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Orto y ocaso de la modernidad

Mucha retórica y no pocas discusiones vanas está ocasionando, y es de temer que así continúe hasta 1.992, la prevista conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América. ¿Por qué no habría de permitirme también yo, en medio de tan abundante prosa, algunas reflexiones propias acerca del significado atribuible a los acontecimientos cifrados en el año que las naves de la expedición española tocaron puerto en ese que para los europeos vendría ser un Nuevo Mundo?Sabido es que la cronología histórica tiene un valor convencional: valor útil, sin duda, pero desde luego convencional. Puesto que aún no ha sido revocada y sustituida, aunque se haya querido ponerle parches, aceptemos la periodización corriente que establece, a partir del Renacimiento, una denominada época moderna. Pues bien, cuando, tras haber sido propuesta sin demasiado éxito la acotación de una pretendida época contemporánea, se habla tanto ahora de posmodernidad, parecería adecuado preguntarse cuáles serán los hitos de esa modernidad que ya se considera finiquitada.

Para mí -y luego diré por qué-, la época moderna se abre con las expediciones de descubrimiento, conquista y colonización de las que puede ser cifra la emprendida por Colón en 1492, y se cierra con el espectacular pero inconducente y estéril viaje a la Luna que hubimos de presenciar mediante la televisión en 1969. Vale la pena hacer notar entre paréntesis algo que debiera resultar obvio: desde un punto de vista hurnano, en cuanto hazaña de heroica intrepidez, aquella erripresa fue, sin punto de comparación, mucho más arriesgada, y exigió mucha mayor osadía, que esta reciente, pues quienes la llevaron a cabo se lanzaban, perdiendo contacto con su base, hacia lo absolutamente desconocido; pero esto no hace al caso. Tanto en una como en otra, los expedición arios eran agentes de la civilización cristiana occidental que durante todo el curso de la modernidad había mantenido la inicitiva histórica, y desde cuya perspectiva hubo de elaborarse el concepto de historia universal. Este concepto implica una visión totalizadora de la acción del hombre sobre la tierra, correspondiente a un desarrollo histórico que integraría al vario mundo en una unidad planetarla tecnológicamente cerrada.

En verdad, también pudiera tomarse como punto de referencia inicial la fecha en que, 30 años después del viaje de Colón, la expedición de Magallanes-Elcano completaría la vuelta al mundo, creando en el hombre de nuestra civilización occidental la clara y definitiva conciencia de habitar un espacio limitado, abarcable, susceptible de ser explorado y dominado en su integridad. Los conocimientos y las técnicas de navegación que por entonces posibilitaronempresas tales fueron adquiridos en el impulso renacentista de curiosidad científica y de expansión militar que, por otra parte, había empezado a revolucionar, ya durante el reinado mismo de los Reyes Católicos, el arte de la guerra, haciendo indispensable a su vez la concentración de poder económico y polílico y la organización burocrática que engendrarían el Estado nacional. La historia de la ciencia nos informa de cómo el pase desde el saber teórico a sus aplicaciones prácticas -esto es, a la tecnología- ha estado ligerado básicamente a los designios bélicos: el título de ingeniero está referido en su origen a la profesión militar. Constituidas, pues, las monarquías absolutas, el desarrollo de la edad moderna describe el proceso de la vírtual conquista por el hombre europeo de la totalidad de la tierra y de la incorporación a su particular cultura de las diversas poblaciones que la habitan. Lo que no deja de causar asombro es el que semejante tarea haya podido cumplirse, como se ha cumplido a lo largo de cuatro siglos, no por obra de la cristiandad en bloque, sino a iniciativa separada de varios Estados nacionales y, lo que es más, empeñados en una dura competición recíproca que, fue casi siempre violentísima confrontación armada. Con todo, en la pugna de estas rival¡dades internacionales no dejaban de respetarse ciertas reglas del juego -o leyes de la guerra- mientras quedaron vacantes y por explotar territorios exteriores. La I Guerra Mundial (1914-1918) marca sin duda el término de esta situación y con ello el final del proceso de la edad moderna. La segunda (1939-1945) introducirá de manera definitiva entre las naciones europeas el concepto de una guerra total que no persigue la niera derrota del adversario, sino su aniquilación completa.

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El arsenal aplicado a tal propósito tenía ya, como resultado del continuo progreso tecnológico, una eficacia aterradora. Al final de esta última gran guerra, las primeras bombas atómicas harán demasiado evidente su poteincial capacidad para destruir al género humano y quizá pulverizar o volatilizar el planeta mismo sobre el que habita.

De cualquier manera, dicho progreso tecnológico, tanto en materia bélica como en otros campos -sí es que pueden diferenciarse unos de otros-, había hecho ridículamente pequeñas las estructuras de poder de los Estados nacionales soberanos y exigía en cambio ahora una organización provista de instanclas con alcance global, pues los instrumentos de la actualciviliz ación habían anulado las distancias de espacio y tiempo, no quedaban más territorios exentos, más países por descubrir, explorar o colonizar, y el mundo se había convertido en una unidad encerrada dentro de una red cada día más tupida de medios de comunicación y control.

La expedición a la Luna en 1969 es a la vez fruto postrero del imparable impulso conquistador que movió al hombre europeo desde el Renacimiento, y prueba patética de su actual futilidad. Es éste un impulso que, por efecto de su propio éxito, ha perdido su objeto, lo ha agotado, y que de ahí en adelante deberá descargar en puras fantasías lúdicas, cuando no en el delirio de viajes espaciales o de una guerra de las galaxias.

Entiendo que la situación nueva así creada sirve para explicar los fenómenos más llamativos de esta posmodernidad en que nos hallamos. Durante el plurisecular período histórico abierto con las expediciones navales de que sería cifra la fecha del Descubrimiento de América, y cerrado con la II Guerra Mundial -o, si se prefiere, con la conquista de la Luna en 1969-, la cristiandad extendió su poderío hasta cubrir el planeta entero, incorporando a todos sus habitantes en el cuadro de una civílización material cada vez más avanzada, más eficaz, más dominadora. Y ahora ya, cuando los recursos de esa civilización han llegado a hacerse incalculables, aquellas formidables energías desplegadas en el proceso han quedado carentes de meta: el hombre contemporáneo tiene al mundo en sus manos, pero no sabe a qué aplicar la fabulosa tecnología que ha desarrollado, no sabe en qué emplearla, no sabe qué hacer de su vida. Así, caído en la desorientación y en un general desconcierto, el mundo se debate entre los continuos brotes de una violencia ubicua (tanto más devastadora cuanto que los medios ofrecidos por esa alta tecnología para ejecutarla están hoy al alcance de cualquiera), violencia apenas recubierta a veces bajo tenues y residuales pretextos ideológicos, pero desprovista con la mayor frecuencia de una mínima pretensión justificadora; y, alternativamente, la caída en el marasmo de la indolencia o el suicidio de la droga. ¡Quién sería capaz de predecir si esta situación conducirá hacia la definitiva catástrofe, o si, por lo contrario, encontrará la humanidad el medio de superarla hacia una etapa más feliz!

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