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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Las drogas: una invitación al desapasionamiento

El señor requiere cosas del mundo, pero no entrará en relación con sus penurias sino a través del siervo, que se ocupa de transformarlo antes. El psiquismo parece no tocar la materia envolvente sino a través del cuerpo, que constituye su instrumento objetivo. Sin embargo, hay algunas moléculas que, en vez de ser transformadas en nutrición -como acontece con los alimentos-, imponen de modo directo un tono anímico. Desde ojos cartesianos, esas moléculas son modalidades de cosa extensa que incumplen la regla e influyen sobre la cosa pensante. Nexo entre lo material y lo inmaterial, lo asombroso y lo prosaíco, acontece que, por el juego de un mecanismo puramente químico, ciertas sustancias permiten al hombre dar a las sensaciones ordinarias de la vida y a su manera de querer y de pensar una forma desacostumbrada.También podría decirse que la serenidad, la energía y la aventura son requerimientos nucleares, cuya ausencia suscita angustia, apatía y aburrimiento. Cualquier cosa capaz de aumentar lo primero y reducir lo segundo suscitará tanto demanda como pasión, entendiendo por pasión aquella forma intensa del sentimiento donde un objeto pesa hasta el punto de hacernos pasivos. Aunque el efecto sólo resulte parcial y pasajero, engañoso, aunque nada -y mucho menos eso- sea gratis, la posibilidad de modificar el ánimo con un trozo de algo tangible y siempre igual es tan insólita que asegura su propia perpetuación. Más aún, asegura para cualesquiera cosas tales una condición de material potencialmente explosivo, y cuatro perspectivas diferenciadas.

LO ANTIGUO Y LO CONTEMPORÁNEO

En primer lugar, su existencia es un gran don de la naturaleza, semejante al abrigo para quien se halla a la intemperie, o la nutrición para el hambriento, útil imprescindible desde luego para la medicina. En segundo lugar, su existencia puede considerarse un peligro social en cuanto hurta al individuo de los cebos y controles normales y le confiere poderes para afectar a otros. En tercer término, su existencia constituye una fuente de intoxicación, que puede además limitar en gran medida la autonomía de ciertos sujetos. En cuarto lugar, su existencia representa un medio privilegiado para conocer el funcionamiento del organismo y para la introspección.

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Por otra parte, cada psicofármaco es diferente, y cada individuo también; lo que en un caso arruina, en otro salva, y con claridad sólo se perfilan ciertos compuestos químicos determinados sobre un fondo de contornos más difusos, que es la necesidad humana de euforia o buen ánimo.

De los griegos nos llega el término phármakon, que significa remedio y veneno. No una cosa u otra, sino las dos inesperadamente; curan porque amenazan, y amenazan porque curan. Unas drogas serán más tóxicas y otras menos, pero ninguna será sólo medicamento o sólo ponzoña. La toxicidad carecía por entonces de resonancias morales, y era algo expresable matemáticamente: proporción entre dosis activa y dosis mortífera. La frontera entre el beneficio y el perjuicio no existía en la sustancia, sino en su uso humano.

En agudo contraste, somos testigos de un esfuerzo por disolver la inseparabilidad de los opuestos, descomponiendo los psicofármacos en medicamentos válidos, venenos del espíritu y artículos de alimentación como las bebidas alcohólicas y el café. Nació así la noción d estupefacientes para traducir el término inglés narcotics -del griego narkoun ("adormecer", "sedar")- que hasta entonces se aplicaba, sin connotaciones peyorativas, a sustancias inductoras de sueño o sedación. Sin embargo, cuando el prohibicionismo incorporó el sígnificado peyorativo, forzó también la expresión narcótico, hasta hacer que incluyese drogas nada inductoras de sueño o sedación (como la cocaína) y excluyese una amplia gama de sedantes y somníferos. Eso hizo que la definición de los estupefacientes tropezara desde el principio con un obvio defecto: ni eran todos los que estaban, ni estaban todos los que eran, Tras medio siglo de esfuerzos por lograr una definición con mínimos visos técnicos, el Comité de Expertos de la ONU acabó reconociendo que resultaba imposible establecer "una correlación automática entre datos biológicos y medidas administrativas". En lo sucesivo, el sistema de las listas iba a sustituir al procedimiento tradicional de las categorías. Si a principios de siglo era la naturaleza farmacológica de ciertas sustancias el motivo principal para pedir su prohibición, el tiempo mostrará que es la prohibición la que pretende (y logra) determinar su naturaleza farmacológica.

