El desarme
Hay cosas sobre las que no cabe la menor duda. Uno puede preocuparse por nimiedades de la vida tales como la subida del precio del zumo de fruta durante el verano, una regla económica explicable, o la inminente suspensión de pagos de cierta fábrica de radiadores ante la inexplicable evolución de la meteorología. Pero la categoría de otros hechos nos obliga a aceptarlos no con preocupación, sino con fe. La magnitud del prodigio altera la percepción, y así nadie pone en tela de juicio que el desarme sea para la humanidad un regalo del cielo y de sus potencias representativas aquí en la tierra, y en el peor de los casos, al contrario que los conservantes en los zumos enlatados, en nada puede resultar perjudicial para la salud. Dos razones avalan la esperanza milenarista que se deposita en este hecho. Por un lado, nos lo anuncia un príncipe de Las mil y unas noches: Shevardnadze. Y por el otro, el monosilábico heredero de una larga tradición de ingeniería alemana trasplantada al nuevo mundo: Shultz. Nadie puede dudar de una profecía que viene de la mano de la imaginación y de la técnica. Sin embargo, yo me permito dudar.No hay arma que el hombre haya inventado para después no utilizarla. Un ejemplo histórico, que ahora nos enternece con la añoranza de la inocencia perdida, es el de la ballesta, instrumento excomulgado por los papas y renegado por todo aquel que se considerara un caballero, por su mortífera acción. Solamente los suizos, que carecían de escrúpulos bélicos, como sus sucesores de escrúpulos bancarios, la utilizaron. Hoy día, en el dilema de exterminamos de forma más o menos eficaz, más o menos completa, el debate no radica en saber si Europa será el teatro de una guerra atómica o si, de manera más sensata, nos limitaremos a que los blindados soviéticos lleguen a Brest en 48 horas, cruzándose, con caluroso intercambio de pareceres, con los blindados norteamericanos, que alcanzarían Kiev en el mismo período de tiempo. Para el hombre de la calle, pacífico consumidor de zumo de fruta al precio que sea, cualquier posibilidad de guerra, atómica o convencional, es un desastre.
De mi niñez burgalesa recuerdo, como memoria de conflictos armados, los enfrentamientos entre rapaces del barrio de San Pedro de la Fuente y colegiales de La Castellana. En términos ideológicos, la batalla alineaba las fuerzas infantiles del proletariado burgalés (cuyas fuerzas adultas cumplían condena en el penal desde el año 1939) contra los herederos del mercantilismo (momentáneamente libres de proseguir la guerra mientras sus progenitores hablaban de la suya en el casino). La lucha de clases y de barrios, entre burgaleses rojos y burgaleses blancos, no llegaba a tanto que hiciera desear la posesión de la ballesta antes de que el otro bando alcanzara a fabricarla. El proyectil usual era la piedra. El arma de hostigamiento personal era la estaca. El tradicional laconismo militar describía la situación de choque como drea o varea, según el arma empleada.
Con el tiempo, los dos barrios, en aquella cerril generación, dejaron de enfrentarse. El cese de las hostilidades coincidió poco a poco, y como solapadamente, con el paulatino interés que despertaba otro común y desconcertante objeto de atención: las niñas, las mujeres. Dejamos mutuamente de abrirnos la cabeza cuando empezamos a desear un pecho, y atacando unas trenzas por detrás, lo que torpemente buscábamos era un beso. Ahora, casados los unos y los otros, instaurada la democracia y sus mecanismos reguladores que excluyen, al menos fisicamente, la presencia de garrotes y proyectiles en la mesa de negociación, me figuro que el enfrentamiento será sindical, esto es, institucionalizado. Pero lo que me interesa señalar es lo siguiente. La paz entre los barrios, o la ausencia de conflicto, no nació de un acuerdo, sino de la evolución de los instintos.
Ahora aquellos años se me aparecen como una alegoría, especialmente en su desenlace. Pero dejemos de lado la cartografía infantil de una ciudad para interesamos por la estrategia planetaria. No es la primera vez que asistimos a una operación de desarme, y se me antoja, de manera quizá superficial, que algo tiene que ver con una sesión de maquillaje. Dos viejas actrices, rivales en una escena demasiado real, deciden abandonar el plató a punto de ser dinamitado, para retirarse a un camerino común y reaparecer ante la Prensa con su belleza realzada. Recuerdo una imagen algo antigua en la que centenares de cazabombarderos aparecían destruidos, aserrados sencillamente por la mitad como juguetes obsoletos, en una Ranura de Nevada, mientras en una llanura siberiana un número equivalente de aparatos de similares características eran a su vez inutilizados. La operación formaba parte de un convenio más amplio de reducción de armamento clásico. Más tarde hemos sabido, y entonces hubiéramos debido imaginar, que aquellos aviones ya habían sido superados, y que se destruía la ballesta cuando ya se había inventado el fusil. Su eliminación no respondía, pues, a una voluntad real de entendimiento pacífico, sino a la necesidad de aliviar los presupuestos militares de gastos inútiles de mantenimiento, cuando todos los fondos disponibles eran necesarios para preparar la guerra del futuro. Nada se perdía con rodear la acción con un halo de buena voluntad y cariñosa propaganda.
El príncipe oriental y el breve Shultz juegan en estos meses la misma pantomima. Uno comprende las necesidades que la política de la perestroika tiene de renovar su imagen, como creo que su nombre indica, y la no menos acuciante motivación de la Administración republicana por presentar a su opinión algún resultado espectacular cuando sólo dispone de un gastado presidente, sobreviviente del mundo del espectáculo, para seducir a su electorado. Yo espero que las reuniones de negociación se prolonguen indefinidamente y que se abran otras nuevas, por las mismas razones que es preferible que la gente hable en lugar de que comience a arrojarse toda clase de objetos a la cara. Pero el 80% de un acuerdo de desarme consiste en deshacerse de una tecnología militarmente superada o en vías de superación. La suspicacia y desconfianza de las partes reside únicamente en no saber con exactitud cuál ha sido ese grado de superación por parte del adversario. El 20% restante pasa a beneficio exclusivo del negocio internacional de la chatarra y multinacionales del desguace. La labor del diplomático consiste en que, a pesar de todo, la acción devengue un rédito político, una promoción de imagen y la falsa conciencia de que algo va mejor. Pero yo sólo confío, y me queda esa esperanza, en la evolución de los instintos y que algún día se sienten en una mesa de negociaciones pacíficos mutantes.
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