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El amor de don Pedro

Un hombre, una mujer, una pasión y un insensato desquite son los personajes de esta historia. El blanquísimo cauce desnudo del río Mondego, que atraviesa Coimbra, fue su escenario. El tiempo, que como concepto es esencial en el acontecimiento, tiene escasa importancia en tanto que medida cronológica: por respeto a la crónica diré que transcurría, de todos modos, en la parte central del siglo XIV.Los antecedentes adolecen de triviales. Triviales eran, entonces, los matrimonios dictados por conveniencias diplomáticas y por motivos de alianzas. Trivial era el joven príncipe don Pedro, que esperaba en su palacio a su prometida, una noble de la vecina España. Y trivialmente, como exigían costumbres y normas, llegó la embajada nupcial: la futura esposa, sus guardias, sus damiselas de honor. Me atrevería a decir que también fue trivial que el joven príncipe se enamorara de una damisela del séquito, la tierna Inés de Cauro, que los cronistas y los poetas coetáneos, con los estilemas de la época, describen de fino cuello y de rosadas mejillas: trivial porque, si bien era común para un monarca desposar no una mujer, sino una razón de Estado, no menos común era satisfacer sus sentidos viriles con una mujer hacia la que le empujaran motivos diferentes de la conveniencia política.

Pero el joven don Pedro nutría el sentimiento de una imprescindible monogamia, y éste es el primer elemento no trivial de la historia. Abrasado por un amor único e incompartible por la tierna Inés, don Pedro contravino los sutiles cánones del disimulo y las cautelas de la diplomacia. El matrimonio le había sido impuesto por motivos estrictamente dinásticos, y él lo asumió desde un punto de vista estrictamente dinástico: conseguido el heredero que la voluntad del anciano padre exigía, se alojó con Inés en un castillo sobre el Mondego y la convirtió, sin matrimonio, en su auténtica esposa. En este punto, en la figura de un impasible verdugo, entra en escena la fría violencia de la razón. El anciano rey era un hombre sabio y prudente, y amaba en el hijo, más que al hijo, al rey que llegaría a ser. Reunió a los consejeros del reino y ellos le sugirieron un remedio que les pareció definitivo: eliminar de la realidad el obstáculo al buen sentido del Estado. Durante una ausencia del príncipe, doña Inés fue muerta a espada, como refiere un cronista, en su morada de Coimbra.

Pasaron los años. La reina legítima llevaba tiempo muerta. Después, un día, también murió el anciano padre, y don Pedro fue rey. Su venganza comienza en este momento. Con prodigiosa paciencia y notarial minucia hizo localizar por su policía los antiguos consejeros paternos. Algunos de ellos, ya viejos y alejados de su cargo, vivían en un tranquilo retiro; otros fueron más difíciles de encontrar: plausibles temores les habían llevado fuera de Portugal, donde prestaban sus servicios a otros monarcas. Don Pedro les esperó, uno a uno, en el patio de su palacio. El insomnio le perseguía. El cronista de la época que anota los acontecimientos es pródigo en detalles: describe el patio austero y desnudo, el rimbombo de los cascos de los caballos sobre la piedra, el chirrido de las cadenas, el grito de los guardias que anunciaban la captura de un perseguido. El exacto cronista refiere también los diálogos, incluso las súplicas, que los prisioneros dirigían a su verdugo, y que nunca tuvieron respuesta: el rey se limitaba a ofrecer precisiones de índole técnica sobre el modo que consideraba más oportuno para poner fin a la vida de sus víctimas. Don Pedro era hombre no carente de ironía: para un prisionero apellidado Coelho, que en portugués quiere decir "conejo", eligió, por ejemplo, una muerte en la parrilla. A todos, en cualquier caso, hacía desgarrar el pecho, a alguno todavía en vida, y les hacía extraer el corazón, que le era presentado en una bandeja de cobre. Cogía el órgano todavía caliente y lo arrojaba a su jauría de perros. Pero su sanguinaria venganza, que horroriza al buen cronista, fue para don Pedro un placebo de escasa eficacia. Su resentimiento de hombre trastornado por acontecimientos irremediables no se contentó con el músculo cardiaco de unos cuantos cortesanos: en la soledad de piedra de su palacio meditó un desquite más sutil, que no concierne al plano del pragmatismo y de lo humano, sino al del tiempo y de la concatenación de acontecimientos que constituyen la vida, y que en ese caso ya se habían producido. Pensó en corregir lo definitivo.

