desde el buen Dios a la lombriz-, podrían ponerse infinitos ejemplos: no sé, la opinión católica respecto a la propiedad privada, los homosexuales, la mujer, el tiran¡cidio, las relaciones entre arte y moral... Pues no: el ejemplo que se pone es: imagiriese que tiene que decir un sermón al diablo.Nótese que Tomás dedica al diablo un número bastante reducido de cuestiones. Pero el redactor del folleto tenía la impresión, evidentemente, de que el diablo es un terna de gran actualidad. En otro lado se anuncia para el año que viene la gran convención de Turín, y se repite que será "científica". Yo digo que, si se habla tanto del diablo, de alguna manera existe, por lo menos en la misma medida en que existe el teorema de Pitágoras. Tengo pruebas.
Del Compendium maleficarum de Francesco María Guaccio (1608) saco la certeza de tener al menos 16 de los 47 síntomas de la posesión. En este orden: inexplicable hormigueo, palpitaciones, picores molestos, boca seca, viento frío por los brazos y por los riñones, sentir el cerebro como atravesado, hinchazón de la cabeza, un nudo en la boca del estómago, expansión del vientre, indigestión, pulsación de las arterías del cuello, hablar lenguas desconocidas, discutir asuntos altos y sublimes siendo un ignorante acerca de ellos, revelar pecados y pensamientos de los presentes (y a veces también de los ausentes, añadiría), cantar según cánones musicales sin poseer los conocimientos, y sentir la mano de un exorcista sobre la cabeza como si fuera un peso insoportable. Esta lista se la debo al libro de Alfonso M. di Nola El diablo, Newton Compton (¡30.000 liras, diablos!). Para estos tiempos es una biblia, y del diablo lo cuenta absolutamente todo, desde las religiones antiguas y exóticas a los tiempos de ahora, con muchas y jugosas citas e imágenes satánicas de todos los tiempos, que os harán sentiros como un papa. El libro de Di Nola es el de un historiador de las religiones que nos cuenta la historia de un concepto y, con laica preocupación, observa el uso, incluido el político, que de él se ha hecho a través de los siglos.
De sus páginas, las que naturalmente más me han interesado son las que me remiten a la modesta colección de textos demonológicos, que, como todos, he recogido en los últimos decenios. Y leyendo estas páginas me he acordado de un ensayo de Lotman (el que hace sobre Lomonosov, publicado en el volumen La semiosfera), en el que se recuerda una cosa bien sabida por los expertos: contrariamente a los tópicos, la Edad Media no estaba tan obsesionada con el diablo y, en cualquier caso, lo tenía en su sitio. La obsesión por el diablo nace con los humanistas, y la quema de brujas empieza a darse con frecuencia mientras aparecen las obras de Descartes, Galileo y Kepler.
Es en la época del racionalismo y de la investigación científica cuando en Europa, y después en el New England, empiezan a ver brujas e intervenciones diabólicas en todas partes. El Malleus maleficarum es de finales del siglo XV y, paciencia, porque sus autores, Kramer y Sprenger, eran dos obsesos tales que ni siquiera Basaglia les habría negado el electrochoque.
Pero piénsese en un fino humanista como Jean Bodin, el teórico de la tolerancia política, que con su Demonomanie des sorciers se hizo responsable de muchas hogueras, junto al docto jesuita Martino del Río, con su Disquisitionum magicarum libri sex. Pero la lista es inmensa. El único que en aquellos tiempos tuvo el valor de decir que las brujas no eran poseídas, sino locas (un precursor del psicoanálisis, se podría decir), fue Johan Wíer (De praestigis demonium, 1563), y por ello fue difamado como aliado del diablo. Pero también Wier creía en el diablo, y cómo: defendía a pobres mujeres inocentes, pero no a los magos que sellaban con el diablo los típicos, y mal vistos, pactos. El libro de Alfonso M. di Nola es inquietante, porque nos recuerda que si del diablo (y del mal que simboliza) hay que ocuparse, también hay que preocuparse de quien del diablo habla demasiado y con demasiada pasión.
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