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Dorado

La Navidad son los regalos, la imaginería canadiense, los dulces de almendra, pero sobre todo una carga sentimental sin tasa. Los metros cúbicos de tierra que desplazan los seísmos, el fango y el agua que remueven las riadas, las toneladas de minerales cocidos que derrocha un volcán, sólo son comparables con la superproducción emocional de las navidades. El genuino carácter de esta fiesta no reside tanto en su tradición ritual como en su transacción humoral. Especialmente, el caudal de secreciones internas destinadas a desarrollar el humor melancólico (humor negro o bilis atra), resulta fundamental para lograr esa peculiar calidad, entre la benevolencia y la vagancia, que caracteriza a la caridad humana.La melancolía. De todo el cortejo de buenos sentimientos con que se aderezan las navidades, la melancolía es el que no puede faltar nunca. Freud, en un escrito titulado Luto y melancolía, distinguía al primero del segundo en función del objeto que ocupa desesperadamente la pérdida del ser amado. En el primer caso, con el luto, son los recuerdos o pertenencias del ser querido, los que se convierten en su sucedáneo. Pero, en el segundo, es el propio yo de quien padece la ausencia quien se constituye en el centro del amor apenado.

En el luto, el sujeto sabe con lacerante fijeza lo que le falta y la falta es irremediable. En la melancolía, en cambio, el sujeto no precisa bien cuál es el vacío que le desazona; y presiente, de otro lado, que esa vacuidad no es implacable. El melancólico sufre en un acorde donde él mismo, afamado como objeto de dolor y de deseo, se mece; y se ve meciéndose.

La Navidad es el regazo donde una sabia complicidad temporal vuelve a todos los pobladores melancólicos. No importa cuál sea la situación particular, el plan con el que se pretende colectar felicidad individual o el rencor con que se aguantan las cenas de familia. En Navidad, por unas cosas u otras, todos somos merecedores de lástima y dignos de este cariño invernal, triste y narciso.

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