La inteligencia contra el mundo
La fragmentación de la realidad llevada a cabo por la razón instrumental ha dado como resultado la imposibilidad de obtener una imagen unitaria del mundo. El intelectual, en el sentido ético y pedagógico del humanismo, ha muerto. La paradoja de un universo dominado más que nunca por la inteligencia, pero en el que la inteligencia se ha convertido en mero sicario de su propio orden. Eduardo Subirats, filósofo y profesor de universidad, ha escrito, entre otros, los libros La ilustración insuficiente y La crisis de la vanguardia y la cultura moderna.
La figura moderna del intelectual, tal como fue inaugurada por el humanismo científico y teológico del Renacimiento y reformulada más tarde por la filosofía científica de la Ilustración, reposaba en una unidad relativamente armónica entre el rigor metodológico del conocimiento científico y la perspectiva histórica y ética de una emancipación secular del ser humano. La eficacia literaria de ensayistas como Erasmo o Roger Bacon o la filosofía crítica de Kant articulaban un modelo epistemológico de conocimiento científico con la independencia de una crítica moral de la sociedad. Esta unidad fundaba la dimensión más importante que ha definido las tareas del intelectual en la edad moderna: su función orientadora y su objetivo pedagógico. El intelectual moderno se afirmó como un educador social a través, principalmente, de una comprensión exhaustiva y global de la realidad, y a través de la crítica como principio, a la vez, metodológico o epistemológico y ético y social.El papel del intelectual no ha hecho sino desarrollarse cuantitativa e institucionalmente en la sociedad industrial contemporánea. Pero este mismo desarrollo, ligado a las tareas económicas, administrativas y comunicativas, ha acarreado al mismo tiempo un cambio en cuanto a su naturaleza. Acaso pueda definirse este cambio con una sola palabra: el papel educador del intelectual moderno, fundado en su autonomía moral y en una dimensión crítica y a menudo polémica de su actividad, ha sido desplazado en favor de las tareas del especialista o del experto. Tal mutación se legitima en virtud de la acumulación de conocimientos tecnocientíficos y de la complejidad de la administración social o de los sistemas de comunicación en una sociedad desarrollada.
Esta transformación del papel del intelectual debe analizarse más detalladamente a la vez sobre un plano organizativo y epistemológico. Dos aspectos me parecen más significativos en este sentido. Por una parte, el principio de acumulación y especialización a la que está sujeto el conocimiento tiende a encerrarlo en parcelas limitadas y relativa o absolutamente estancas. El avance del conocimiento tecnocientífico lleva consigo, por este motivo, un proceso de creciente fragmentación. Son prolijos los problemas que esta situación plantea y repetidas las expresiones de malestar que ha suscitado. En cualquier caso, tanto institucionalmente -no en último lugar en el propio orden de la organización universitaria del conocimiento y la investigación- cuanto epistemológicamente -en el sentido de la proliferación de paradigmas metodológicos específicos de áreas limitadas que categorial y sistemáticamente legitiman la compartimentación del conocimiento-, todo son obstáculos para articular el conocimiento y la información científicos en una experiencia unitaria de la realidad.
El segundo aspecto regresivo que distingue a la inteligencia contemporánea es su más estricta obediencia a un principio de eficacia tecnoeconómica, o sea, su carácter instrumental. Éste no define otra cosa que el objetivo de poder, de disponibilidad calculada y manipulativa sobre los hombres y las cosas, como último y definitivo criterio de su verdad. Semejante reducción posee poderosas razones históricas. No es menos importante el orden de sus consecuencias. Y la consecuencia de esta concepción manipulativa de la inteligencia es su simple y absoluta emancipación con respecto a sus premisas y sus efectos humanos o éticos. Nunca el conocimiento humano ha tenido repercusiones tan directas y totales sobre la vida, y, al mismo tiempo, nunca el conocimiento ha sido más indiferente a sus consecuencias prácticas, aun las más destructivas.
Ambas condiciones se complementan en su efecto negativo sobre la inteligencia contemporánea. La fragmentación del conocimiento impide aquella representación unitaria del mundo en cuyo marco el individuo humano pudiera orientarse y reconocerse como sujeto. Pero la desorientación del hombre contemporáneo inscrita en el orden de la información y del conocimiento científico está estrechamente vinculada con su sentimiento de impotencia moral, en el sentido de una incapacidad objetiva de juzgar autónomamente, incluso de reaccionar moralmente ante los conflictos y constelaciones históricas más graves. El propio orden epistemológico e institucional del conocimiento favorece la pasividad generalizada del intelectual, y del hombre común, frente a un universo histórico no obstante percibido bajo el signo de su crisis y desesperación.
