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El significado del acuerdo vasco frente a la violencia

El acuerdo contra el terrorismo firmado por la mayoría de las fuerzas parlamentarias no es una panacea ni es el mejor de los posibles, pero es el más importante de los alcanzados hasta ahora para deslegitimar el uso de las armas como instrumento de acción política. Y en todo caso, plantea un reto a quienes piensan que los problemas vascos deben ser resueltos por los vascos.

El reciente acuerdo, alcanzado y firmado por la inmensa mayoría de los partidos con representación en el Congreso de los Diputados, representa un avance considerable en el proceso de articulación de una conciencia y una voluntad colectiva en favor de la paz. Hasta esa fecha no había sido dificil encontrar consensos más o menos genéricos de rechazo y condena a la violencia, pero había sido prácticamente imposible avanzar en una formulación en positivo de las condiciones para la deslegitimación de las armas como instrumento de acción política, que es, precisamente, lo que nos ofrece el acuerdo de Madrid.En cualquier caso, y procurando evitar toda tentación de triunfalismo estéril, no está de más señalar que este acuerdo no es una panacea en sí mismo, ni resulta el mejor de los posibles. Y no me refiero tanto al texto firmado, como al proceso seguido para su aprobación, a ciertas dosis de ambigüedad a la hora de ubicarlo dentro de la estrategia frente a la violencia y a la actitud mostrada por algunos de los partidos firmantes en su puesta en escena, que refleja más bien una fórmula pasiva de consenso cuya activación, es desde ahora responsabilidad tanto del anfitrión como de los invitados.

Pero, indudablemente, el acuerdo alcanzado contiene dos virtualidades fundamentales: desde la perspectiva del conjunto del Estado, representa el final de una larga y desgraciada historia de enfrentamientos y de utilización de la violencia como argumento para explicar y solventar conflictos políticos e institucionales, y, en lo que a Euskadi se refiere, no sólo abre una puerta al acuerdo a alcanzar entre los partidos vascos, sino que nos plantea un reto a quienes siempre hemos considerado que los problemas de los vascos los debemos solucionar los vascos.

La base fundamental de este necesario acuerdo es, en realidad, muy simple. Se trata de definir una estrategia que, más allá de una mera declaración de principios, sitúe los problemas directamente vinculados al fenómeno de la violencia separadamente del resto de problemas que aquejan al conjunto de la sociedad vasca. Y, sin olvidar éstos, ni las discrepancias que persisten sobre la forma de afrontarlos, se trata de plasmar, en el papel y en la actuación política, los puntos comunes necesarios para un tratamiento específico del problema de la violencia. Porque, en definitiva, nadie puede pedir nada a cambío de la paz.

Reticencias

Tanto entre nosotros como -sorprendentemente- fuera de Euskadi, han surgido voces reticentes a la aceptación de este principio. Esas reticencias muestran, en el mejor de los casos, desconocimiento y un afán de comprender el problema vasco comparable al empeño con que algunos vascos se hacen los incomprendidos, que les lleva a buscar salidas pretendidamente originales, aun a costá de los más elementales principios democráticos. En el peor de los casos, persiste el sentido cínico de la política en quienes tratan de aprovecharse del viaje hacia la paz para llenar las alforjas, por supuesto, las suyas. Unos y otros o no ven o no quieren ver lo que hoy, realmente, significa ETA. No ven o no quieren reconocer las condiciones objetivas y subjetivas bajo las cuales sus miembros podrían estar dispuestos a dejar las armas. En la opinión de quien esto suscribe, y entiendo que contrastada con los hechos, tales condiciones poco tienen que ver con los grados de autogobierno reivindicados en tal cual documento, y tienen que ver mucho con la nitidez con la que desde las filas de ETA se perciba el callejón sin salida en el que se encuentran metidos.

Bien es cierto que la violencia es un problema político, pero, hoy y aquí es un problema político de quienes empuñan las armas, de quienes apoyan y legitiman su uso por activa o por pasiva. La ruptura existente en la sociedad vasca entre ellos y quienes defendemos la democracia no sólo como sistema de representación, sino como forma de entender la convivencia y la libertad, sólo se superará si los violentos abandonan toda estrategia de coacción e imposición y se reintegran a una vida social y política normalizada, y si los ambiguos abandonan definitivamente esa visión de la política como prolongación de la guerra por otros medios y asumen la responsabilidad que nos toca a los demócratas: procurar y facilitar la reintegración de los primeros.

El acuerdo a alcanzar entre los partidos vascos no puede ser un acuerdo de todos y de nadie. Ha de implicar al conjunto de la actividad de los partidos firmantes, ha de inspirar la actuación política de todos y cada uno de nosotros, convertirse en voluntad común y en una única voz. Tampoco puede ser un acuerdo más, sino el acuerdo definitivo que sitúe un límite en el tiempo para una solución democrática y no traumática al problema de la violencia, que es, sin duda, un factor de bloqueo político y de división y desarticulación social.

Marginar la violencia

Y ha de ser un acuerdo urgente. La convicción de que nos encontramos ante un proceso irreversible de marginación de la violencia y de sus efectos políticos y sociales, precipitado incluso por factores de orden intemacional, no puede llevarnos a esperar cómo se desarrollan los acontecimientos en la trastienda de toda esta historia. En lo que nos toca, y desde la firme defensa de los principios democráticos, nos corresponde situar los términos de la normalización política, y situarlos con la celeridad precisa no sólo para aprovechar una coyuntura que, sin duda, es la más esperanzadora de las que hemos conocido hasta ahora, sino para adelantarnos a los acontecimientos, especialmente a los imprevisibles. Normalidad y civilidad se convierten en sinónimos, por lo que los partidos democráticos vascos no podemos ceder el protagonismo que legítimamente nos corresponde, que corresponde a la propia sociedad vasca.

Por eso, más allá del qué y el cuándo, el cómo de este acuerdo determina su significado real. La necesidad del acuerdo vasco va más allá del posicionamiento frente a la violencia, e incluso de la presión social para que se negocie la paz en términos posibles y democráticos. El liderazgo de la Euskadi de los noventa no podrá sustentarse en sutiles quiebros y sagaces maniobras, ni en sugerentes tablas reivindicativas. No cabe hablar de liderazgo si no es sobre la base de un mínimo consenso para recuperar Euskadi, para regenerar nuestra sociedad, nuestra economía y nuestra cultura. Y recuperar Euskadi significa recuperar el consenso perdido. En este caso significa articular un consenso activo frente a la violencia, entendiendo que el intento se convierte en prueba de fuego de nuestra capacidad para reconocer la política de acuerdos no como algo coyuntural y transitorio sino como una constante a asumir sincera y generosamente en la estrategia política de todos y cada uno de los partidos vascos.

Se trata de buscar un acuerdo cuyo alcance trascienda el actual panorama político y permanezca como básico en el futuro. Para ello es imprescindible que se generalice el acercamiento como actitud frente a las tentaciones de distanciamiento entre las fuerzas políticas, que permita la renovación en forma y contenidos de una política para después de la violencia. De todo esto, algo queda claro: no se puede emprender la tarea desde la desgana y el escepticismo.

Kepa Aulestia es secretario general de Euskadiko Ezquerra.

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