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Resaca valenciana

Al mes largo del II Congreso Internacional de Intelectuales Antifascistas, celebrado en Valencia, raro es el colaborador de prensa, ensayista o comentarista político español que no ha dedicado unas líneas al desarrollo de los debates. La mayoría de ellos ha estado de acuerdo, aunque con matices, en unas cuantas cosas. En primer lugar, que la resonancia de ese congreso ha sido inferior a la del que se conmemoraba, el de 1937, hecho que quienes eso escribían en cierta manera estaban desmintiendo con su escritura. En segundo, que nunca segundas partes fueron buenas: el de este año ha defraudado, falto de un elemento aglutinador equiparable al carácter nítidamente antifascista que tuvo el primero. En tercero, la razón de que éste haya defraudado: lejos de constituir una plataforma de condena del imperialismo norteamericano, acabó convirtiéndose en una especie de cónclave de comunistas renegados cuando no de declarados anticomunistas de diversa extracción. De hecho, cuando fui invitado a participar, cierto revival republicano era de prever, así como la se diría que inevitable bullanga antiamericana, y aunque el republicanismo estaba demasiado fuera de lugar en todo lo que no fuese evocación histórica, algo de lo segundo, ese antiamericanismo tan socorrido de cada día, terminó aflorando. Así como el habitual turno de réplica. ¿O fue al revés, primero el anticomunismo y luego el antiamericanismo? Difícil saberlo cuando la manivela ha dado ya tantas vueltas desde que hace más de 40 años empezase a girar, inicialmente a cargo de Merleau-Ponty, Sartre y Camus.Con todo, sorprende la sorpresa de quienes esperaban un congreso de diferente desarrollo y, en este sentido, se han visto defraudados. Ni el fascismo tiene hoy en el mundo un rastro tan definido como en el año 1937, ni la Valencia de entonces, capital de la España republicana, tiene nada que ver con la Valencia de hoy, capital de una de las áreas con más futuro de Europa; el propio Marx sería el primero en comprender que los intereses económicos prevalezcan allí hoy día sobre cualquier otra clase de preocupación.

Que el tono antiamericano no haya logrado prevalecer es algo que tampoco puede sorprender a nadie, ya que el imperialismo, es decir, el imperialismo norteamericano, no tiene relación alguna con el fascismo si por fascismo entendemos el movimiento político instaurado en Italia por Mussolini; el imperialismo americano es otra cosa, y sólo los fervores sandinistas pueden enturbiar la mira da hasta el punto de verlo como lo que no es. Más parecido, para el caso, aunque tampoco sea lo mismo, ha sido y es a veces el otro imperialismo, el soviético, construido sobre la herencia de Lenin (partido único, ideología vertebradora, centralismo democrático, emblemas, uniformes, burocraticismo, purgas, etcétera). Y conste que lo digo sin compartir el entusiasmo de algunos por ese Stalin frustrado que fue Trotski. Pero intentar sacudirse el fantasma del stalinismo amparándose en el cambio que está propiciando Gorbachov, no vale. El fenómeno Gorbachov es un fenómeno nuevo, y quienes ahora buscan amparo en su encomiable labor solían respaldar por entero las posiciones soviéticas mucho antes de que Gorbachov llegase al poder, cerrando filas en torno a personas y actitudes que representan justamente todo lo que Gorbachov pretende desmantelar. Exactamente lo opuesto, por otra parte, al criterio que suelen aplicar a la política norteamericana: Reagan será criticado por mucho que haya hecho tambalearse y caer a multitud de dictaduras (Argentina, Uruguay, Brasil, Haití, Filipinas, etcétera), mientras que Kennedy seguirá siendo venerado como si, por pura ineptitud, su política exterior no hubiera propiciado, entre otras, gran parte de esas dictaduras, convirtiéndole, aunque sólo sea desde este punto de vista, en uno de los presidentes más nefastos de Estados Unidos. En Filipinas, por ejemplo, los manifestantes que zarandean el monigote de Reagan son los partidarios de Marcos.

Papel decisivo en lo que a la popularidad del congreso se refiere, superior con mucho a la de la prensa periódica o la radio, ha sido el de la televisión. La crónica-resumen de la jornada en los telediarios, configurando una especie de serial que bien hubiera podido titularse Violencia en Valencia, tuvo verdadero impacto, únicamente superado por el del debate moderado por Victoria Prego. Corno bien apuntó Juan Cueto, el debate fue más importante que el propio congreso y, bien pensado, hasta hubiera podido reemplazarlo. Con un buen debate televisivo, el congreso estaba de más. La noticia es más noticia cuando se produce directamente ante los ojos del espectador, de modo que lo que se dijo ante las cámaras sustituyó, de hecho, a lo que se había dicho en el curso de las reuniones. Dos aspectos de ese debate televisivo llamaron especialmente mi atención: el sentimiento de culpa que afloró aquí y allá, y la idea del congreso. Respecto al primero, se rozaron en ocasiones tesis próximas a las de Vergés, el abogado de Klaus Barbie: los nazis somos nosotros, es decir, los occidentales, todos los occidentales, los habitantes de un Occidente que empieza en Israel y termina en Estados Unidos, pasando por la mitad de Europa. Y ello hasta el punto de que cuando el responsable de algún exterminio es o ha sido otro tipo de pueblo, no sólo no estamos moralmente calificados para reprochárselo, sino que ni tan siquiera sería de buen gusto hacérselo notar. En lo que se refiere al segundo punto, Octavio, Paz fue concluyente al declararse escandalizado por el hecho (le que el siglo XX pudiera ser considerado por alguien como culminación del progreso de la humanidad. Con toda la razón: el siglo XX pasará a la historia como el siglo de las grandes destrucciones, de los grandes exterminios. Hasta la Gran Guerra -último estertor del siglo XIX- un prisionero de guerra, por poner un ejemplo, solía ser tratado como un prisionero de guerra, y la población civil como población civil. A partir de entonces, todas esas sutilezas han ido desapareciendo; una cosa es el confort -concepto, por otra parte, muy subjetivo- y otra el progreso. También estuvo muy acertado Octavio Paz al recordarnos los orígenes de la revolución mexicana, un México que tenía tan poco en común con la idea que de México se ha ido imponiendo, que uno termina por olvidarse.

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Otro asunto es el de calibrar la trascendencia histórica de este II Congreso Internacional de Intelectuales Antifascistas. Claro que las mismas dudas cabe abrigar aún hoy respecto a la del primero, vista la inquietante: trayectoria personal de algunos de sus protagonistas. ¿Han calado, han llegado hasta el gran público los temas debatidos en esta ocasión? ¿Y los temas de este debate televisivo que en cierto modo han suplantado a los debatistas en el congreso propiamente dicho? ¿Han sido mínimamente comprendidos? Porque son ya dos las personas que, sin ninguna clase de vínculo entre sí, me han elogiado la, postura mantenida por su hermano Juan y Vázquez Montalbán. Y el caso es que Juan Goytisolo y Vázquez Montalbán no formaban precisamente un frente común, aunque tampoco defendieran posturas contrapuestas. Simplemente hablaban de cosas distintas. Por último, comprobar una vez más que la verdad casi siempre resulta impopular. ¿La razón? El hecho de que esa verdad raramente esté cortada a la medida de nuestros deseos.

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