Caducidad
Sabemos cuánto nos cuesta un ministro, su altura, peso y grado de colesterol, qué libros duermen en su mesita de noche, los gustos y peinados de la señora y otros detalles, pero no sabemos cuánto dura un ministro. Ésa es la cuestión de fondo. Si los ministros tuvieran grabada en la espalda la fecha de caducidad, como cualquier producto perecedero, no ocurrirían estas trifulcas. A ojo de buen cubero tenemos la impresión de que los ministros españoles duran mucho, de la misma manera que sabemos que los italianos duran muy poco, casi nada.¿Son preferibles los ministros long play a los ministros kleenex? El problema no sólo es político. Vivimos bajo el signo de lo efímero, en una sociedad tiranizada por la economía de usar y tirar, en la que aumenta constantemente la tasa de obsolescencia de los chismes, las modas, los mitos y los sentimientos. Y la verdad, en un mundo tan de quita y pon desentonan nuestros ministros de larga duración, al margen de que su valor de uso se degrade por su propia entropía o porque la sociedad evoluciona más rápido. Lo que sorprende es que un ministro español dure más que un frigorífico, que una corriente filosófica, que un coche, que media docena de ídolos del rock o que un matrimonio dink.
Tampoco se trata, como soltó Punset, de que tengan la misma vida que los encendedores, los bolígrafos, las películas subvencionadas y otros objetos no recargables. Pero es que durante Barrionuevo pasé de un reloj analógico a otro digital y ahora estoy en un nuevo analógico; no tuve más remedio que cambiar de moto, tresillo, teléfono y lavadora; mi equipo fichó a cinco delanteros; ocurrió la débác1e del estructuralismo, avasalló y declinó la posmodernidad y ahora emerge la hermenéutica; en mi casa, en fin, nacieron dos nuevas pantallas, mi gata parió cuatro veces y murieron un montón de motores, baterías, bombillas, chips y transistores. Un ministro tiene que durar más que un bic o una revista literaria, pero sería recomendable que durara menos que Wojtyla o Dallas.
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