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Crítica:CONCIERTO DE MADONNA EN TURIN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una cantante sin vergüenza

Si el cine, arte de lo falso, ha de salvar en su realización lo imprevisto, la televisión, medio periodístico, difusor, avanzado y poderoso, no puede descuidar en el desafío de la emisión en directo la cobertura informativa ante lo imprevisible. La locutora de continuidad interrumpió a las 21.10 un murmullo público de unos 12 minutos en el campo de fútbol turinés sin palabra alguna que llegara a terciarse. Nada se había preparado para ocupar el posible -y en conciertos de rock casi siempre seguro- retraso. Nada; ni una entrevista con algún especialista ni un minirreportaje expositivo de la carrera de la artista de la noche, ni tan siquiera un par de vídeo-clips, de esos que no cuestan nada, de la propia figura protagonista. No creyeron necesario enviar algún comentarista que rellenase al menos los vacíos entre tema y tema, con el escenario a oscuras y Madonna cambiándose en mil y una imágenes, que explicase el repertorio o que tradujese las palabras de la cantante en lengua ajena al común espectador. El espectáculo musical de Madonna como tal no pierde nada sin comentarios intrusos, mas sí el espectáculo, el hecho televisivo, como le faltaría su tono ceremonioso a una retransmisión de tenis o de fútbol sin el par de conversadores habituales.Andiamo con Madonna. Bailarines diversos -niño con suerte incluido-, luces coloridas y transparencias de fondo a la manera clásica de los números musicales complementan sus movimientos ahora refinados, su baile ya no tan desordenado y basto, su presencia escénica sexy, su performance, su interpretación disciplinada y voluntariosa. Ni cantante ortodoxa ni danzadora extraordinaria ni actriz de talento, Madonna aprovecha al máximo sus virtudes corpóreas y cada medio a su alcance para mostrarse única, soportable, primero, pese al monótono repertorio musical, y admirable finalmente. Es imaginativa por pícara. Y deliciosa cuando peinó su cabello corto, mojado y dorado ante millones de miradas.

Quedan en la memoria colectiva los guiños y contoneos de Marilyn y su lunar junto al carrillo, el vaivén salvaje del trasero de la Tina Turner de otrora o el guante arrojado de Gilda Hayworth, o el ambiguo y leonino descaro de la primerísima Marlene Dietrich o las melodías de Diana Ross and The Supremes, pero la figura pequeña de Madonna, nueva a los ojos más jóvenes de esta década, lo puede ser también para el resto de curiosos y mirones. Madonna asombra por su resistencia y fortaleza sobre las tablas, por su recóndito pudor, por su personal timbre chillón y, sobre todo, por el contagio extraño de su optimismo feroz sin razón y, lo que es más interesante, sin vergüenza. Madonna, imagen pasajera, trasciende. A ella tampoco le importaría llorar en escena.

Su actuación en Turín, sin embargo, tuvo algunos inconvenientes. Al final del concierto se registraron doce heridos que fueron hospitalizados con diversas fracturas, y centenares de contusionados.

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