La noche del solsticio
Se fue apagando el sol y comenzó a soplar el aire nocturno que venía de la parte de Navalcarnero y traía sabor de rastrojo quemado. La noche del solsticio se hizo presente, consciente de su brevedad. Parecía que la oscuridad llegada desde la barbacana de Madrid hacia el Manzanares iba a invadirlo todo en pocos momentos, ya que el sol se hundía en el horizonte. Pero hubo un último resuello de la luz primaveral que se resistía a morir a manos del verano naciente. Entonces se encendieron de oro y naranja los jardines y las huertas; los chopos y los pinos; las madreselvas y las yedras; los arbustos y las praderas; los campos invadidos de altas hierbas y de cardos arrogantes. La cromática vegetal del verde desparramó en unos instantes su paleta de contrastes en plenitud. Symphony in green.Los pájaros del entorno contemplaban extasiados el adiós dorado de la estación de amor. Los ruiseñores se habían retirado temprano a sus nidos para no perder su programa del canto nocturno y madrugador. Pero los mirlos, los tordos, las urracas, las abubillas, los gorriones, guardan unos segundos de muda expectación ante el repentino espectáculo de color, desde sus observatorios en ramas y tejados. Sólo las golondrinas, habituadas a otros solsticios del Sur lejano, continuaron indiferentes, trazando en vuelo sus arabescos, incesantes y exhibicionistas en busca de los infinitos mosquitos de la tarde, nunca suficientes para col" mar sus voraces tragaderas.
¡Qué despedida de la primavera, la de esta tarde madrileña, disfrutada desde los altos de Pozuelo! Es uno de esos instantes misteriosos del proceso de la naturaleza circundante que subyuga en su perfección estética a quien los siente en su pleno contenido. Algunos sostienen que el calendario astronómico es una pura invención de la inteligencia humana y por consiguiente una realidad ajena a la naturaleza que nos rodea.
Celebra estos días el mundo la conmemoración de Isaac Newton, el irascible y genial descubridor de tantas cosas. Su relojería astronómica, de matemática precisión, llenó de pasmo y admiración al mundo de su tiempo. Pero junto a la severa exactitud de sus teorías -hoy, en parte, controvertidas-, ¿no es también importante el acto de integrarse el hombre durante unos momentos, en el término de una estación y el comienzo de otra, sintiéndose absorbido por el paisaje vivo de su entorno? ¿No somos también naturaleza?
Poco ha durado el instante de Turner o la hora de Tiziano en el correr de las agujas relojeras de esta primera noche de estío. La luminosa doradura se apaga en pocos minutos y el verano llega con puntualidad, estrenando las primicias de la noche. Las luces interminables del gran Madrid -del inmenso Madrid- entre las que parpadean algunas, en rojo y en azul, se encienden en apretadas filas dibujando el largo perfil del casco urbano desde la cúpula de San Francisco hasta los barrios del Norte. La ciudad parece celebrar una inmensa verbena veraniega. Los rascacielos, en cambio, difuminados en la neblina, parece que se han echado a dormir en su verticalidad desafiante. Hay un lejano rumor de tráfico que nos recuerda que el motor de la ciudad sigue encendido aunque se halle funcionando a media marcha.
El viento ha rolado hacia la sierra en una sueve pirueta. Viene envuelto desde el Guadarrama en aromas del cantueso morado que alfombra las calles del Corpus en tantas ciudades españolas. Es una ventolina serrana y estimulante perfumada de hierbabuena. Las estrellas tardan mucho en brotar en el cielo, y alguna se asoma perezosa y con legañas, debido a la espesa calima del día esplendoroso. Mirando al poniente, se adivinan tras las montañas los últimos fulgores rojizos del ocaso, convertidos en pared de nubes, iluminada y transparente.
Un avión cruza altísimo sobre el Madrid de las luces con rumbo a las Américas, cuadriculando su posición entre señales y guiños. Acaso quiere su piloto alcanzar, a través del océano, a la fugitiva luz de la primavera moribunda que se nos escapó hace pocos instantes.
Todo se ha vuelto silencio en el campo que me rodea. Se escucha la lejana palabrería de una radio. Resuena, en esto, un ladrido solitario. Le contestan gañidos de otros perros, angustiados quizá por las sombras nocturnas que perciben. El padre Feijoo pensaba que las oscuridades de la noche despertaban la imaginación de los hombres, forjándose así las leyendas de los aparecidos. Acaso la raza canina sufre también alucinaciones de esa índole.
La tiniebla más breve y el día más largo han llegado sin retraso a la cita habitual y el verano se abre triunfal y caluroso a la expectativa de las vacaciones anheladas. El sol, la montaña, el mar y el descanso nos esperan. Pero estos ritmos del cosmos ¿no tendrán repercusión notable en nuestra vida humana? ¿No nos hallamos instalados en las coordenadas del ignoto universo? ¿No estaremos, asimismo, vitalmente, "colgados", como escribió Jules Romains, "del clavo de oro de los solsticios?".
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