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El Tour le cabe en la cabeza

La revolución técnico-científica, que no está claro qué es, pero igual sirve para un barrido que para un fregado, está alumbrando un mundo en el que los impulsos épicos parecen tener cada día menor cabida. Y en ningún lugar más dolorosa es esa pérdida que en el de la competición deportiva.Los deportes de mayor auge neomodernista en España nos llegan mayormente por la belleza de su estética, el esfuerzo de la inteligencia o la equilibrada aplicación de su fuerza; véase los casos del golf, deporte de nervios de acero; el tenis, donde la bola dibuja un relámpago felino que desafía al ojo humano; el baloncesto, en el que la gigantomaquia se suele imponer a la astucia de las alturas comunes; el propio fútbol, donde aquella revolución llega al límite de conseguir que un modesto equipo de primera sea capaz de derrotar al Madrid de las copas de Europa, si ese encuentro, ideal fuera posible, por mor de unos marcajes, una técnica y una filosofía del balón que hoy concede a la masa de futbolistas anónimos la inspiración que hace 30 años guardaba en su redoma tan sólo don Alfredo.

En un inundo en el que a la hora de poner fuera héroes en nómina no se encuentra nada mejor que Oliver North, hay un deporte en el que aún se refugia el antiguo cantar de gesta, el histórico martirologio de la épica. Es el ciclismo, el ciclismo de alta montaña, encarnado en la prueba de pruebas, el reino de la verdad absoluta, la gloria de un país y la mejor demostración de que Europa no ha perdido capacidad de creación y sacrificio: el Tour de Francia.

Es cierto que también ha llegado hasta el ciclismo la tecnología de punta, la era del microchip en forma (le rueda lenticular, desarrollos ultracalibrados, materiales de resistencia y líneas aerodinámicas, manillares así o asá que convierten a los velocípedos en pequeños turborreactores a tracción de sangre; pero la tozuda realidad de la orografía, la decisiva improbabilidad de una pared alpina, la compacta vertical del Alpe d'Huez o los legendarios Puy de Dome, Galibier y Telegraph, Tourmalet, Peyresourde y el Aubisque anulan en su tramo glorioso de los cielos la ventaja nacida de la ciencia. Es el triunfo de la física -muscular- sobre la química -nuclear, sin duda-, la derrota del terrorismo de los laboratorios, el fin catártico del sueño del siglo XIX, la ciencia que todo lo puede, el espqíismo del robot. No; el ciclista es el único hombre que sin abandonar la tierra puede volar sobre los ángeles.

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El tipo de corredor español, trabajado en infames carreteras, sin background histórico para plantearse una competición como problema, dado a la taifa que anula el trabajo en equipo, parecía especialmente apropiado a aquella Edad de Piedra del ciclismo, y, corno ahora dicen que le ocurre al colombiano Lucho Herrera, nuestros más raciales deportistas sentían una volcánica convulsión a la vista de la primera cuesta y para arriba brincaban como drogadictos de las nubes. Federico Martín Bahamontes, el único español, junto con san Juan de la Cruz, para el que la vertical de la ascensión era la línea más corta entre dos puntos, fue tanto un ciclista como un comemontañas, y únicamente en sus últimos años, tras su victoria en el Tour del 59, cuando sus fuerzas empezaban a declinar, comprendió plenamente la relación entre deporte y álgebra. No era aún del todo tarde, pues así pudo entrar de colocado en la ronda del 63 contra un Anquetil en la cúspide de su sabia economía.

Con el correr de los años, el plan de desarrollo, la avalancha turística y, ya modernamente, el ingreso en los clubes civiles y militares europeos, el ciclista español hasta disputa algún spnnt de fin de etapa, sigue mostrando querencia a la montaña, pero por legión le salen centroeuropeos, franceses, algún británico, y no digamos colombianos, que le disputan la conquista de los altos contrafuertes. Únicamente una manifiesta incapacidad para luchar contra el reloj, al menos donde figuran los mejores, sigue probando que las buenas tradiciones nunca mueren. Hasta corredores cerebrales hemos tenido algunos, con la sola limitación de que lo que ganaban en elocuencia lo perdían por la boca, como esos autojubilados siempre mediada la carrera. Por eso es excepcional el caso de Perico Delgado, que no hace nada mejor que los mejores, pero que se bate concienzudarnente en todos los terrenos, y que, especialmente, es el primer ciclista español al que se ha visto pedalear con un proyecto de carrera entre los dientes.

El gran corredor de Segovia podrá ganar o no la clásica francesa; a la vuelta de una curva, la pájara con su temible guadaña del ciclista puede segar sus ilusiones; su formidable esfuerzo, enfrentado al de excepcionales corredores como el irlandés Stephen Roche, el chico de la casa Jean Francois Beniard, o el propio Lucho- Herrera, quizá no baste para entrar en les Campos Elíseos tintado de amarillo, pero cabe poca duda de que todo el Tour le cabe en la cabeza.

Perico Delgado se ha. reseirvado un día, atacado otro, pedaleado con frecuencia al frente del paquete vigilando su carrera, pero en todo momento ha demostrado que es un ciclista en el que el sentido de lo épico no está reñido con un programa completo de victoria. Es un nuevo, para España, modelo de ciclista. Alguien que nos:recuerda más al estratégico Anquetil que al irreal Bahamontes. Pero con uno y otro tiene en común lo que de más intenso queda hoy en el deporte la capacidad de dominar a solas los obstáculos de una realidad desnuda; el anhelo y la fuerza concentrados en vencer en una pugna en la que se aúnan la continuidad autoprogramada de la contra relej, la reserva trabajosa de las largas etapas en paquete con el ojeo acelerado al rebullir de la cabeza, el sentido de la oportunidad y la astucia de aprovechar los cortes para viajas en el mejor vagón de la carrera, y, por encima de todo, el tirón imparable de la multiplicación para ascender las cumbres cuando el ciclista se encuentra a solas con su lucha.

En el recuerdo del irrepetible. Coppi, el monje volador que SC llamó Bartali, la perfección total que visitó a Anquetil, la genialidad insensata del enorme Federico, la elegante manera de ganar que sólo poseía el mayor de los Bobet, el fisico imposible del grande de los belgas que ftie Merckx, entra con modestia inteligente el primer cíclista espaflol del que tenemos la posible convicción de que vale todo lo que corre y corre todo lo que vale. El ciento por ciento de Delgado conmueve la carrera. Gane o no gane el Tour francés, Perico ha demostrado que al menos él sí estaba preparado para entrar en la Comunidad Económica Europea.

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