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Gustavo

Siempre he clasificado a los grandes poetas en dos grupos: los poetas que admiro y los poetas que amo; nunca, por ejemplo, me enamoraré de Constantino Kavafis, aunque su obra me resulta apasionante; por el contrario, desde que abrí en una tarde de otoño -otoño tenía que ser aquella tarde- El libro de los gorriones anduve loca por Gustavo Adolfo Bécquer, hasta tal punto que recuerdo su lectura como uno de los mayores descubrimientos vitales de mi adolescencia.Gustavo -porque encima sabías que no se enfadaba si lo llamabas por su nombre-, además de genial, era guapetón, tuberculoso, pobre... ¿Qué más le podía pedir una quinceañera introvertida a un poeta?

Yo me lo imaginaba escribiendo con sabañones a la luz de una única vela o paseando su preciosa palidez por las endemoniadas callejuelas de Toledo, y en seguida me entraban unas ganas imperiosas de mimarlo. mucho, de achucharlo contra mí para que no se enfriase o llevarle a casa y plantarle delante un buen cocido.

Por eso, por ese amor que le tuve y le sigo teniendo, me duele tanto que en los últimos añosa cierta gente le haya dado por desprestigiarlo, por decir que es cursi, aburrido y flojo... ¿Cómo se atreven? ¿Qué sería de la poesía española moderna si Bécquer no hubiera existido?

Curiosamente, sus más acérrimos detractores son los poetas ripiosos, quienes, por cierto -sospechosa se hace la coincidencia-, también critican a mi otro gran amor, Pedro Salinas, con las mismas argumentaciones, alguna de ellas tan sólidas como la de que "ya no se lleva". Vamos a ver, ¿el qué no se lleva? ¿El intimismo? ¿La ternura?¿Los poemas que tratan de lo humano, de lo vulnerable? ¿Toda la poesía lírica, en suma? No, afortunadamente, no.

Lo que en realidad les ocurre a los ripiosillos es que atacan lo que temen, o sea, el contenido, porque aparte de inútiles lucubraciones sobre la forma y manidas vivencias literarias no tienen nada que decir; y claro, Gustavo Adolfo, con lo hablador que tú eres...

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