Desde luego, esto no sucede sin provocar confusiones, pues, al juntarse lo dispar y separarse lo afin, el conjunto del problema queda divorciado de la lógica científica. Así, por ejemplo, aparecen clasificaciones que mezclan miembros heterogéneos (provenientes de la química, la psiquiatra y el prejuicio étnico), como acontece con la bien conocida de drogas creadoras de toxicomanía, drogas creadoras de simple hábito y drogas inocuas, o las de drogas nocivas y drogas no nocivas. Una droga inocua no sería droga, y la diferencia entre toxicomanía y simple hábito constituye un juego verbal; pero lo más grave no es eso, sino una imprecisión de base que sería inmediatamente detectada en cualquier otro campo de conocimiento. No sumamos kilos y grados, o litros y curvas, y si para clasificar un tipo de objetos es lícito recurrir a referencias tan lejanas entre sí como la estructura molecular, las costumbres psiquiátricas y el catecismo, también los vinos (atendida su bondad, su color y su origen) podrían clasificarse en excelentes, blancos y de Jerez, o, como dijo T. Szasz, podríamos clasificar las aguas en pesada, bendita y del grifo.

Sería vano pretender que los cambiantes criterios de moralidad y los estereotipos culturales estén sometidos al libre y detenido examen que persiguen las ciencias. El concepto antiguo de droga era claro y operativo, mientras el contemporáneo abunda en paradojas. La manífiesta causa es el peculiar talante de nuestra época, donde el control sobre algunos psicofármacos ha llegado a constituir una de las más destacadas preocupaciones policiales y, en consecuencia, una fuente de variados mitos. Con todo, la virulencia y opacidad que han adquirido estas cuestiones no sólo no descarta, sino que reclama una investigación sistemáticamente orientada a esclarecer sus principales términos.

DIMENSIONES REALES DEL ASUNTO

Hasta hace pocas décadas no se tuvo en cuenta que el empleo de los psicofármacos disponibles en las diversas culturas constituye un capítulo tan relevante como olvidado para la historia de la religión y la medicina, y que una reconstruccíón de tales usos representa un esfuerzo a caballo entre la filología y la etnología. En la misma medida iteresa al derecho, que desde hace algún tiempo se ha comprometido en la cuestión y produce, junto con las normas positivas, una difícil y cambiante jurisprudencia. En cuanto a la ética y la filosofía, el esfuerzo de los poderes públicos actuales por defender el ánimo y el juicio de sus ciudadanos plantea interrogantes tan radicales como los límites del discernimiento adulto, las relaciones entre derecho y moral, la legitimidad de euforias químicamente inducidas, el sentido político del paternalismo, la dinán-áca del prejuicio o la polémica sobre eutanasia, por mencionar sólo unos pocos.

En definitiva, el uso de psicofármacos -que es siempre el de tal o cual sustancia, de esta y de aquella maneraconstituye un sutil indicador del tipo de sociedad y el tipo de conciencia donde esto acontece. Conociendo lo que dice un texto constitucional sobre la libertad de expresión o el voto, por ejemplo, podemos colegir con alguna aproximación cosas aparentemente tan remotas como las prerrogativas del ejército o la fuerza del clero en ese país. Conociendo lo que una cultura piensa de la embriaguez, podemos deducir también bastantes cosas, y otras más sabiendo la forma precisa de embriaguez que elige.

