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Tribuna
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Espías

La historia, la guerra, la ciencia, el matrimonio, todo, al fin, acaba siendo, como diría Ricoeur, un relato. Pero lo que más intriga o fascina de la vida no es tanto la propia vida, muy propensa al fastidio, como la vida de los demás. A fin de cuentas, si hay algo comparable a la conquista del tesoro, incluida su narrativa, es la subterránea conquista del secreto de los otros. Obtener, tras la excavación o el deslizamiento, aquello que se recata.Desde los exasperados espionajes que minan los ascensores y alcobas de empresas y embajadas, hasta la nueva paranoia de Radio Cadena Española y otras emisoras -españolas y extranjeras- por extraer del cuerpo ciudadano una historia u opinión personal, el tiempo está cruzado por la codicia de examinar al otro. Pero también, de siempre, la voluntad de consumir productos artísticos, desde la obra musical a la literatura, está sostenida por el mismo impulso de acceder a la guarida ajena y escudriñarla.

No existe desnudo más fascinante que aquel en que el otro, observado en su privacidad, ha cesado como actor y es sorprendido como sujeto puro. Mirar sin ser visto, seguir la existencia sin existir, juzgar sin ser juzgado; todos son atributos correspondientes a la deidad.

Saber del otro, sus modos de discurrir en la intimidad, transforma al vecino común en espectáculo y al que contempla en un espectador voluptuoso. Complementariamente, preservar la intimidad personal, contar con lo que se llama "vida privada", no conlleva otra cosa que mantener privados a los demás de ese resto por el que más vivamente seremos solicitados. Este es al fin el mayor sentido de producir y nutrirse de secretos. En tanto individuos semicerrados pasamos a ser objetos de investigación, de espionaje, de encuesta, de deseo.

Ningún ser vivo puede considerarse tal en tanto no persista en la custodia de un secreto. Y, en verdad, sólo los muertos, que se llevan consigo su rumor hasta la tumba, continúan cotizándose como personajes.

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