REPERCUSIONES
Con respecto a la especialización y compartimentación del conocimiento se perfila un problema, en el fondo teórico, pero de importantes repercusiones culturales. El concepto de realidad en la teoría clásica del conocimiento está supeditado a la constitución de una experiencia subjetiva unitaria del mundo. Inversamente, la desarticulación del mundo subsecuente a la fragmentación de sus conocimientos y de sus representaciones, que hoy son básicamente heterogéneas y contradictorias tanto en los sistemas de información como en las ciencias, se experimenta subjetivamente como una pérdida del sentido de aquella realidad. Bajo la multiplicidad de sus aspectos fragmentarios e inconexos, el mundo más bien se desdibuja hacia los límites de lo imaginario, o quizá incluso de algo que escapa precisamente a una representación ordenada. La teoría del conocimiento ha subrayado recientemente esta semejanza del conocimiento científico con una representación superreal. El arte contemporáneo ilustra en variedades de estilos y concepciones plásticas la desintegración de las imágenes del mundo derivadas precisamente de su racionalización técnica. Pero esta dimensión irreal o superreal inherente al conocimiento se vuelve todavía más patente en el orden de sus consecuencias prácticas. En este sentido, hoy escapan a la posibilidad normal de representación de la realidad tanto las dimensiones sobrehumanas del poder tecnológico, desde los sistemas de información hasta las conquistas tecnomilitares del cosmos, como los paisajes de destrucción de la cultura y la vida que cada día produce nuestra concepción agresiva del progreso tecnocientífico.
La situación del intelectual en el mundo de hoy, y la renovada discusión sobre su responsabilidad y sus tareas, no puede eximirse en modo alguno de estas condiciones negativas. En la medida en que las asume sin resistencia ni crítica, su situación histórica se parece mucho a la del sonámbulo, que corre a ciegas en pos de un futuro imprevisible, pero lleno de peligros, y teme al mismo tiempo que el despertar le precipite en la angustia del abismo. Y en la medida en que no asuma el rigor de las condiciones objetivas de su disfunción como inteligencia independiente y crítica, en aquel mismo sentido que ha heredado de la historia del pensamiento, su situación no es menos problemática. Las mismas instancias sociales que le proporcionan los medios de información y de comunicación tienden a anular su independencia. Y aun allí donde individualmente pueda articular y comunicar su experiencia del mundo, el papel educador y la dimensión crítica e intencionalmente emancipadora de sus posibles enunciados tienen que competir, en crasa desigualdad de condiciones, con medios organizativos muy superiores a sus fuerzas, desde los sistemas de comunicación hasta la organización universitaria o industrial del conocimiento.
La sociología contemporánea ha certificado ya hace tiempo la muerte del intelectual en aquel sentido ético que lo distinguió en los albores de la modernidad. Sin duda, la reivindicación de su función educadora y crítica tiene mucho de romanticismo, frente a la eficacia indiscutible del burócrata universitario, del especialista técnico o administrativo y del diseñador de los medios de comunicación. Las preguntas por los objeti-vos de la cultura, por los fines de la historia y, no en último lugar, aquella aspiración frustrada de una educación para la autonomía individual que tan bellamente formuló una vez Kant, no pueden considerarse, sin embargo, como obsoletas o superadas. Estos y otros interrogantes que atañen a la totalidad de nuestro ser histórico constituyen hoy precisamente el último refugio frente a una humanidad que se despedaza en su delirio de poder.
PARADOJA
La declaración de la muerte del intelectual como conciencia autónoma y crítica, y la liquidación de su papel educador, no solamente es legítima, sino perfectamente realista. Llamarla por su nombre encierra un momento de protesta contra la instrumentalización política de la inteligencia, su disciplina y pasividad académicas o su degradación medial. Pero llamarla por su nombre significa poner de manifiesto la paradoja que define la condición contemporánea del intelectual. Nunca los hubo tantos, y nunca fue sumida la inteligencia a semejante pasividad. Es la paradoja de una civilización caracterizada por un alto grado de racionalización técnica de todos los aspectos de la vida, desde !los cuidados del alma hasta los secretos de la guerra, y que, al mismo tiempo, está expuesta al mayor grado de irracionalidad en sus conflictos sociales y económicos, en su destructividad industrial y militar y en la angustia que atenaza la existencia de todos.
