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Los azares de la diferecia

Parecería haber en la reciente respuesta de Gianni Vattimo (EL PAÍS, 30 de marzo de 1987) a quienes opusieron una crítica a su artículo De la ideología a la ética (8 de enero de 1987) cierta actitud vagamente paternalista. En efecto, antes de entrar de modo sustancial en la argumentación de sus objetantes, el profesor turinés los agrupa sobre todo como curioso objeto de lo que podría ser un breve case study de sociología de la cultura, según se anuncia de entrada.La especificidad del caso consistiría en que el adiós a la escuela de la sospecha (crítica de las ideologías) y la vuelta a la ética suscitan escándalo (¿pero es eso, en rigor, lo que suscita escándalo?) en la cultura progresista española, cuando no lo suscitan ya en la cultura de izquierda italiana. La razón estribaría en que ésta, desde hace relativamente poco tiempo (finales del pasado decenio, según Vattimo), ha "asimilado profundamente las enseñanzas de autores como Nietzsche y Heidegger, y ha acabado por encontrarse en posturas teóricas bastante diferentes de las de la cultura progresista española, con la que comparte, por otro lado, muchas de sus opciones políticas concretas.

Sorprende, en primer término, la reiterada diferencia de las expresiones utilizadas: cultura de izquierda (Italia), cultura progresista (España). No se sabe muy bien si la distinta adjetivacíón responde a distintos contenidos de la cultura, a distintas fases de la evolución de ésta o a distintos estadios de asimilación de los autores normados o prescritos en la cita precedente, que son quienes parecen acotar los horizontes de la diferencia.

Dicho sea de paso, y por no hablar de Nietzsche, la penetración de Heidegger en medio español empezó tempranamente. Las primeras traducciones hechas por Zubirí remontan a 1930. Al filo de 1950 (cuando ya circulaba la traducción de Ser y tiempo hecha por Gaos), la difusión española del pensador alemán tenía ya intensidad bastante para producir un sarpullido reactivo en la vanidad de Ortega, quien se apresuró entonces a señalar con insistencia que se había adelantado a muchos de los postulados de aquél. Recuérdese, a ese propósito, la memorable figura paródica de "el-que-lo-había-dicho-todo-ya-antes-que- Heidegger" en tiempo de silencio.

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En todo caso, la expresión "cultura progresista" nos parece, cultural y sociológicamente, desafortunada. Lo cierto es que la tipificación social de lo que sería una cultura progresista -el progresista o el progre- es por estos parajes huella del pasado y fue sustituida hace bastante tiempo por la tipificación social de formas, ademanes y actitudes que circularon muy pronto bajo el marbete de lo posmoderno.

En España, lo posmoderno se produjo en cierto modo como fenómeno espontáneo de cambio de actitudes, indumentaria y talantes sociales, previo a toda teorización propiamente dicha. La teorización vino ex post facto. Es como si, por haber sido nuestra modernidad particularmente intermitente, sobresaltada y laboriosa, nos hubiera acometido de pronto una natural vocación de posmodernidad. Pero es evidente que todo cambio social conlleva una crítica de las formas que se abandonan, por poco teorizada que esa crítica esté. Y así, en el paso de la tipificación social del progre a la del posmoderno subyace una crítica o un disentimiento o un cansancio respecto de la fe de aquél -con frecuencia proselitista o dogmática- en el progreso mismo. Y bien claro está que la crítica de la noción de progreso constituye uno de los fundamentos de la reflexión posmoderna. En. tal contexto, la expresión "cultura progresista" responde a una taxonomía socialmente desfasada. Lo progresista, la progresía, tienen hoy por hoy parvo cartel aquí.

Si, a la hora de entrar en el juego o en la combinatoria o en el azar de las difencias entre la cultura italiana de izquierdas y la cultura progesista española. Vattimo alude con esta última expresión no ya al ancho y poco delimitable campo de la cultura, sino al del pensamiento y, más precisamente, a la proyección de éste en la órbita de lo político; las diferencias que nos separan de Italia son muy considerables, pero no son de ahora, sino que se sitúan corriente arriba. En ese caso, habría que hablar no tanto de la cultura progresista como del pensamiento de la izquierda española, aquejado ciertamente de endémica precariedad. No hay, en efecto, en la evolución de la izquierda de este país, nada que se aproxime al fenómeno Gramsci ni al diálogo crítico que con el pensamiento de Croce aquél estableció.

Las relaciones entre la política y la inteligencia han sido mal entendidas y peor practicadas por la izquierda española. Es ese un problema que el socialismo actual no sólo no ha resuelto, sino agravado. Ha carecido, en rigor, de la amplitud de miras necesaria para crear espacios críticos que, a la larga, habrían de redundar en su favor, y ha tendido al establecimiento de dispositivos de vinculación o de mecanismos de fidelidad o de conformidad. En tan precario contexto sólo incumbe al intelectual la precaria función de transmitir los deseos del poder, como sucedió en fecha aún no remota con el grupo conocido por el poco honroso nombre de intelectuales de la OTAN.

Es precisarnente en esas zonas ambiguas o difíciles en las que el pensamiento no puede eludir (pues es esa la primera coloración ética del pensamiento mismo) su horizonte político-social, donde aquél ha de mantener contra la pertinaz reproducción de lo existente su función inaugural.

El riesgo de debilitamiento de dicha función o de insensible deslizamiento hacia formas de pensamiento aquiescentes o legitimamente es, según entiendo, lo que movío en lo fundamental las objecciones a la propuesta de una ética cuyo fundamento fuese el solo criterio de la presentabilidad y a un consenso que, como eje de la democracia, estuviera basado en dicha ética.

A esa objección, central y en cierto modo única, no responde propiamente el profesor de Turín. No entra éste en un análisis de su propia propuesta ética, sino que lo soslaya mediante una larga exposición del desarrollo general de su pensamiento como crítica de la crítica, es decir, como oposición a la crítica de las ideologías o escuela de la sospecha, expresión poco simpático que parece haber ganado relativa fortuna y que fue acuñada, como sabido es, por Paul Ricoeur.

Pero esa larga explicación no sólo elude la materia central del debate, sino que es, además, inncesaria. Cualquier lector interesado en estas cuestiones la conocía o podía conocerla de antemano por lectura de libros del propio Vattimo, como la Fine della modernità (1985), del que hay traducción en castellano, o del libro colectivo Il pensiero debole (1983), dirigido por Vattimo y Rovatti, del que ignoro si existe traducción.

El pensamiento de lo posmoderno es aún -y nada nuevo digo con ello- un pensamiento en fase constituyente. Aparece, sobre todo, como el espacio crítico en el que habría de juzgarse si la modernidad es o no es una causa perdida. Pero naufragada -de ser tal el caso- la modernidad y con ella la promesa o el proyecto de que era portadora, el pensamiento posmoderno habría de dar indicio neto de su propia capacidad proyectual. Porque es en la irrenunciable oferta del proyecto donde el pensamiento converge o se reúne con la comunidad de lo viviente o los vivientes.

Y a ese propósito, tal vez no fuera ocioso recordar, como al dar comienzo a la minima moralia recuerda Adorno -tan alejado y remitido hoy a las últimas estribaciones de la modernidad tardía-, que la filosofía, según un antiguo saber acaso relegado a vago olvido, ha de comportar, y tal es la sustancia de su compromiso ético, la doctrina o el proyecto de una vida justa.

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