Nuestra civilización, por ejemplo, sufre actualmente a causa de plantas cuya existencia se remonta al origen de los tiempos; aunque muchas sectas herboristas y curanderos explotasen a fondo sus respectivas virtudes, hasta hace bastante poco nadie se preocupaba por regular su siembra o recolección, mientras ahora el problema cobra dramático relieve. A tal punto es así, que su amenaza reúne a capitalistas y comunistas, a cristianos, mahometanos y ateos, a ricos y pobres, en una cruzada por la salud mental y moral de la humanidad. En plena era espacial no faltan cruzados, tanto profesionales como vocacionales, y no faltan tampoco aspirantes a infieles, pues el precio de castigar semejante disidencia es conferir irresponsabilidad, un codiciado bien para varias clases de individuos. En tan peregrinas circunstancias, absolutamente actuales, parece necesario dar al tema la trascendencia científica que merece, aunque sólo sea porque se acerca el fin del milenio, y lo que algunos llaman complejo mesiánico-militar vela las armas de su afán redentor.

En 1753, el sueco Karl von Linné calculé que el tamaño del mundo vegetal contendría como máximo 10.000 especies. Apenas dos siglos después, los micólogos sugieren que puede haber unas 200.000 especies tan sólo de hongos, y los botánicos multiplican de buena gana por 100 el cálculo de Linné. Bastante más de un centenar son psicoactivas, y resulta probable que acaben descubriéndose otras tantas. Por lo demás, esa colección de agentes silvestres resulta una fruslería si se compara con las posibilidades que ofrece la síntesis química de compuestos, y da una idea de ello que la industria farmacéutica oficial investigue anualmente una cifra superior a varios miles de psicofármacos. En realidad, la posibilidad de modular químicamente el ánimo humano parecen muy amplias, científicamente prometedoras (quizá decisivas para progresar en neurología y psicología) y con perspectivas de seguir produciendo perturbación social. La propia ¡limitación química -apoyada sobre siglos de intensa investigación en los laboratorios- pone en peligro el sistema de control basado en legislar sobre tal o cual sustancia determinada; el creciente fenómeno llamado designer drugs ("drogas a medida") muestra que ya es posible, por ejemplo, sintetizar alcaloides de efectos muy afines a la heroína con productos de uso común en la industria del plástico, y que tan pronto como uno es incluido en la lista de sustancias prohibidas aparece otro de efectos análogos con la molécula levemente alterada, que vuelve a requerir prohibición, y así sucesivamente. Lo mismo empieza a suceder con cocaínas sintéticas.

Sin embargo, esta mención a la variedad de psicofármacos naturales y sintéticos no debe hacer olvidar la complejidad del asunto desde el punto de vista temporal y espacial, pues salvo las comunidades que viven en zonas árticas, desprovistas por completo de vegetación, no hay un solo grupo humano donde no se haya detectado el uso de alguno, desde los primeros recuerdos hasta el día de hoy. Salta por eso a la vista que el asunto de las drogas es un fenómeno plural en sí; por medio de diversos agentes, acontece en una pluralidad de tiempos y en una amplia variedad de lugares.

Alternando con períodos donde se diluye apaciblemente en ritos mistéricos e iniciáticos, y otros -como en el siglo XIX europeo- donde parece una privilegiada vía para el conocimiento y el arte, el uso de ciertas sustancias (en realidad, nunca las mismas) ilustra también en ocasiones la plaga o epidemia, desatada como crimen de lesa majestad contra los dioses y el Estado. Así aconteció con el culto báquico en la antígüedad, y con los "untos y potages" brujeriles desde el siglo XVI hasta el XVIII.

Evidentemente, epidémicos fueron el cristianismo primitivo, el catarismo, los protestantes y una amplia gama de actitudes consideradas traición o desviación por distintos cánonos establecidos. Pero si bien todos tenían en común ser un veneno espiritual disipable como miasma física (ante el cual no procedía buscar causas, sino desinfectar y amputar), el modelo de un mal para el alma atribuible a cuerpos externos parece haber encontrado en algunos psicofármacos su mejor ejemplo. De ahí que los momentos conflictivos en la historia de las drogas enriquezcan el banco de datos sobre lo que podría llamarse epidemiología moral o teoría de las pestes metafóricas, que en muchas sociedades arrastran a sectas y minorías al papel de sacrificadores y sacrificados, siguiendo mecanismos de purificación y reafirmación ritual no por primitivos menos vigorosos y vigentes.

