La remota idea de Europa
En los países de Europa Occidental hay cada vez menos europeístas desilusionados, porque es la misma idea de los Estados Unidos de Europa la, que cada vez es más débil y más remota. Él concepto humanista de Europa ha perdido brillo y vigor al haber aparcado sus propios ideales en un espacio geográfico, político y cultural dominado de firma masiva por los intereses económicos. La actividad de los organismos comunitarios nacidos después de la Segunda Guerra Mundial se desarrolla al ritmo de modestos éxitos, esperanzas frustradas, crisis de impotencia, trabas burocráticas, cautelas diplomáticas y sumisiones nacionales e internacionales que limitan aún más su reducida autonomía. Resumiendo, un currículo nada alentador, de futuro precario y rodeado de escasa atención.¿Pero realmente sigue siendo actual la idea de una federación europea? ¿De verdad esta utopía, que atraviesa los siglos entre altibajos" tiene alguna posibilidad de ser escuchada y discutida? André Fontaine, el director de Le Monde, en un artículo publicado también en EL PAÍS el 31 de diciembre de 1986, afirma que "esta Europa que cada cual desea y cuya imperiosa necesidad todos advierten, necesita para su relanzamiento una gran querelle, una gran causa".
El análisis de André Fontaine señala lúcidamente los obstáculos que impiden el nacimiento de los Estados Unidos de Europa. No tan lúcida es la solución que propone la gran causa imitando el ars rhetotica de Corneille y de De Gaulle. ¿Pero qué gran causa"? El ilustre periodista no lo dice y, además, los ejemplos que cita de colaboración entre algunos países europeos (los proyectos Ariane, el Airbus, el Esprit o el Eureka, y acuerdos entre industrias automovilísticas) son tan sectoriales que no constituyen un instrumento de movilización colectiva para ninguna gran causa.
No voy a repetir aquí los manidos argumentos sobre las diversidades étnicas, culturales, antropológicas, políticas y civiles, ni sobre los egoísmos nacionales, pero no se puede ignorar que cuanto más aumenta el bienestar de cada uno de los Estados, más se consolida la satisfacción de vivir en un país próspero y menos deseos hay de pensar y creer en un pacto federativo y supranacional. Para el ciudadano medio, el país en que, vive es parte integrante de sí mismo, le es próximo, mientras que Europa, como suma de todos los países europeos, es lejana. El efecto distancia es un bloqueo conceptual que impide aceptar a Europa como una entidad colectiva plurinacional. Ni siquiera la consciencia de formar un potente conjunto de habitantes y de medios económicos espolea a los ciudadanos europeos para tener una conciencia europeísta.
Por lo que respecta a Italia, protagonistas como Alcide de Gasperi, Carlo Sforza y Altiero Spinelli alimentaron con inteligencia, pasión y honestidad su denodada fe en la misión de Europa. Los resultados no son alentadores, ya que asistimos a un espectáculo bastante triste: parlamentarios jubilados por sus propios partidos o de escaso relieve o incómodos por exceso de independencia son destinados a ocuparse de cuestiones comunitarias; lejos del centro del poder real. ¿Son eurócratas o, más bien, eurosaurios? Por otra parte, el deseo de Europa no parece distinguir de modo particular a ciertas elites italianas: un reciente sondeo sobre 200 creadores de opinión revela que el 21,5% de los entrevistados prefiere vivir en Milán, y el 12,9%, en Roma, en lugar de en París (15,1%), Londres (6,1%), Viena (4,5%), Madrid (2,3%), Copenhague (1,9%), Estocolmo (1%) o Berlín (0%).
Pues bien, si las cosas son así, ¿en qué gran causa ponemos nuestras esperanzas europeístas? El Parlamento Europeo debería ir a la vanguardia de los Parlamentos nacionales, pero, ¿quién, en Bruselas o en Estrasburgo, tiene la autonomía y el carisma para rebelarse a la politique dabord de los distintos Gobiernos?