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Era un cálido verano de Coimbra, y a lo largo del cauce del río crecían lavandas y mimosas. Las lavanderas batían sus ropas en el arroyuelo perezoso que corría como una serpiente entre los guijarros; y cantaban. Don Pedro entendió que todo -sus súbditos, aquel río, las flores, los cantos, su mismo ser rey que contempla su reino- habría sido idéntico aunque todo hubiera sido diverso y nada hubiera ocurrido; y que la formidable plausibilidad de la existencia, inexorable como es inexorable lo que es real, era más maciza que su ferocidad, era inexpugnable a su venganza. ¿Qué pensó exactamente mientras contemplaba desde su ventana las doradas llanuras de Portugal? ¿Qué tipo de pena le asedió? La nostalgia de lo que fue puede ser desgarradora, pero la de lo que habíamos querido que fuera, que habría podido ser y no fue, deber ser intolerable. Probablemente don Pedro se sintió arrebatado por esta nostalgia. En su incurable insomnio, cada noche contemplaba las estrellas: y tal vez las distancias siderales, los espacios inconmensurables para el tiempo humano le dictaron la inspiración. Tal vez contribuyó también a tal inspiración la sutil ironía que con la nostalgia de lo que no había sido le incubaba en el pecho. Meditó un plan genial.

Don Pedro, como se ha visto, era hombre de avaras palabras y de firme carácter: al día siguiente, un bando frugal anunciaba en todo el reino una giran fiesta popular, la coronación de una reina, un solemne viaje de novios, entre dos hileras de multitud exultante, de Coimbra a Alcobaca. Doña Inés fue exhumada de la tumba. El cronista no revela si ya era un esqueleto desnudo u otramente descompuesta. Fue vestida de blanco, coronada y colocada sobre la carroza real descubierta, a la derecha del rey. Les arrastraba un par de caballos blancos, con grandes penachos colorados. Cascabeles de plata en los belfos de las bestias dlfundían a cada paso un soniolo tintineante. La multitud, como estaba ordenado, se alineó a lo largo del cortejo real, conjugando reverencia de súbditos y repugnancia. Me siento propenso a creer que don Pedro, despreocupado de las apariencias, de las cuales le defendían además los poderes de una poderosa imaginación, estaba convencido de viajar no con el cadáver de su antigua amada, sino realmente con ella antes de que hubiera muerto. Cabría afirmar que estaba sustancialmente loco, pero esto sería una evidente simplificación. De Coimbra a Alcobaga hay 80 kilómetros. Don Pedro regresó solo, de lncógnito, de su imaginaria luna de miel: en espera de doña Inés, en la abadía de Alcobaça, había una morada de piedra que el rey había hecho esculpir por un reputado artista. Frente al sarcófago de Inés, que en la tapa la reproducía en su juvenil belleza, los pies contra los pies para que en el día del juicio sus habitantes se encontraran cara, a cara, había un sarcófago análogo con la imagen del rey.

Don Pedro tuvo que esperar aún muchos años antes de ocupar el sarcófago que le estaba reservado. Utilizó este tiempo en cumplir su oficio de rey: acuñó monedas de oro y de plata, pacificó su reino, eligió una mujer que alegrara sus habitaciones; fue un padre ejemplar, un compañero discreto y cortés, un límpido administrador de la justicia. Conoció incluso la alegría, y dio fiestas. Pero esto me parecen detalles menospreciables. Aquellos años probablemente tuvieron para él una medicIlón diferente de la medida de los demás hombres. Fueron tocios iguales, y tal vez todos inmediatamente, como si ya hubieran transcurrido.

Antonio Tabucchi escritor italiano, autor de Pequeños equívocos sin importancia, reside actualmente en Lisboa. Traducción: Joaquín Jordá.

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