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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Al final del verano

LAS VACACIONES, que son siempre breves, tienden a serlo aún más cuando el fatídico mecanismo de la cuenta atrás se mete en el cerebro con un acuciante tic-tac. Eso puede suceder en cualquier momento, y no necesariamente al final de esas treinta jornadas de exagerado compromiso con la libertad y con la vida, que asfixian tanto como una esclavitud. Puede suceder al principio, en los casos más agudos, y hacia la mitad del mes en los más benignos. Las vacaciones son, por definición, algo que tiene que acabarse. El único momento en que las vacaciones parecen eternas es precisamente aquel en que se proyectan, que suele ser también el momento en que más lejos están. Incluso cuando nos dirigimos hacia ellas con el automóvil pertrechado como si fuera a colonizar las lagunas del mapa de Ptolomeo, ese mes existencial y sintético, atiborrado de experiencias imaginarias, puede parecer todavía ¡limitado.Pero desde el instante en que se establece el nuevo orden, y se ocupa el apartamento o se clava la tienda de campaña, los relojes se ponen en funcionamiento y el ritmo de la vida consiste en un descontar sostenido y, agobiante. Quizá sea mucho decir que ahí se acaban las vacaciones, aunque lo cierto es que la tiranía del tiempo se ha vuelto a instalar entre nosotros con la misma precisión de los trescientos treinta y cinco días anteriores. Admitiendo que no se acaben del todo, y que se pueda vivir en los márgenes que deja el atontamiento solar, la fatiga física o cualquier otro exceso capaz de sabotear la conciencia, habrá que admitir también que el proyecto original, ese sólido perfecto en cuyo interior pensábamos vivir con la eficiencia de un astronauta, ha sufrido un duro revés.

¿Qué hacer cuando todo lo que nos queda es tiempo? Resulta poco verosímil que alguien se ponga a emprender algo que lo consuma. Los proyectos sólo resisten cuando el tiempo que se tiene para realizarlos es tan vasto como la magnitud del propósito o, por lo menos, tan vasto como queramos. Lo lógico, cuando existe un proyecto tan grave como el que se concibe para las vacaciones y un tiempo limitado, es ponerse a pensar en el tiempo y dejar de hacer todo lo demás, empezando por lo que habíamos pensado. Hay que tener un destino o mucho genio para que suceda aquello del matemático francés que inventó el cálculo infinitesimal en la noche que precedió al duelo en que lo mataron. Una cosa así es bastante rara y además a nadie le van a matar del todo cuando vuelva al trabajo.

La cuestión es que las vacaciones no se proyectan como una liberación del tiempo, sino como un tiempo demasiado intenso en el que suceden demasiadas cosas a la vez y se recuperan además las que no se hicieron. La gente se lleva docenas de libros, varios cursos de lenguas extranjeras, tres o cuatro amores definitivos, métodos quinquenales para ponerse en forma, trabajo atrasado, un taller de fotografía portátil y un sistema antaño desechado para empezar una nueva vida y que adquiere vigencia de repente. Hay una evidente desproporción entre lo que se espera hacer y lo que realmente puede hacerse. Aquello de que esperábamos librarnos, y que se parece mucho a la obsesión del tiempo, se presenta con la inoportunidad de un huésped imprevisto.

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Lo curioso es que todos los años sucede lo mismo, lo que hace pensar que el ocioso soporta mejor esa frustración vacacional que todas las restantes. Al fin y al cabo, ese tiempo traidor es suyo, y el verdadero, el que cuenta para pagar el mes de asueto, ha sido siempre de los otros.

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