Sin embargo, hay quien razona, cabalgando en la ola del sentido común, cuando polémicamente se niega la utilidad de los organismos comunitarios: podría llegar un momento en que, si el Parlamento Europeo no existiera, sería peor. El hecho es que en el horizonte de Bruselas, Estrasburgo y sus ale daños tampoco se vislumbran gérmenes de grandes causas que abrazar en nombre de la Europa unida.
Un escritor de renombre mundial, Alberto Moravia, eurodiputado, publicó un libro sobre la bomba atómica y ha tenido muchas intervenciones acerca de este problema, preocupado por la carrera de armamentos, contra la que ha alzado su voz en Estrasburgo. ¿No sería el peligro nuclear una excelente gran causa para movilizar a los Gobiernos europeos y a los organismos comunitarios? Lo ocurrido en Chernobil también fue una extraordinaria oportunidad para concertar en los lugares oportunos una estrategia de seguridad más allá de las normas en vigor y para establecer un calendario de controles recíprocos sobre el funcionamiento de las centrales nucleares. Pero, en cambio, después de Chernobil llegó el desastre del Rin, los verdes volvieron a alzar la voz, volvimos a desesperarnos y la rutina de la política cotidiana volvió por sus fueros. En efecto, ¿cuántas son las directrices formuladas en Bruselas y en Estrasburgo que influyen eficazmente en la sociedad y en la política de los distintos países europeos?
Así, pues, razones objetivas han determinado el declive de los ideales europeístas. Llegados a este punto, sin dejarnos abatir por los sueños ni las utopías de quienes hacen flamear las banderas de las grandes causas y sin dejarnos paralizar por la rutina administrativa de los organismos comunitarios m por las culpas de los Gobiernos, conviene, más bien, reflexionar sobre las muchas Europas que son los países del Occidente europeo. Con su estilo de vida cada país ya tiene comportamientos y costumbres análogos, siguiendo la falsilla de los cánones establecidos por la internacional del consumo. ¿Es su majestad el consumo, son las visiones televisivas de Eurovisión las nuevas grandes causas de las que nacerán, como Atenea de la cabeza de Zeus, los Estados Unidos de Europa? ¿O bien las desenvueltas operaciones financieras de los capitalistas de choque, traspasando las fronteras nacionales y estrechando alianzas a golpe de paquetes de acciones, están fabricando el nuevo cemento para edificar Europa?
Las grandes causas pueden nacer de una fuerte tensión pragmática que a toda costa debe resolver problemas inaplazables para proyectar el futuro o de fuertes tensiones ideológicas capaces de invertir la escala de tareas corrientes. No me parece que en Europa se den las condiciones para que una u otra eventualidad lleven al primer plano la gran causa de interés general. Hoy es así, y creo que lo será durante un largo período. Mañana, quién sabe...
La conciencia europea es un espejismo, un hada Morgana, una luciérnaga que se enciende y se apaga intermitentemente conforme a variables independientes y a contingencias históricas.
En el espejismo han caído incluso los partidos comunistas de Europa, sobre todo el PCI. ¿Recuerdan el eurocomunismo? Hoy nadie habla ya de él y, sin embargo, no ha pasado tanto tiempo.
Eximios espíritus que han dedicado su pensamiento y su acción al ideal europeísta fue ron muy conscientes de que tomaban parte en un juego de azar en el conflicto entre ilusiones y realidad.
Quizá fuera más útil cultivar hoy este ideal país por país, cada uno a su modo y manera, a fin de que no se agote del todo esperando la gran causa. No se trata de predicar el retorno a un mezquino aislacionismo. Todas las naciones europeas, libres de prejuicios, y de cerrazones provincianas y orgullosas de su propia identidad europea, deberán pensar en sí mismas como en una pequeña Europa. Podría ser una inmediata y saludable respuesta a nuestra incapacidad de construir con hechos la gran Europa, un sueño y una utopía a los que se opone la realpolitik de los equilibrios mundiales, que las dos mayores potencias, EEUU y la URSS, contribuyen a que cada vez sean más difíciles.
Enzo Golino es subdirector del semanario italiano L'Espresso, periodista y ensayista. Traducción: Ángel Sánchez Gijón.
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