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Tribuna
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La nueva mayoría

Por una vez, y sin que sirva de precedente, he acertado en el pronóstico del XXXI Congreso, como el último en que no pasaría nada. En efecto, el equipo dirigente se ha mantenido incólume y, pese al discurso de que nadie es imprescindible, los imprescindibles de siempre acabaron subiendo a la tribuna, que esta vez parecía diseñada por Fellini para mejor ridiculizar al poder. Mi felicitación, de paso, al que proyectó el escenario por su fina ironía. Nadie, a no ser el intrépido Damborenea, esperaba que el Congreso discutiera los dos temas claves planteados: el sindical, que, en sus variados aspectos, incluye una reconsideración de la política económica, y el tema tabú por antonomasia, el de la democracia interna, con todas sus implicaciones para una mejor distribución del poder.De no haberse conseguido el 25% de los puestos para las mujeres -un hito importante si es que no se diluye poco a poco, después de algunos amagos fallidos-, y si no se hubiera avanzado en el carácter federalizante del Estado, hubiéramos salido con la impresión de que este congreso no dejaba huella. Sin embargo, el que sepa descifrar los signos acumulados acaso comparta la opinión de que el próximo congreso puede convertirse en uno crucial en la historia del partido.

El signo más significativo es la vuelta a un enfoque socialista, que no sólo se había evaporado de la acción diaria, sino incluso del discurso político: combínese la política realizada con el comentario de que "el capitalismo es el menos malo de los sistemas económicos posibles" y se concluirá que lo más oportuno hubiera sido arrojar el socialismo al desván de los objetos inservibles. El secretario general, en el discurso de apertura, aparte de exaltar la labor realizada en estos últimos 14 años, de la que podemos sentirnos orgullosos, se centró en una frase de un compañero socialista, que no quiso nombrar y que, tal vez por razones distintas, prefiero también silenciar, que hacía referencia a una falsa división del trabajo por la que los socialistas inventan el futuro, mientras que la derecha acapara el poder en el presente. Lo correcto, decía aquel compañero y no deja de repetirlo desde entonces Felipe González, es que los socialistas vayamos inventando el futuro en el trabajo diario. Se hace socialismo, domeñando el presente desde un horizonte de futuro que no coincide con la sociedad actual.

Felipe González ha vuelto a la vieja y, a mi entender, todavía válida concepción bersteiniana, por la que el camino es todo y la meta nada. Siempre habrá para los socialistas una tarea concreta y urgente que llevar a cabo en el afán común de erradicar la explotación y las desigualdades. El socialismo es un continuo esfuerzo de democratización que alcanza a todas las esferas de la vida social, económica y política. Instructivas, como veremos, son las implicaciones de esta concepción del socialismo, a la hora de plantear los problemas que conlleva la democratización interna del partido.

El segundo signo no es menos satisfactorio: hubo consenso en que en el momento actual la prioridad de una política socialista es, sin duda alguna, la lucha contra el paro. Y, si no se cree ingenuamente que basta una tasa determinada de crecimiento y un índice de inflación bajo para que en un plazo prudencial desaparezca, hay que plantear con imaginación y valentía una política activa y directa de lucha contra el paro, pese a que roce intereses básicos de las clases dominantes. En cuanto exista la voluntad política de combatir el paro, con todos sus riesgos y consecuencias, ya habrá ocasión de discutir las distintas estrategias posibles, y con esta discusión nos pondremos en vías de solventar las dificultades que separan a la mayoría socialista de los sindicatos. Una política económica de izquierda significa hoy establecer como prioridad indiscutible la lucha contra el paro, conscientes de la necesidad de un cierto equilibrio entre los demás objetivos, pero sin aceptar que la única variable que permanece desorbitada sea la del desempleo.

El congreso se ha caracterizado por la voluntad mayoritaria de retomar el discurso socialista, aunque se haya evitado cuidadosamente contrastarlo con la política realizada. No es poco, sin embargo, que hayamos recuperado algunos puntos de referencia esenciales, desde los que señalar omisiones e incompatibilidades. La contradicción más llamativa es recurrir por una parte a la comprensión del socialismo como un proceso interminable de democratización, y bloquear, por otra, la discusión sobre las insuficiencias de la democracia interna -siempre nos parecerá insuficiente, por mucho que avancemos- con la afirmación ultraconservadora, cuando no simplemente demagógica, de que desde el origen del partido habíamos alcanzado las cotas más altas imaginables de democracia.

