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El jurado, ya

La discusión entre los que están a favor y en contra del jurado se ha acelerado en los últimos tiempos, y, a pesar de que la impresión es favorable a pensar que el jurado ha de ser impuesto inmediatamente, la Administración pospone su decisión. Esa actitud, según el autor, no se corresponde con la que mantienen los jueces españoles, que en su mayoría no oponen resistencia a esta institución.

Afortunadamente, la polémica entre juradistas y antijuradistas ha quedado resuelta con un aplastante pronunciamiento a favor de la institucionalización del jurado en nuestro sistema procesal como expresión de la participación del ciudadano en la administración de la justicia. Experiencias realizadas en muy diversas audiencias han puesto de manifiesto, con carácter bien positivo desde el punto de vista de la valoración colectiva, la disponibilidad de los ciudadanos a asumir sus responsabilidades sociales como una prestación personal más al quehacer colectivo en la aplicación de sus propias normas y han revelado, tanto en los presuntos reos como en sus defensores y ministerio público, la no existencia de entorpecimiento añadido alguno en la búsqueda de la verdad, que en todo proceso es la finalidad suprema. Pocos o ningún juez tienen hoy reticencias ante la institución o ven en ella menoscabo de su función de director de un debate tutelador de garantías, amparador de los derechos, que con su imparcialidad y ponderación vigila tanto el recto proceder de los jurados como los derechos de quien a éste ha sido sometido y el limpio juego de los que en el proceso colaboran.También se ha despejado la otra polémica, la relativa a su naturaleza, que nos dividió entre puristas y escabinistas, decantándose la mayoría de los expertos contra esta última fórmula.

No queda hoy, pues, más que tomar la decisión, pronunciar el hágase, enviar a las Cámaras el correspondiente proyecto y, con la mirada puesta en ¡ajusticia, intentar acertar, a fin de lograr el encariñamiento social con la institución, su eficacia y un desarrollo sensato que evite por improvisaciones una frustración de tan importante instrumento o, por recelos o cautelas, una minimización del mismo, de modo tal que los juicios por jurado pudieren parecer de inferior categoría o trascendencia.

El problema, importante, a resolver no es tanto su composición, elección, selección, indagación de las aptitudes de sus componentes y posibles prejuicios, y en consecuencia su tacha, que junto con otros detalles mecánicos son la concreción de una técnica. El problema no es ya discutir ni qué es ni cómo actuar ni el para qué, identificable con la misión de los jueces en cuanto a su función de juzgar, pues evidentemente no le alcanzaría la igualmente importante y responsable de ejecutar lo juzgado, depositada exclusivamente en la responsabilidad de nuestros magistrados.

Recelos

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Ha de decidirse para qué supuestos, delictivo-penales o simplemente ilícitos, es bueno y conveniente que intervenga el jurado en lugar de realizar el juicio por profesionales de la magistratura, reiterando la básica idea de que en ello no se encierra la menor sospecha o indicio de actitud recelosa con relación a jueces y magistrados.

Y valdría la pena considerar, con su dificultad y complejidad, si es casi inexcusable que toda aquella conducta que en su juicio comporte una valoración social generalizada, por los efectos que produce en el cuerpo social, en su media cultural, y que, además de la respuesta de la técnica penal o jurídica, comporta la exigencia de un cierto contenido de reproche social, y aquellas otras actitudes que afecten a bienes de común dominio, usos, aprovechamiento, deban ser las que inicien el posible y ampliable catálogo de figuras a someter a su consideración. Hay bienes materiales y morales de esencialidad comunitaria que en pura lógica pueden verse más protegidos y valorados por quienes son un seleccionado exponente de la sociedad a cuyo orden económico, social y político están incorporados como colectivo.

Los delitos contra el derecho de gentes, y especialmente los de motivación étnica, racial o religiosa, los delitos contra la seguridad interior del Estado y los cometidos con ocasión del ejercicio de los derechos de la persona, los delitos contra la libertad de conciencia, de rebelión y sedición, atentados contra las autoridades y desacatos, injurias y amenazas a las mismas y demás funcionarios públicos, así como el de desórdenes públicos, ponen de manifiesto una agresión a valores que lo son tales en la medida en que representan a toda la comunidad, en cuanto son fundamentales principios de su cultura política y social. Y como la repercusión de estas agresiones no sólo produce su dañino efecto sobre quien materialmente lo sufre, sino que lo extiende sobre toda la sociedad a través de la persona que es agraviada por lo que representa o del valor que se desprecia, es lógico que esa sociedad respalde a través del jurado su represión, y a través de éste valore la gravedad del daño que a la misma se infiere.

Los delitos contra la administración de justicia, contra la salud pública, contra el régimen de seguridad de usuarios y consumidores, las maquinaciones para la alteración del precio de cosas y servicios, los delitos contra el medio ambiente y la seguridad laboral y todos los cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de su cargo, por la misma razón de lo que representa todo ello para la vida de la comunidad, para la realidad del ejercicio y protección de indispensables derechos económico-sociales y del cumplimiento de quienes están obligados desde la Administración a su tutela, deben también ser conocidos por esa específica representación del cuerpo social que el jurado constituye.

Podríamos afirmar que, dejando de lado aquellos supuestos ilícitos que se concretan y agotan en una acción contra la individualidad, en la individualidad y en la propiedad privada, como regla general, toda aquella otra conducta ilícita que, manifestada de cualquier forma, afecta a valores morales, materiales, institucionales de orden colectivo, está en lógica abocada a ser conocida preferentemente en su juicio por jurado.

Y no sólo a los delitos hemos de referirnos, pues en el campo de las ilicitudes civiles también se puede dar, y se da de hecho, esa esencialidad comunitaria que obliga a que deba extenderse la intervención de esa institución a su valoración y resolución.

Hay ilícitos que pareciendo afectar exclusivamente a una persona, a su honor, a su intimidad, a su libertad de expresión y su seguridad, la calificación y valoración de su alcance nace, más que de lo individual, de cuál sea la forma en que se refleje o en que repercuta en el colectivo ambiente por la minusvaloración que pueda originar en él, y es lógico asimismo que esa valoración emane, pues, de un colectivo, más representativo, que la tradicional figura de nuestros jueces, que dirá por su boca en qué medida se ha producido o no el efecto lesivo.

Es evidente que delitos en los que la calificación impone sofisticados conocimientos técnicos, de gran complejidad, y en los que pueden a su vez, por ¡lícitas que sean esas conductas, por malhadada tradición, percibirse una tendencia social disculpable, cuales son los de evasión de capitales, evasión fiscal, contrabando, etcétera, no es aconsejable que sean conocidos aún por el jurado, al igual que ocurre con los delitos de terrorismo, por razones bien distintas, aún no es prudente ni conveniente el que puedan ser juzgados por medio de la institución del jurado.

Pero no se trata de que este artículo sea ya ese deseado proyecto de ley, sino simplemente de emitir una voz más que unir a la insistencia en la necesidad de que aquel a quien corresponde eso que se Rama hoy la "voluntad política" lo haga ya, le dé con ilusión y confianza el mayor alcance y contenido posible y, sin temor alguno a la libertad y a la participación ciudadana, habilite por fin el cauce que la Constitución nos otorga desde hace casi 10 años.

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