Un juego lingüístico con trampa: la sociedad civil
Que en Occidente vivimos una época neoconservadora y que los Gobiernos, todos los Gobiernos occidentales, llámense conservadores, de centro o socialistas, están haciendo una política de ese tipo es un hecho indisputable. Pero que esta política pueda denominarse también, con razón, liberal o neoliberal, es otra cuestión. Y, sin embargo, a la intención de hacerlo creer así obedece la boga impuesta de la expresión sociedad civil, empleada hoy, sin crítica, por muchos, incluso en este mismo diario. Muy oportuna y acertadamente, al tema de la sociedad civil se ha dedicado un simposio en el Instituto Fe y Secularidad, con el patrocinio conjunto de la Fundación Friedrich Ebert, en el que han intervenido estudiosos tan prestigiosos como Juan Linz, Víctor Pérez Díaz, autor del reciente libro El retorno de la sociedad civil, y en el que a última hora se vio imposibilitado de participar Salvador Giner, cuyos últimos libros constituyen una importante crítica del presente y futuro de tal concepción de la sociedad, y asimismo Elías Díaz e Ignacio Sotelo, además de quienes consideraron la cuestión desde un punto de vista ético-filosófico, como Javier Muguerza y Adela Cortina; religioso, como Antonio Duato; de los nuevos movimientos sociales, así Antonio García Santsemases, o del modo más afín al mío, Francisco Laporta y Luis de Sebastián.Personalmente, pienso que el concepto sociedad civil tiene una jgnealogía muy clara, que es menester considerar, porque la referencia, implícita, a ella es la razón de su moda actual, la que permitiría hablar del retorno de aquella sociedad y de su neoliberalismo. Veamos esa genealogía.
La expresión, por entonces introducida aún, societas civilis fue la denominación escolástica tardía del Estado y del Gobierno de la res publica o pueblo, expresión equivalente, por tanto, a auctoritas politica y a potestas civilis, locuciones en las cuales, respectivamente, el carácter moral de la autoridad era compensado con el adjetivo política, y a la inversa, la carga semántica del poder del vocablo potestas era aligerada con el adjetivo civilis. Civilis, civil, en contraste con la incivil, brutal relación que, según Hobbes -homo homini lupus-, habría caracterizado a la situación anterior.
Pero fueron el inglés John Locke y los tres escoceses David Hume, Adam Smith y Adam Ferguson quienes tradujeron, desestatalizándola y dotándola de un nuevo sentido empresarial, la dicción escolástica. Y así, Locke entiende la nación como sociedad civil (o política: vacila todavía en cuanto al adjetivo), y ésta como empresa, commonwealth o riqueza común, cuyos miembros de pleno derecho serían, según se diría o se podría decir después, sus accionistas, los que poseen una inversión o participación en ella. Pronto Hume vería en el egoísmo racional el fundamento indirecto de la moral; Adam Smith, tras él, distinguiría netamente el sentimiento fundante de la moral, la simpatía, del sentimiento económico por antonomasia, el egoísmo racional y competitivo, y titularía su famoso libro La riqueza de las naciones, y no de los Estados, y finalmente Adam Ferguron, diferenciando esa nueva sociedad, básicamente mercantil e industrial, liberal, del resto de la sociedad, la bautizaría con el nombre de civil society y escribiría su histoy.
Y esto es lo que desde nuestra perspectiva, que no es ya, claro está, la de Ferguson, resumidamente, estoy tratando yo de presentar aquí: la génesis de la sociedad civil. Dos conceptos, continental e insular, operaron así a finales del siglo XVIII. El primero, codificado por la Revolución Francesa, de nación y Estado nacional, y el segundo, británico, de sociedad civil y Estado liberal. Dos tipos modernos se contrapusieron de este modo: el citoyen y el burgués (llamado así en el Continente, pero no -cant inglés- en las islas Británicas).
Fue Hegel quien, premarxianamente, tradujo a la lengua realmente hablada, o pronta a hablarse, la elíptica expresión inglesa civil society por Bürgerliche Gesellschaft, esto es, sociedad burguesa, sociedad del sistema de los económicos intereses egoístas de cada cual, y por eso sobre ella erigió el sistema de la eticidad, el Estado ético.
Marx, que se creyó enteramente libre de toda ideología moral, rechazó esa pretendida síntesis hegeliana y vio en el Estado simplemente el instrumento de opresión de¡ proletariado por la burguesía. Pero la socialdemocracia, volviendo parcialmente a Hegel, creyó poder moralizar el Estado, al menos en cuanto a satisfacer las necesidades primanas de la población entera: Estado moderadamente ético, socializador de la moral de la previsión, la seguridad y el bienestar material, Welfiare State, o, como lo denomina nuestra vigente Constitución, Estado social y democrático de derecho.
