La democracia pendiente
La democracia es un artefacto social y políticamente revoluacionario, cuyas posibilidades están siendo desaprovechadas por la inercia de figuras teocráticas y autocráticas de épocas pasadas, configuradas de nuevo de acuerdo con la actualización de los prejuicios. El peso de las promesas traicionadas se va imponiendo a la balanza de los logros, resultando un saldo de apatía cívica, cinismo y desconfianza paraviolenta. Se olvida o se ignora que la democracia es un proceso -algo, por tanto, siempre pendiente en sustancial medida-, no un logro asentado de una vez por todas: su simple e inmóvil defensa personal encierra necesariamente retroceso y mengua. Estas reservas, por supuesto, se refieren a las únícas democracias dignas de tal nombre -las llamadas occidentales- y no implican la menor simpatía por las fórmulas deautocracia estatal que con legitimaciones colectivistas, militaristas, nacionalistas, prooccidentalistas, etcétera, rigen en tantos desdichados rincones del mundo, ni guardan nostalgia por otras soluciones totalitarias pasadas o venideras. Por el contrario, de lo que se trata es de librar a la democracia tanto de sus degeneraciones o alternativas monstruosas como de su incumplimiento.El párrafo anterior expresa el objeto reflexivo de la filosofila política actual menos ociosa y menos coyunturalista. Un ejemplo reciente de la mejor cepa es el ensayo 'Il disincanto tradito', de Paolo Flores d'Arcais, publicado en el número 2 de la revista italiana Micromega. No se entienda disincanto por nuestro tan últimamente publicitario desencanto, sino por desencantamiento o desmitificación. En su ensayo -que ha desencadenado un interesante debate teórico entre diversas figuras relevantes del pensamiento político-, Flores d'Arcais habla del desencantamiento ilustrado que disoció la condición social de sus fundamentos naturales o teológicos, del objetivismo colectivista que en épocas pasadas atribuía necesariamente a cada cual un puesto en el cosmos comunitario. Lo característico del ordenamiento democrático moderno es que funciona desde y para el individuo convertido en ciudadano, derogando los arcaicos vínculos costumbristas y localistas en beneficio de la legalidad universal. La posibilidad de todos a ser efectivamente escuchados y, por tanto, el derecho a la diferencia y a la discrepancia son los puntos de contraste de la nueva legitimidad. Pero este desencantarniento ha sido (relativamente) traicionado por la partitocracia y el profesionalismo político, cuya lógica de la pertenencia -es decir, la afiliación al grupo como definición de la propia identidad, más válida que la participación crítica- ha supuesto el triunfo absoluto del funcionarlo leal y el crepúsculo del ciudadano responsable y respondón.
En el fondo de estas sugestivas reflexiones subyace una urgencia ética, corrio es casi constante en el pensamiento actual: el relanzamiento de una nueva idea de la virtud cívica, a la que Flores d'Arcais llama existencialismo libertario. Cualquier insistencia en que la novedad radical de la democracia moderna es el papel central en ella del individuo convertido institucionalmente en ciudadano, fuera del cual no hay legitimidad política válida, atrae inmediatamente las reservas de aquellos para quienes individualismo equivale a ley de la selva y lucha de todos contra todos (que es, por cierto, lo que rige entre las colectividades nacionales o imperiales sin aparente escándalo). Flores d'Arcais sostiene correctamente que la descalificación de las opciones individuales como simple expresión ideológica de intereses socioeconómicos es, a su vez, un inmovilizador prejuicio; pero no logra -según creo- disipar suficientemente la equivalencia habitual entre interés propio y rapacidad insolidaria. Creo que el verdadero fundamento para una ética de proyección política es el egoísmo ilustrado, no ese placer de la honradez que él señala y que, desde luego, me parece: bastante raro. Sigue habiendo en el pensamiento moral contemporáneo más esclarecido un afán puritano, de visos algo religiosos, por escamotear el fundamento de arrior propio que tiene toda ética racional. Hace pocos días leíamos en Gianni Vattimo incluso una referencia a Schopenhauer al hablar de la ética como negación de la voluntad, temo que confundiendo la estilización universal de la voluntad con su abolición.
En efecto, las opciones políticas de los individuos brotan en su interés personal, pero ese interés no es tan sólo el mecáníco trasunto de su posicion económica: su mterés por vivir en una comiinidad justa, pacífica, armónica y, libre expresa urgencias del egoísmo inteligente tan interesadas e interesantes como cualesquiera otras más materialistas. Quien prefiere ser Calígula a ciudadano con plenos derechos de un país bien organizado no es que sea más egoísta, sino menos rxionable que quien sostiene la preferencia opuesta. El individuo se interesa en los demás y en la comunidad porque busca lo más conveniente para él, no porque renuncia a ello en aras de no sé qué colectivismo trascendental. A este respecto conviene recordar que quien comprende mejor la necesaria condición social humana es quien con más energía se resiste a la tentación gregaria que pretende sustituirla. Pero, suele preguntarse con alarma, ¿dónde están esos individuos convencidos consecuentemente de su igualitaria ciudadanía en nuestro mundo de desigualdad económica feroz, manipulación informativa y armamentismo desenfrenado? Por lo visto, el individualismo democrático está muy, bien en teoría, pero aún no estamos de hecho capacitados para él: del mismo modo, durante el franquismo, se nos trataba de convencer a los españoles de que no estábamos preparados para la democracia... Y, si vamos a eso, ¿dónde están las naciones que en realidad encarnan valores eternos, dónde los Estados cuya representación del bien común es impecable, dónde los partidos o grupos sociales cuyo funcionamiento público no muestra idénticos abusos -pero agrandados- que la menos recomendable conducta privada?