El que, pese a los problemas existentes, alguno tan grave como el distanciamiento creciente entre Gobierno y sindicatos, la gestión se aprobase con el 97% de los votos, pero cuando el voto fue individual y secreto la mayoría no llegase a 75%, es prueba palpable de la necesidad de democratizar los estatutos del congreso. El secretario general insistió en su discurso final en que la solidaridad y la comprensión por los colectivos que caracterizan a los socialistas no debieran servir de pretexto para no reconocer en la persona individual el sostén último de la libertad y la respon

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sabilidad: Para mí, el momento más triste del congreso fue aquel en que una buena mayoría de los delegados votaron que en lo sucesivo seguirían sin voto, delegando una libertad y responsabilidad intransferibles en unos cuantos portavoces. Sin caer en alguna forma de organicismo, hoy totalmente desacreditado, resulta difícil, si no imposible, defender otra fórmula que una persona, un voto. Estoy convencido de que la sensibilidad democrática que ha alcanzado el pueblo español no está dispuesta a tolerar por más tiempo los residuos de democracia delegada en el partido gobernante.

Tampoco estuvo el secretario general afortunado cuando puso hincapié en el carácter voluntario de la afiliación al partido, invitación implícita a que lo abandonen aquellos que no se sientan a gusto con las actuales reglas del juego. Estamos en el partido voluntariamente, no faltaba más que fuese obligatorio, dimensión mínima y negativa de la libertad, pero la Constitución establece que los partidos son canales importantes de participación, aspecto positivo de la libertad. El consejo de que se vayan a casa aquellos a quienes no les gusten los partidos en el estado calamitoso en que se hallan es inadmisible. No cabe renunciar a la libertad participativa que constituye al ciudadano libre y convertirse en "idiota", como llamaban los griegos al que se aparta de la política. No estamos dispuestos a renunciar a nuestra libertad positiva de participación, por poco que nos gusten las instituciones en las que participamos; al contrario, estamos decididos, como socialistas, a luchar por mejorarlas, ampliando el margen real de participación.

En un país en el que el pluralismo es uno de los valores que consagra la Constitución, no se comprenden los recelos expresados a que el militante se mantenga abierto a todos los medios de comunicación, sin pedir al periodista que nos requiere para una entrevista, un comentario o una información, que antes presente la cartilla de buena conducta ideológica, que, al parecer, reparte Ferraz. Nada entendí de las alusiones indirectas, hasta que escuché que no se condenaba escribir en los "órganos de la derecha", concepto, por lo demás, muy relativo, sino que había que evitar únicamente aquellos que se caracterizan por su contumaz oposición a todo lo que de lejos huela a socialismo. Caí entonces en la cuenta de que el secretario general se quejaba de que hasta uno de sus más calificados asesores escribiese en The Wall Street Journal, falta que le debe ser perdonada por la calidad, aunque no comparta sus ideas, del artículo publicado.

El ilustre romanista alemán Karl Vossler escribió que los españoles nos hemos distinguido por nuestra indisciplina en la acción -no en vano inventamos la guerra de guerrillas-, a la vez que, en el pensamiento, por la ortodoxia más conformista, cuando no fanática. ¡Qué España haríamos si dejamos de pensar todos lo mismo y de hacer cada uno lo que nos viene en gana! Ya es hora de que seamos disciplinados en la acción y guerrilleros en el pensamiento.

No sería justo terminar sin crítica para el sector crítico. Dos me parecen los mayores desaciertos. Prirnero, recurrir a una retórica que enfatiza el adjetivo anticapitalista, sin concretar los sectores sociales a los que se dirige su mensaje y con qué propuestas. Segundo, haber presentado una enmienda sobre posibles coaliciones para el caso de que se pierda la mayoría absoluta. El ala izquierda que, en embrión, ha surgido en el XXXI Congreso, nace con una voluntad mayoritaria, dispuesta a luchar por una nueva mayoría absoluta, lo que exige el giro a la izquierda que se reclama. Los votos se pierden por la política derechista que se realiza, ya que el país sigue necesitando una pasada por la izquierda y sigue existiendo una mayoría social progresista decidida a apoyarla.

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