Ahora bien, es justamente frente al Welfare State, o mejor dicho, contra su fundamento -pues su desmontaje total es, por ahora, imposible- como se alza, en un nuevo avatar, según diría Salvador Giner, la ideología eufemística de la sociedad civil, que ha sustituido a la expresión sociedad industrial, de los tiempos de Raymond Aron, en boga hace años, pero que se quedó estrecha. ¿Sociedad burguesa, según tradujo Hegel? No, ya no: la palabra burgués se ha vuelto demasiado burguesa. Todos somos, en acto o en aspiración, burgueses. Y hace ya por lo menos 30 años que se viene hablando del aburguesamiento del proletariado.
No; los nuevos empresarios, los nuevos ejecutivos, los yuppies, los del espíritu emprendedor y, entre nosotros, los de "la España que despierta" del número primero de El Globo, rechazarían despectivamente la autodeterminación de burgueses, pues, según ellos, el Estado actual es una traba a su capacidad de acción, y por eso, bajo expresiones antifrásticas, como la de public choice, lo que reclaman es la privatización de casi todos los servicios públicos o, mejor dicho, de los servicios que pueden generar beneficios, aunque, por supuesto, pidan del por ellos llamado minimal State que socialice las pérdidas, que sufraguen, aumentándolo, el gasto público en armamentos, investigaciones para la guerra de las galaxias, el Ejército. Y, por otra parte, muy lejos de cualquier liberalismo o libertad de mercado, el corporatismo de las Corporations, burocratizado y planificado, se impone por doquier, y no menos en la esfera privada de las multinacionales que en la estatal.
La desarticulación del proletariado y, no menos, la de las clases media y alta, así como la internacionalización de la economía y el neocolonialismo han favorecido este corporatismo oligopolítico y transnacional. ¿Que se quiere llamar a este nuevo colectivo, o incluso nueva clase social, sociedad civil? El nombre no hace a la cosa, pero puede enmascararla, y en nuestro caso la enmascaran doblemente. En primer lugar, la colectividad hoy llamada así tiene poco que ver con la relativamente liberal del siglo XIX -liberal en la medida en que no había competencia, pero proteccionista tan pronto como la competencia surgía-, porque, como ya he dicho, la sociedad hoy llamada así no es ya librecambista, sino corporatista. Y, en segundo lugar, intento de tergiversación todavía mucho más grave, la así llamada sociedad civil no es, de ninguna manera, la totalidad de la sociedad, no siente por ésta la menor solidaridad, y el tan cacareado en Inglaterra capitalismo popular llega, como muchos, a algunos reducidos sectores de la vieja clase media.
¿Qué tienen que ver con la sociedad civil los nuevos movimientos sociales alternativos, los jóvenes -y maduros- en paro, los marginados de toda especie, las minorías más o menos étnicas y, con frecuencia, nacionalismos, etcétera? Sólo por ingenuidad o por voluntad de confusión puede suponerse incluido el conjunto de la sociedad en el grupo privilegiado de quienes detentan unos nuevos poderes fácticos, sociales, sí, pero que se sustraen a toda responsabilidad social.
La verdad es que se tiende a hacer un uso ambiguo ole la expresión sociedad civil, que significa directamente lo que a partir de su genealogía se está tratando de explicar en estas líneas, pero que se deja sobreentender que abarca a toda la soc¡edad, y por ello se insiste en su pluriformidad y se presenta una varia tipología, y hasta topología -la sociedad civil aquí, allá y acullá-, de lo que ella es o puede ser y de lo que la constituye. En el mismo sentido y con la misma intención, es frecuente que se ponga el acento en la significación civil frente a militar y/o frente a eclesiástica, sin hacer parar mientes en el creciente carácter civil del actual complejo mililtar y en el hecho de que, a lo largo de la historia, unos poderes fácticos sustituyen a otros; pero lo que realmente caracteriza a todo poder de esa clase es su sustracción al control y la responsabilidad políticos.
Como el discreto lector comprenderá, no tengo la pretensión, lejos de mí, de presentar un modelo ideal y plenamente satisfactorio frente a este, tan discutible, de la sociedad civil. Lo úníco que entraba en mi propósito era, como ya anuncié desde el título mismo, deshacer una tirampa semántica y mostrar que, se piense lo que se quiera de la llamada sociedad civil, ella solamente constituye una mínima parte de la sociedad, y sus intereses están muy distantes de coincidir con los de ésta y de poseer un auténtico sentido de comunidad, de ciudadanía, concepto del que se hizo breve mención arriba y que, frente a toda suerte de desmedidas privatizaciones, es menester mantener.
La. sociedad civil clásica fue, como vimos, una invención británica. Su readopción, o reapropiación actual, una invención americana.
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