Algunos sociólogos e historiadores contemporáneos, sobre todo anglosajones (Lindesmith, Szasz, Hamer, Marwick, Harris), han empezado a preguntarse hasta qué punto prefigura o no la cruzada contra la brujería la contemporánea cruzada occidental contra la droga, y resumen las coincidencias en varias notas comunes:1. En ambos casos se trata de epidemias sin agente bacteriano, donde las actuaciones represivas parecen prestar impulso a lo reprimido, tanto por el mecanismos psicológico de identificación con el represor como al crear corporaciones de represores bien remuneradas, con intereses objetivos de conservación.2. En ambos casos, las cruzadas afectan a clases bajas y disidentes religiosos que pertenecen a minorías sociales o étnicas, y proporcionan a las clases superiores (mayoría moral) un símbolo de cohesión y progreso.3. En ambos casos se trata de un problema de pureza que surge de modo súbito, tras siglos o milenios caracterizados por la total falta de problematicidad, y que presenta como fondo una u otra modalidad de orgía, que en un su puesto ofrece paraísos prohibidos y en el otro paraísos artificiales.

4. En ambos casos, un agente natural -los ungúentos brujeriles y los estupefacientes- recibe determinaciones sobrenaturales (vuelos, plurilocación, acostumbramiento instantáneo, etcétera), que lo convierten de síntoma en causa y permiten inferir toda suerte de creencias circulares.

5. En ambos casos, la proyección juega un papel muy destacado, como de muestra la desproporción entre lo que Caro Baroja llama la creencia pasiva (creer en brujos y narcocriminales) y la creencia activa (creerse brujos o narcocriminales), lo cual orienta el mecanismo institucional hacia la profecía autocumplida. 6. En ambos casos, el delito presenta rasgos de traición a la salud espiritual, y junto a la condena por desafiar a la autoridad eclesiástica o terapéutica hay siempre un paternalismo que dice obrar por el propio bien del perseguido, lo cual compromete el derecho positivo con una ética particular.

7. En ambos casos ha de crearse una legislación especial para reprimir las in fracciones, caracterizada por varios rasgos sobrasalientes: a) Las condenas se apoyan sobre la peligrosidad o el riesgo, sin necesidad de probar que alguien haya sido lesionado física o patrimonialmente de hecho; b) son regla de delación anónima y procedimientos extrajurídicos (tortura, tratamiento psiquiátrico forzoso); c) se emplea sistemáticamente la provocación, en contra del criterio general de proteger incluso la mala intención del provocado (manifiesto, por ejemplo, en la famosa estafa de la estampita) cuando el inductor controla los hilos; d) informa a la ley una presunción de culpa en vez de inocencia para los reos, ligada a un sistema simplificado de prueba. ENRIUS Sea como fuere, parece evidente que la raíz del problema actual se vincula con los límites del derecho a la diferencia, o, en otras palabras, con la medida de desviación aceptable para cada colectivo en un determinado momento. En el Bizancio de Justiniano se consumía mucho opio y bastante cáñamo sin que fuese en absoluto relevante, porque la homogeneidad social se apoyaba sobre otras cosas, como el dogma trinitario o la liquidación del paganismo. En la Rusia prerrevolucionaria se consumía también mucha morfina y cocaína sin que fuese en absoluto relevante, porque el peligro eran los liberales y los comunistas. Descreídas y progresivamente des politizadas, las sociedades contemporáneas han cerrado filas en tomo a la desviación farmacológica como símbolo de lo inadmisible. Desde luego, Bizancio no pudo evitar un número extraordinario de herejías teológicas, y los zares tampoco lograron extirpar las tendencias antimonárquicas. Con los psicofármacos dista de ser claro que el prohibicionismo logre a la larga mejor suerte. Sí resulta evidente, en cambio, que el asunto se ha convertido en un destacado problema de ética política, con alcance planetario.

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