La crisis del intelectual en el mundo contemporáneo es la condición escindida esquizofrénica de una inteligencia que define, que está íntegramente identificada con una dominación tecnocientífica universal y que, al mismo tiempo, no puede confrontar como conciencia reflexiva los fenómenos socialmente regresivos y fisicamente destructivos que su propio progreso entraña. Es sorprendente, si se lo considera con la suficiente inocencia, que las vejaciones más crueles de la libertad -tan sólo inauguradas con Auschwitz-, que las masacres más despiadadas, los expollos de regiones continentales enteras, la degradación incontenible de la naturaleza y de las grandes metrópolis, acontezca y se respalde en millones de individuos que fundan su existencia precisamente en el trabajo de la inteligencia. Es una realidad inconcebible, excepto si se tiene en cuenta precisamente la degradación de esta inteligencia a un pragmatismo instrumental, es decir, si se tiene en cuenta su muerte.
Una de las conciencias y uno de los activistas contra la barbarie más lúcidos de estos días, Robert Jungk, ha expresado en un libro ensordecedor, La rebelión contra lo intolerable, la confianza en que, a partir de los credos religiosos, de las Iglesias en el sentido espacial y comunitario de la palabra, exista la fuerza espiritual capaz de hacerle frente al vacío humano que se perfila en el horizonte histórico del progreso, bajo sus hoy explícitos objetivos destructivos. Esta tesis se confirma hoy en el hecho de que en varias regiones geopolíticas, sólo instituciones religiosas resistan con relativa eficacia a las masacres por el hambre o la guerra de pueblos o clases sociales indefensas, y declaren abiertamente la ignominia de los expolios económicos de los pueblos o de la militarización de las naciones. Reclamar esta espiritualidad no significa en absoluto aclamar los albores de una nueva ética, como ya se hizo desde la española Inquisición. Supone más bien abrir la inteligencia a la imaginación del mundo, a sus posibilidades de creación y libertad y no a sus instrumentos de dominación. Significa abrirla a la realidad de la existencia humana en el mundo, que necesariamente sólo puede comprenderse en términos de globalidad, y no encerrar la inteligencia en la parcialidad administrada de conocimientos especializados, políticas regionales o componentes fragmentarios de la realidad humana.
Esta es la tarea que define el papel moderno del intelectual. Este es el sentido que habita en un panfleto como el Elogio de la locura, de Erasmo, o el artículo Qué es la ilustración, de Kant. Semejante cometido necesita hoy, ciertamente, de una reformulación teórica. Algo así como una nueva reforma del entendimiento (el nombre lo elijo por mi aprecio a otro ensayo memorable y del mismo espíritu de la filósofa española María Zambrano) se impone a partir de! propio impulso que nos proporciona nuestro vacío frente al futuro. Es preciso devolver a la inteligencia, su aprendizaje e institucionalización, su capacidad de comprender una experiencia del mundo, así como la imagmación de nuevas posibílidades y alternativas, es decir, el espíritu de la utopía hoy duramente censurada como pensamiento marginal o disidente por el establishment de la barbarie.
ALTERNATIVAS
Pero esta tarea exige también una solicitud institucional, organizativa y comunicativa al mismo tiempo. Es preciso crear los espacios (políticos, en el sentido que en la antigüedad tenía esta palabra) para la reflexión y la comunicación de esta experiencia reflexiva del mundo y su nueva creatividad social. En este sentido, las alternativas son hoy también difíciles. Las instituciones democráticas son, consideradas a la escala del mundo, minoritarias. Muy pocas naciones las respetan en la forma constitucional, y en esos pocos países no todas las instituciones exhiben con transparencia el contenido de sus fines. A pesar de todas las imágenes publicitarias que representan lo contrario, la involución totalitaria de las instituciones constituye hoy por doquier una palpable amenaza. Esta circunstancia apremia más la exigencia intelectual de la comunicación libre, de la imaginación crítica y del diseño de alternativas culturales en todas las esferas de la inteligencia, desde el arte hasta la tecnología.
El ideal intelectual de autonomía moral y política que formuló el humanismo renacentista y la ciencia de la Ilustración se ha vuelto hoy una frágil utopía. Nada resulta más fácil, a la luz de los acontecimientos sociales más cotidianos, que declarar su definitiva superación histórica. La destrucción de los ideales de emancipación de la Ilustración científica y filosófica, bajo sus propios postulados de racionalidad tecnológica y política, ha constituido, al fin y al cabo, la incesante pesadilla del pensamiento crítico europeo de todo el siglo XX. Pero ante el dilema histórico que imponen nuestras armas civilizatorias no creo que exista otra elección posible: sólo la reformulación y el cumplimiento de los ideales modernos de libertad pueden abrir una brecha en la ciega noche de un progreso tecnoeconómico que no es capaz de definir un futuro histórico. únicamente el principio intelectual de la crítica, y la imaginación de lo posible a ella ligada, pueden devolver a nuestro tiempo su perdida esperanza.
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