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La nariz

Isabel Preysler acaba de decir que ella hace siempre lo que le sale de las narices. Produce mucho efecto esta clase de declaraciones. Y, de hecho, inmediatamente la gente cae en la cuenta de que de haber hecho en su momento lo que le salía de las narices sería hoy como Isabel Preysler.Pero acaso no es demasiado tarde. Hacer lo que a uno le sale de las narices es, en apariencia, una determinación abrupta y poco cabal, pero al cabo resulta en la práctica la forma más excelente de la libertad y el poder. En primer lugar, la manera como esa conducta electiva se produce denota que el sujeto no encuentra dificultad en saber bien lo que desea. Exactamente cabe deducir que sus deseos, lejos de presentársele en términos brutos o sometidos a la ordinaria tensión entre el querer y el deber, el tiempo y el dinero, la mujer y los hijos, se le aparecen con claridad total. En estas circunstancias cabe deducir también que el querer, aun presentándosele de súbito, no llega pegado a quereres que por su simultaneidad o por su ambigüedad se hagan imposibles de satisfacer uno a uno y por entero. Hacer repetidamente lo que a uno le sale de las narices implica un perfecto funcionamiento en la definición del querer, pero a la vez una nítida aparición de cada requerimiento, de manera que nunca las ganas, por decirlo así, broten apelmazadas y cruzando a otras semejantes o heterogéneas.

Contando con esta condición importante, no bastará con ella. Es preciso, además, que se encuentre perfilado el destino del hacer y que el ánimo acuda con la prestancia debida a la denotación de la nariz, de modo que todo se conjunte sin demora. Siendo así, el resultado es, en verdad, magnífico.

¿Se concluye con todo esto que el obrar según sale de las narices no es tan accesible? En efecto. ¿O cree usted que Isabel Preysler podría hacer alarde de cosas pobres? No ya la fama, el dinero o el poder, la seducción y todas las conocidas formas del terror son instrumentos al servicio del deseo de las narices.

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