Alarma en la balsa de aceite
LA SOMBRA que había planeado sobre las sesiones del 312 Congreso del PSOE, clausurado ayer en Madrid, tomó cuerpo cuando Nicolás Redondo subió a la tribuna para dirigirse a los delegados. El secretario general de UGT hizo un discurso sobrio, sin concesiones a la eufórica emotividad tradicionalmente asociada a las clausuras de congresos. De sus palabras se deduce que los motivos que determinaron el distanciamiento de UGT respecto al Gobierno, incluida la mutua desconfianza, no han sido superados por el congreso. Con todo, en la respuesta de González hay elementos que no habían aparecido hasta ahora en la discusión.La expectación que la presencia de Redondo había suscitado estaba justificada. Es tal la extensión del poder de los socialistas, apenas inquietados por sus flancos, que hasta la oposición más visible proviene de sus filas: la reticencia ugetista ha constituido durante los últimos años un contrapeso a la tentación hegemonista del PSOE. Ello ha magnificado el carácter, de esa oposición. Sin embargo, la representada por UGT no es una oposición radical. Redondo, perteneciente a la tradición del socialismo vizcaíno, reformista, prietista, lo puso ayer de manifiesto una vez más al recordar la moderación de su política reivindicativa y su voluntad de no desligarse del proyecto socialista.
Si desde sectores del Gobierno se ha tendido a exagerar el obstáculo que para determinadas iniciativas ha supuesto la oposición de UGT, ello se debe a que en una balsa de aceite cualquier movimiento que agite la simetría provoca alarma. Pero nunca ha sido para tanto. Si Felipe González ha logrado triunfar allí donde con recetas similares fracasó el centrismo es porque los socialistas han dispuesto de los medios que faltaron a sus antecesores. Entre otros, la influencia moderadora en el mundo laboral derivada de la posición mayoritaria de UGT en el movimiento sindical. Es cierto que últimamente las grescas de familia han proliferado más que las reconciliaciones, pero nunca aquéllas han desbordado ciertos límites. Por una razón: que así como el Gobierno no se ve agobiado por alternativas exteriores mínimamente viables, UGT sí tiene alternativa dentro del mundo sindical. Por ello, un divorcio definitivo perjudicaría proporcionalmente más al sindicato que al Gobierno. De ahí el difícil equilibrio a que se ve obligada la central socialista: un excesivo seguidismo la neutralizaría, pero una ruptura drástica favorecería la hegemonía de Comisiones Obreras en el mundo sindical.
Felipe González evitó entrar en polémica directa con Redondo, cuya intervención calificó de "correcta en el fondo y en la forma". En el discurso de González hay incluso algunos elementos que pueden permitir un debate fructífero. Al señalar la relación entre los contenidos del proyecto socialista y los métodos para llevarlo a la práctica, González otorgó a la concertación un papel sustancial, estratégico y no meramente instrumental. Simultáneamente estableció una pro puesta de prioridades en la que los objetivos de modernización del aparato productivo ceden su posición, hasta ahora predominante, a los relacionados con el paro juvenil y la redistribución: sanidad, educación, pensiones, etcétera. De la articulación entre ambos elementos podría deducirse un giro significativo. Por una parte, supondría responder a las demandas ugetistas, y de otros sectores, de otorgar mayor protagonismo a las asociaciones intermedias, rompiendo la tendencia a anularlas en aras de la relación directa entre el líder y la sociedad. Por otra, podría significar el anuncio de la entrada en liza de lo que hace unos meses dio en llamarse micropolítica: prioridad a aquello. que repercute más inmediatamente en el bienestar de los ciudadanos. Ahora bien: esa rectificación exige recomponer las relaciones del partido del Gobierno con la sociedad, y especialmente con los sectores que en su día impulsaron, sin esperar al triunfo socialista de 1982, el cambio social que hizo posible aquella victoria. Ello implica, desde luego, un cambio de estilo (y las recomendaciones de González sobre los comportamientos personales de los militantes no dejan de esconder una sutil autocrítica al respecto), pero también una redistribución de papeles. La política del Gobierno debe responder a intereses más amplios que los de la base social natural del proyecto socialista. Pero la coherencia del proyecto exige que el partido mantenga una cierta autonomía -o sea, alguna tensión crítica- respecto al Gobierno, lo que le permitiría actuar como instancia de mediación no sólo con los sindicatos, sino con el entramado social en su conjunto.
A su vez, esa función exige renovar las cúpulas dirigentes. No es posible que el partido sea un buen transmisor de las frustraciones o nuevas aspiraciones de la sociedad si se mantiene el actual modelo de partido cuasi institucional, de funcionarios, convertido en mero apéndice del Ejecutivo. La aceptación de la propuesta sobre los cupos de presencia femenina en los órganos de dirección y listas electorales supone un avance en esa dirección, aunque está por ver si se trata del principio de algo o de una medida defensiva para evitar una sorda disidencia. Seguramente la dimensión de la anunciada remodelación gubernamental será más indicativa al respecto que la tímida renovación producida en la ejecutiva. Esa timidez parece indicar que la inercia del poder sigue siendo más poderosa que la conciencia de la necesidad de aplicarse a sí mismo la consigna del cambio. En las actitudes y en las personas que han de encarnarlas.
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