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De la ética de la sospecha a la sospecha de la ética

Hay situaciones o contextos en los que tal vez. sea el silencio forma de expresión privilegiada. No lo es ciertamente en todos los casos. Por eso me pareció reconfortante la bella y plenaria respuesta de Emilio Lledó al artículo de Gianni Vattimo De la ideología a la ética, publicado en estas mismas páginas (EL PAÍS, 8 y 14 de enero de 1987)Resulta cuando menos inquietante ver cómo desde el vago territorio de una poshistoria o de la disolución de la historia en las historias, en el plano de la contemporaneidad y de la simultaneidad, que genera, en efecto, la deshistorización, de la experiencia característica de la sociedad, mediática, el pensamiento de sobre lo posmoderno se configura -de modo casi hiriente en ocasiones- como un pensamiento no inaugurante, sino fundamentalmente legitimante.

En la esfera de luminosidad atenuada de la lichtung, del calvero o claro del bosque, según la reiterada -o luego mimetizada- metáfora heideggeriana de lo verdadero como acontecer, como apertura, tan cara al pensamiento posmoderno, éste, paradójicamente, parece presentársenos muchas veces no como una apertura, sino como una oclusión. Todo pensamiento fundamentalmente legitimante es, en efecto, un pensamiento fundamentalmente oclusivo.

Tiene el pensamiento una peligrosa maleabilidad que se manifiesta sobre todo en los puntos de su inserción forzosa o no eludible en las formas inmediatas del acontecer o de los aconteceres personales o colectivos, que el pensamiento en rigor no determina, pero a los que -a veces- insólitamente sirve. La historia, no ya como narración unitaria o como historiografía, sirio como simple o bruta materia de la memoria, puede denunciar -en el sentido fuerte del término- por una brusca e inesperada reaparición irruptiva esa maleabilidad o veleidad del pensamiento.

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Irrupción ciertamente intempestiva cuando la consideración posmoderna de la noción de historicidad está tan estrechamente vinculada -como particularmente sucede en el caso de Vattimo- a una lectura de Heidegger, la que impone la reaparición biográfica de éste en las memorias de Karl Löwith (en el llamado Harvard paper, escrito en 1940 por el gran historiador del pensamiento filosófico moderno), publicadas ahora en la República Federal de Alemania.

Corría el año 1936, de obvia memoria, cuando se produce en Roma el último encuentro de Löwith, ya exiliado, con quien había sido su maestro. Durante toda su estancia romana Heidegger llevó la cruz gamada pertinazmente prendida en su solapa. Así, con tal ornamento, habló de Hölderlin en el instituto ítalo-germano. Sus opciones políticas acababan de ser duramente atacadas por Karl Barth en el Neue Zürcher Zeitung. Löwith consideraba ocioso ese debate porque entendía, y así lo manifestó a su maestro, que la opción de éste "en favor del nacionalsocialismo era inmanente a la esencia de su filosofía". "Heidegger", prosigue Löwith, "concordó plenamente conmigo y precisó que su noción de historicidad era el fundamento de su compromiso político".

¿Lichtung? ¿Apertura de historía o de destino? ¿Inmanencia o tan sólo maleabilidad de la opción fundada en una peligrosamaleabilidad del pensar mismo? Resulta escalofriante que, en el momento de no renunciable convergencia con los acaeceres inmediatos, el pensamiento de Heidegger permitiese a éste legitimar, desde su propila noción de historicidad, uno de los dispositivos de poder de más odiosa capacidad exterminante que la historia haya conocido.

Ni las circunstancias ni las modalidades de operación de los sistemas de poder son hoy exactamente las mismas. Sin embargo, parecería análoga la proclividad legitimante -manifiesta o subrepticia- de ciertas formas del pensar. Tal es la reflexión inmediata que la propuesta ética de Vattimo suscita.

Arrumbados los fundamentos de la kulturkritick, que en detinitiva estaría sustentada en una ética de la sospecha, y muy en particular de la precisa sospecha de que todo sistema de representaciones con pretensión totalizante y universal entraña un proceso de cristalización ideológica, es decir, de ocultación y enmascaramiento de lo real, el profesor de Turín -en nombre propio y de "varias corrientes contemporáneas"perfila una nueva propuesta ética que, a decir verdad, induce en nosotros de inmediato una fuerte sospecha de la ética.

En efecto, según esa propuesta, habríamos de aceptar -sin sospecha- los sistemas de valores y los programas políticos como representaciones -en el sentido teatral del término- en las que "un individuo, un grupo o una clase pone en escena sus propios intereses, transfiriéndolos a un plano de presentabilidad, despojándolos de todo lo que tienen de demasiado feo, inmediato y bárbaro". No parece tratarse tanto de eliminar la fealdad, la inmediatez o la barbarie como de conseguir, simplemente, que esos elementos no comparezcan en la representación y la estorben. La fórmula clave en el párrafo citado es la relativa a la transferencia, de intereses "a un plano de presentabilidad".

Parecería ocioso recordar a ese propósito que la presentabilidad es el criterio práctico que gobernó la relación burguesa con las normas de la moral tradicional. En ese sistema de relación no importaba tanto, desde el punto de vista ético, lo que algo o alguien fuese como que fuese presentable, pues sabido es que el sistema estaba caracterizado por el predominio del parecer sobre el ser. También parecería ocioso señalar que la presentabilidad es lo único que desde la cabecera del sistema del que somos tributarios se ha solido pedir realmente a los dictadores más sangrientos. En definitiva, sólo la quiebra del criterio de presentabilidad los ha desgastado a ojos de sus amos. Por esas y otras no menos obvias consideraciones cabría pensar que una ética de la presentabilidad es éticamente impresentable.

Debe añadirse que, en el proceso de transferencia exigido por la presentabilidad, ha de quedar elidida o en suspenso "la desnuda verdad de los intereses vitales", es decir, de los intereses vinculados a la lucha por la existencia. Esa elisión sería la base de la democracia concebida como "el conjunto de los procesos en que la representación universalizada de los intereses se acentúa explícitamente con la construcción racional del consenso". Por supuesto, el autor no deja de precisar que tal consenso impone "un auténtico acto de ascesis".

En ese punto, en el que se ha pasado en rigor de una ética a lo que ya sería propiamente una ascética, uno se pregunta con inquietud a cargo de quién ha de correr el acto de ascesis requerido. Bien cabe temer que ese ascesis se imponga una vez más a aquellos -muchos- que no hari podido nunca rebasar suficientemente el nivel de los intereses inmediatos, de la simple y nuda lucha por sobrevivir.

También cabe preguntarse qué sucedería con las desnudas verdades y los intereses vitales elididos en un consenso donde toda correspondencia entre el discurso -o verdad consensual- y la realidad exterior estaría basada en el previo blanquearniento -falsificación, en definitiva- de ésta.

La ética de la presentabilidad, del consenso y de los buenos modales se confunde peligrosarriente con una ética de la conformidad o del conformismo, de: la cobertura o de la convalidación de situaciones cada vez más manipuladas. El texto de Vattimo vale, ciertamente, como descripción, pero no como propuesta. En efecto, sistemas de valores y programas políticos tienden cada vez más a la representación teatral y a un dudoso arte del espectáculo. Pero ante una representación de tan bastarda naturaleza cabe reservarse cuando menos la posibilidad y el derecho de proponer, por razones tanto éticas como estéticas, la ética del espectador disconforme, la ética del silbido.

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