La parte más interesante y más polémica del ensayo de Flores d'Arcais es la dedicada a la crítica de la partitocracia y el
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profesionalismo político. Por supuesto que en España la denuncia de los males de los partidos como mecanismo político tiene que ser particularmente matizada, pues suena de inmediato a las diatribas antiliberales de la época franquista. O a las quejas de los desencantados virulentos (¿tiene la culpa la realidad de su desencanto o son ellos quienes se encantaron mal?) dispuestos a establecer rápidamente que entre Franco y Felipe González no hay más distancia que la mediadora entre El Ferrol y Sevilla. Pero estas cautelas no pueden obstaculizar la consideración crítica de procedimientos de representación política cada vez más desfiguradores. Democracia no es cualquier régimen que respeta la economía de mercado y una cierta libertad de Prensa, como parece darse a entender a veces desde la derecha civilizada: la capacidad universal de ser eficazmente escuchado (es decir, de participar en la gestión), el derecho, por tanto, a ser íntegramente persona (no sencillamente súbdito) y la abolición del secretismo y el ocultamiento en las decisiones políticas son también requisitos exigibles.
Cuando hoy se habla de la crisis de los partidos políticos, casi siempre se manejan cuestiones ideológicas y crepúsculos de doctrinas antaño en boga, pero pocas veces se estudian problemas más básicos y que tienen poco que ver con el derechismo o izquierdismo oficial del grupo: procedimientos de financiación, especialización en el mando de sus miembros más relevantes, prioridad de afiliación y pertenencia por encima de la participación, restricción cada vez mayor del menú que se ofrece al ciudadano (contraste entre la claridad espectacular con la que se le anuncian las personas que puede elegir frente a la brumosidad indistinta de las opciones de gestión que encarnan), etcétera. Se da por indiscutible que la especialización técnica creciente y la complejidad de funciones de la sociedad actual imponen que la gestión pública deba ser encargada a políticos profesionales. Pero resulta que, de hecho, la mayoría de los políticos sólo está especializada en la política, y lo mismo sirve para un roto en el Ministerio de Sanidad que para un descosido en el de Industria o Agricultura. En la época de la dictadura, por ejemplo, un abogado del Estado podía ser ministro de cualquier cosa..., salvo del Ejército, claro. Los partidos cada vez representan a menos partes contrapuestas de la sociedad (son gozosamente interclasistas), pero en cambio aumentan al máximo su partidismo en cuanto pertenencia casi zoológica al grupo. Y, pese a sus rencillas, se esfuerzan por mantenerse unos a otros, a fin de que la excesiva restricción o amplitud de la oferta no haga saltar los goznes del mercado. Por decirlo con las palabras de Flores d'Arcais: "Los partidos se convierten en organismos autorreferenciales que no tienen ya interés en representar a nadie ni nada, fuera de sí mismos y de su interés en perpetuarse. Y, en primer lugar, de perpetuarse en común. Viven en una situación de oligopolio y no pueden llevar la mutua competencia hasta un punto tal que haga peligrar el oligopolio". La lealtad jerárquica -"ante todo, con razón o sin ella, ser de los nuestros y respetar a los mandos naturales"- es el mandamiento casi único de estas agrupaciones: las grandes proclamas doctrinales y los elogios rechinantes al espíritu crítico (pero disciplinado) son concesiones a lo ideológico, en el peor sentido de esta palabra. Cito otro momento afortunado de Flores d'Arcais: "La carta de los derechos del hombre y del ciudadano es hoy bastante poca cosa, en ausencia de una carta de los derechos del militante, del elector, del funcionario mismo, excluidos de todo control efectivo sobre las decisiones de sus respectivos vértices". Sería ocioso y cruel, en la España política de hoy, buscar ejemplos ilustradores de tan evidentes tesis.
El panorama político de nuestro país es pobre en imaginación política y sobrado de fervor partidista: cuanto más se parecen los partidos, más hincapié se hace en la importancia de ser de los nuestros. Como no se les puede distinguir por las ideas, hay que reconocerles por sus carnés. De cuando en cuando, un aldabonazo de miseria política nos enseña las enaguas, no demasiado limpias, de nuestra condición: así, por ejemplo, las obsequiosas pero alarmadas cábalas sobre unas palabras perfectamente hueras del Rey respecto a la prudencia en las negociaciones con nuestros aliados militares..., mensaje aparentemente obvio, pero, eso sí, pronunciado ante muchos sables.
Sería bueno ir hablando ya sin miedo de todas estas cosas, ya que las cosas siguen hablando por sí mismas y terminarán por asustarnos a todos.
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