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Ingratitud

El mundo está lleno de ingratos, eso ya lo saben ustedes. Reconforta, sin embargo, que la ingratitud reciba en ocasiones su justo castigo. Vean el caso de Díaz Herrera. Felipe González, nuestro Felipe, le había ofrecido casa y techo en donde cobijar su disidencia del general Noriega, y el hombre la rechazó, sin duda pensando que su enemigo iba a caer muy pronto y el Gobierno norteamericano le recompensaría por sus buenos servicios al encender la mecha de la revuelta.Ahí le tienen, prisionero y sin nada que ponerse, como quien dice. De haberse venido acá posiblemente hubiera dispuesto hasta de criada filipina y de un jardín con canal en miniatura para distraer la nostalgia. No aceptó, y el Ejército panameño les ha proporcionado a él y a los suyos una vivienda, gratuita, eso sí, pero no tan segura como la que hubiese encontrado en España.

Claro que nuestro Gobierno pecó de ingenuidad, de bondad, diría yo, excesiva, yendo a fiarse de alguien que ha sabido lo que sabía durante años que sólo se decide a hablar cuando el objeto de sus horrores le obsequia con la jubilación involuntaria. Eso, y el trasiego de arzobispos que se llevaba Díaz Herrera en su villa, hubieran debido alertar al personal, que tan fino hila, por otra parte, cuando se trata de dar refugio y carta de trabajo a exiliados políticos anónimos.

Los españoles, por nuestro lado, nos hemos perdido la exótica oportunidad de conocer de cerca a ese hombre que a lo largo del tiempo ha sabido convivir pacíficamente con su conciencia a la vez que con su memoria; asunto éste sobre el que Díaz Herrera habría podido aleccionar seguramente al propio Felipe González, a cambio de los gastos de manutención, ahorrándole que tenga que hacerse con el aplomo necesario a fuerza de años y experiencia.

Nos queda el consuelo de que un día de éstos podremos repetir la oferta, en esta ocasión a Noriega, pero el coronel sólo puede enseñar tácticas desesperadas y reacciones tardías contra el traidor de la película.

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