_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La literatura como higiene mental

Me pregunto si la literatura no será acaso otra cosa que un astuto recurso para descargar los humores alterados, buenos o malos; poco más que una mera práctica de higiene mental relativamente inofensiva. Inofensiva, al menos, cuando el desahogo literario renuncia a la insolente exposición de la letra impresa y se limita a cumplir su saludable función terapéutica en el estricto recinto de la intimidad. Me lo he preguntado a raíz de un pequeño incidente doméstico, que ha tenido la virtud de despertar en mi memoria cierto recuerdo remoto perteneciente también al ámbito doméstico.Es el caso que uno de estos últimos días cierta persona de mi próximo entorno, aficionada a la vida madrileña y muy consciente de las indudables ventajas que el verano en la corte proporciona., tales corno un clima seco que hace soportable el calor y un tráfico aliviado por la ausencia de automóviles, habiendo tropezado en cambio, uno tras otro, con varios de sus no menos notorios inconvenientes, y cuando, al final de una de esas jornadas en que tales inconvenientes se habían acumulado hasta la exasperación, los televisores del vecindario, en competencia. con los altavoces de la orquesta o electrónico aparato de un café al aire libre, le impedían conciliar el merecido y necesario sueño, tomó entre sus dedos la bien tajada péñola o los aplicó al teclado de la servicial typewriter y escribió un cumplido alegato contra las consabidas molestias urbanas, entre las cuales figuraban no sólo esos y otros muchos ruidos desagradables, como el de los camiones que a altas horas de la noche recogen con estruendo la basura o descargan y cargan de madrugada. retumbantes bidones de cerveza en los bares y diversas mercaderías en las tiendas, sino ¡fastidio de moda! esa legión -o mejor, enjambrede niños, de jovenzuelos y aun de adultos que con sus impetuosas y arriscadas habilidades sobre patín de ruedas convierten el tránsito por ciertos parajes públicos en aventura peligrosa que obliga a caminar con el corazón en la boca y el alma en vilo.

Supongo que, calmados los nervios mediante dicho ejercicio de redacción y una aspirina, pudo al fin dormirse, pues a la mañana siguiente, tras de haberme leído la diatriba, y obtenida de mí la corroboración de su acierto, no sólo en cuanto al contenido sino también formal, dejó los papeles de lado para ocuparse de las urgencias cotidianas. Esto por cuanto se refiere al que he llamado pequeño incidente doméstico.

El recuerdo remoto que en mí despertó se refiere a mi padre durante el tiempo de mí infancia, en los años de la gran guerra que luego vendría a ser llamada, retrospectivamente, I Guerra Mundial. En mi casa, como en todas las casas de la neutral España, se seguía con apasionamiento, a través de la prensa local, el curso de las operaciones militares, y como es bien sabido, la opinión pública española estaba acerbamente dividida entre los partidarios de Alemania y los partidarios, no menos acérrimos, de las potencias aliadas, Francia e Inglaterra. Algo de esto recojo en el primer volumen de mis Recuerdos y olvidos, y algo está, asimismo, reflejado en uno de los relatos que componen La cabeza del cordero. Mi padre era germanófilo, mientras que otros parientes míos militaban al lado de los aliados. Las discusiones eran frecuentes tanto en los cafés y otros sitios públicos como en el seno de las familias, y muchas veces se agriaban 3, hacían violentas. Pues bien, tras alguna de ellas, o de haber leído un artículo en el periódico, mi padre, muy excitado, se ponía a escribir y escribir largos discursos que luego recitaría para beneficio de mi madre y admirado, aunque un tanto aburrido, asombro de nosotros, los chicos. Algunas veces leía también su trabajo a sus contertulios, a algún pariente. Y después rasgaba aquellas hojas que había ido llenando durante un par de horas o tres, y las arrojaba con satisfecho desdén. No faltaban quienes, lamentando su pérdida, le incitaran a enviarlas en cambio a un periódico para ver si se las publicaban, en lugar de condenarlas a tan perentoria destrucción. Y muy posible hubiera sido que lo consiguiera: todos reconocían que estaban bien escritas y razonablemente argumentadas. ¿Por qué, entonces, no probar suerte? Pero él se negaba siempre a intentar que su prosa pasara desde el terreno privado al público. No tenía pretensiones literarias ni anhelaba la módica fama de la publicidad local. Le bastaba con haberse explayado a su gusto. Lo que escribía era una excrecencia espontánea, y supongo que incoercible, de su firme convicción. ¿O es que no era tan firme, y procuraba fortalecerla así? De cualquier modo, ello le servía para desfogar el ardor de esa convicción, que no estaba limitada, por supuesto, a las cuestiones relacionadas con la guerra en curso, pues cuando alguna noticia o circunstancia de cualquier índole le afectaba a fondo, cuándo algo despertaba su indignación, ya se sabía: tomaba la pluma y, manos a la obra, levantaba su castillo de naipes.

Pues bien, volviendo ahora de nuevo a lo que al comienzo dije, aquel reciente y minúsculo episodio familiar y este recuerdo añejo suscitado por él me hicieron preguntarme a mí mismo si acaso la literatura en general, y desde luego también la literatura artística, no reconocerá como original estímulo un deseo y aun necesidad de purgar el ánimo limpiándolo de humores, buenos o malos (probablemente, más los malos que los buenos, pues el plácido contentamiento rara vez induce a la concentración ensimismada y solitaria adecuada para lograr expresarse por escrito), y la sospecha de que así pudiera ser en efecto, parecería confirmarla esa frecuencia con que los profesionales de las letras declaran que sus obras son el resultado de la urgencia que sienten por exorcizar sus demonios interiores, o esa frecuencia con que se habla -o hablan ellos mismos- de sus propias obsesiones.

Sea como quiera, es claro que, si la creación literaria cumple tal función de higiene mental, y ésta explica por qué se escribe (de lo cual no estoy muy seguro, ni dispuesto, a aceptarla como único resorte de dicha creación), no basta en todo caso para explicar la obra producida, el castillo de naipes, que tanto puede constituir una estructura maravillosa como ser una torpe y deleznable chapucería. Pues de seguro no existe una relación estricta entre la sinceridad e intensidad del sentimiento inspirador y la calidad artística del poema.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_