El Camino de Santiago como futuro
Ahora mismo, es decir, el día 23, se va a relanzar, desde Santiago de Compostela, el viejo Camino de Santiago. Es una iniciativa del Consejo de Europa, que, en colaboración con el Gobierno español, tratará de "identificar los caminos que llevaban a Santiago, señalizarlos con un emblema común para su revitalización y para la restauración del patrimonio arquitectónico situado en su entorno". En definitiva, se aspira a "una mejor toma de conciencia de la identidad europea". Y aquí, creo yo, está el núcleo de la cuestión.Al revitalizar el camino se piensa que, de alguna manera, también quedará revitalizada la personalidad de Europa. Ahora bien, ¿cómo se define el Camino de Santiago desde la perspectiva de nuestro tiempo? ¿Vamos a analizarlo con el prisma exclusivo de lo religioso? ¿Con el cultural? ¿Con el socio-económico? Posiblemente el camino tiene algo de todo ello -lo religioso en primerísimo, esencial lugar- y, a buen seguro, algo más. Ya sabemos lo que esta auténtica vía regia de lo europeo significó en el pretérito. Mas ahora, ¿qué ocurre? Porque ahora todo ha cambiado. La crisis del sentido de lo trascendente es muy aguda. Los hechos históricos agonizan desgarrados por la multiplicidad y la heterogeneidad de las doctrinas. Por otra parte, ya no atinamos a deslindar con rigor las vigencias de lo económico y, en consecuencia, el paisaje que ellas abarcan.
Con todo, si somos humildes y nos atenemos a la realidad estricta, algo hay que resuena por debajo de cualquier consideración histórica o, simplemente, sociológica. Ello es que el Camino de Santiago constituyó algo así como un rito necesario e inevitable. Como una fe de vida que, al alargarse en el tiempo, fue disolviéndose en costumbre, en hábito, en hacer lo que se hace. Pasamos así de un primer impulso ingenuo y potente a una reiteración dirigida, programada y muy consciente de sus fines. Aquí, justo aquí, es donde aparecen los ideólogos y, con abundante materia documental -literaria, plástica, arquitectónica, musical, etcétera-, van metiendo sus concepciones, sus ideas -y sus divagaciones- en las vueltas y revueltas del vial histórico. Entonces, en el estruendo de la dialéctica, y en el murmullo de los eruditos, desaparece ese resonar de río profundo que el camino suscitó -y aún puede suscitar-.
Por de pronto fue -y quiere volver a ser- una costumbre. Mas vayamos con cuidado, porque las costumbres, si lo son de verdad, siempre tienen la fuerza de un símbolo, o si se quiere, la estructura -por lo demás sumamente desvaída- de un mito. Por algo decía Schiller que en las costumbres se oculta, a menudo, "un profundo significado ("ein tiefer Sinn"). En lo que podemos llamar "la costumbre del Camino de Santiago" se oculta el hondo significado de Europa. No ya de aquella Europa que en tiempos ¡dos, y semiolvidados, supuso afanes comunes, aciertos comunes y, cómo no, errores comunes. No ya de aquella Europa que conformó su existencia comunitaria con arreglo a cánones compartidos -en medio de atroces luchas- y aceptó resignada, andando los siglos, la atonía, la desilusión, el escepticismo y, lo que me parece peor, la algarabía doctrinal. Sino, además, de la Europa semíparalítica, la que según Husserl presentaba, como máximo peligro, la fatiga. La costumbre del Camino de Santiago puede y debe insertarse en la Europa de nuestro tiempo, en la Europa de ahora mismo.
Pues hay algo sumamente revelador y, al tiempo, esperanzador. Esto: que la idea de Europa, su propia conciencia, puede encontrarse en un momento de arriesgada anemia. Pero su sustantividad, lo que constituye su afán por conocer, su tendencia "por naturaleza a saber", su apetito de avance cultural, su progreso social, en fin, todas las posibles e imaginables conquistas, ahí están, presentes unas y virtuales otras. Y me parece que la vieja denuncia de Denis de Rougemont, para quien a Europa le robaron todo y sólo le queda la cultura, me parece -digo-, vista a veintitantos años de la publicación de su libro, Vingt-huit siècles d'Europe, excesivamente pesimista. Soy un creyente en Europa. Y tengo la impresión -al seguir las evoluciones sociopolíticas y científicas europeas- que a nuestro continente aún le quedan muchas cosas por decir. Quizá no grandilocuentes, pero sí fecundas. Quizá no iterativas, y sí inéditas y ascendentes.
Por eso estimo que esto de ahora, es decir, la revitalización del Camino de Santiago, equivale a un paso importante. ¿Para qué? Sencillamente, para catalizar la vivencia de Europa como patria común. ¿Retocando el pasado? De ninguna manera. Cambiando el presente. Haciéndolo heredero, devolviéndole la conciencia de heredero. Recibimos algo y tenemos la obligación de potenciarlo. Tenemos la obligación de transformarlo. Hace años, en una de aquellas famosas recontres internacionales de Ginebra, alguien afirmó que Europa era la patria de la memoria. Y de todos es sabido la sentencia zubiriana según la cual "los griegos somos nosotros". Todo ello es evidente. Pero, de una parte, la memoria, para ser fecunda, necesita injertarse en el árbol de la vida. La memoria es una savia que asciende por finos canales hasta la flor radiante. Y el "afán por conocer" de los griegos se hace patente, y cobra hermosa realidad, cuando quien practica ese afán sigue una línea contemporánea de pensamiento radical. Dicho de otra forma: cuando vuelve a hacerse las preguntas fundamentales y, para responderlas, acude al acervo científico y artístico de nuestro tiempo. A la arqueología, sin más, debe sustituir la audacia mental. Ese es el fondo de nuestra heredad. De lo que heredamos. De ser, de tener que ser, por fuerza, herederos.
Ahora, y en la hermosa e ilustre ciudad de Compostela, meta del Camino de Santiago, va a celebrarse algo así como una ceremonia neobautismal. La antigua senda de los peregrinos comienza paradójicamente no en su inicio sino en su remate. Y esto, sin duda, posee un cabal sentido porque se aspira a que el camino se convierta en organismo vivo. Pero un camino así es, en último término, un diálogo. La posibilidad de un diálogo entre el que viene y el que se va. Ese diálogo -formidable conquista europea- está más allá de toda posible historia escrita. Es lo que se ha esfumado. Es, en definitiva, lo que ya no tiene historia. Por eso nuestro camino apenas si es definible en exactas palabras de concepto. Aseguraba Nietzsche que "sólo es definible aquello que no tiene historia". La tiene, y magnífica, el camino jacobeo. Pero el latido interior de las muchedumbres que por él transitaron, los ocultos deseos y pasiones de los caminantes, la conciencia difusa de su pertenencia a una instancia superior que los movía, eso allá queda, sepulto en los túneles de las almas peregrinantes. Y eso es, en sustancia, Europa.
¿Se ha desvanecido todo? De ninguna manera. Compostela marcha ahora camino de Europa, y Europa, a su vez, dirige sus pasos hacia la urbe metropolitana. Ambos herederos van guiados por una memoria difusa, por una tradición y por una costumbre. Dimensiones todas ellas radicalmente nuestras. Desde ese conjunto, a partir de ese rostro complejo, puede ir poco a poco cobrando bulto tangible la Europa en la que todos creemos y a la que todos respetamos. La Europa sin fatiga. La Europa que dice si a la historia, pero que no desea encadenarse ciegamente a la reiteración y a la inercia del pasado.
La Europa viva, digna de ser vivida.
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