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Sangre

Manuel Vicent

La máxima crueldad de la fiesta nacional radica en que al final de la corrida los espectadores no se comen los toros que han sido sacrificados. El público acude a la plaza sólo para contemplar la muerte meticulosa de un animal a cambio de unos capotazos generalmente anodinos. Durante esta miserable ceremonia los aficionados aplauden o gritan, silban, escupen y corean los lances, analizan la profundidad de cada puyazo, la exactitud de los arpones en el costillar, la calidad de las sucesivas cuchilladas, la precisión de la puntilla. Esta tortura acompañada de inevitables regueros de sangre, que el sol cuaja y las moscas sorben, siempre se da por bien empleada para justificar ciertos mantazos soporíferos a cargo de un ser con calzas de color rosa. El toro va cediendo su gran hermosura con lentitud hasta llegar a la última degradación de la agonía, convertido en una morcilla sanguinolenta.Pero la máxima crueldad se produce cuando la gente abandona los tendidos con alegría o blasfemando. Los toros asesinados pasan al desolladero, y una vez troceados, desde allí parten hacia instituciones de beneficiencia o se venden en carnicerías anónimas. Si al terminar la corrida los aficionados bajaran al ruedo y celebraran un banquete ritual devorando a las seis víctimas, esta matanza, aunque fuera brutal, alcanzaría un sentido religioso. No sucede así. Sólo la muerte basta después de elevarla de forma indigna a espectáculo moral. Es como si uno pagara la entrada en un cocedero de mariscos sólo para presenciar ese instante, no exento de arte, en que el hábil cocinero introduce a la langosta viva en una perola de agua hirviendo y luego la rehusara olvidándose de ella con un desprecio refinado. Si a usted le gustan los toros

, comáselos en el patio de caballos en medio de un festín primigenio. La gente civilizada sin duda ama las chuletas de cordero, pero no hace cola en el matadero con objeto de admirar a los matarifes. Cuando la muerte de un bello animal se convierte en el único fin, algo bello también muere, sin saberlo, en el alma del espectador.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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