Al vacío
Hasta ahora habíamos logrado meter baza en todos los grandes debates culturales europeos. Siempre teníamos a un intelectual en los fregados de la posmodernidad, la transvanguardia, la teoría de las catástrofes, la desconstrucción, el pensamiento dé bil, el neogeo, la koiné hermenéutica, lo que nos echaran cada trimestre. Esta vez será imposible, y no por la complejidad teórica del asunto, sino por su exotismo. Porque lo que ahora discuten los Eco, Vattimo, Morin, Baudrillard y compañía son los porqués filosóficos, estéticos y sociales del repentino furor de las masas por los museos, el delirio festivo que diariamente invade el MOMA, el Pompidou, el Metropolitan, el Palazzo Grassi o La Villete, esas colas futboleras delante de los maestros del XIX, los vanguardistas del XX, los profetas del XXI. ¿De dónde salen los 16.000 visitantes diarios del Museo de Orsay, esos 10 millones anuales que traga el Beaubourg, las muchedumbres que asaltan las exposiciones sobre Viena o el futurismo?No tenemos derecho a preguntarnos qué está pasando aquí, porque lo que pasa aquí es todo lo contrario. Nuestros viejos museos públicos están cada día más muertos, y los nuevos, como el Reina Sofía, nacen cadáveres por falta de audacia, por el ya célebre miedo socialista a volar alto. Tenemos miles de metros cuadrados llenos de arte pero vacíos de gente. Montones de tristes, amorfos y ruinosos museos estatales y autonómicos eficazmente restaurados y planeados para ahuyentar al personal e impedir exposiciones que perturben ese ambiente funerario y funcionario que transpiran. Por ahí fuera los museos crean el acontecimiento y compiten con la UEFA, los récords de Hollywood, los McDonald y las rebajas. Los de aquí crean desierto a su alrededor y sólo compiten con la misa de una. No importa si nuestro patrimonio artístico está bien o mal conservado. Importa que está conservado al vacío. Y esas colas comerciales de Arco son más que la excepción. Son la demostración del despiste socialista.
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