_
_
_
_
Tribuna:GRANDEZA Y MISERIA DE LA LOTERÍA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Elogio del perdedor

Julio Llamazares

Por la misma razón que, en las caravanas de carretera, corren siempre mucho más los automóviles del carril de al lado (principio general que se nos vuelve inevitablemente en contra cuando, empujados por la envidia y la impaciencia, abandonamos nuestra fila en hábil y arriesgada maniobra), por la misma razón, digo, tampoco en esta ocasión nos habrá tocado la lotería. Es natural. La lotería toca siempre en Vich o en Pontevedra, salvo que uno sea de Vich o Pontevedra, en cuyo caso la lluvia de millones, irremisiblemente, caerá sobre Guadix o Jerez de la Frontera. Quiero decir que el beneficio de la suerte es siempre privilegio del vecino y que, por contra, en cada uno de nosotros habita la consciencia de un claro e irremediable perdedor.Todo es cuestión, no obstante, de aceptar con dignidad y sin rencor tan condición. El desamparo estético es siempre superior a la fortuna, y al final tal vez convenga recordar que Bogart o Bob Mitchum consiguieron sus mejores victorias amorosas justamente en situaciones de injusticia y de total decrepitud.

Ciertamente que no es la lotería un campo de batalla en el que la derrota pueda adquirir esa aureola de grandeza que la desolación otorga siempre a sus objetos victimales. Un bombo giratorio y una pelota de madera de tamaño inferior al de una nuez no parecen en principio armas dignas de respeto para quienes, como nosotros, sólo consideramos verdaderamente emocionantes el tablero de ajedrez o la ruleta rusa. Pero también parece claro que nada podría añadir tanta deshonra a una victoria como la caprichosa veleidad de esa bolita cantada entre sonrisas por un coro angelical.

De todos los laberintos de la fortuna con los que el azar acompaña nuestro camino por este mundo, ninguno le parece al perdedor profesional tan detestable como el sorteo de la lotería de Navidad.

El póquer, las apuestas, las carreras de caballos o el billar son acciones que conceden cuando menos la nobleza y majestad de la traición. El perdedor -tanto en el juego como en la vida- necesita rodearse de elementos inequívocos que presentan su derrota como un signo de injusticia y de impiedad: humo, alcohol, habitaciones clandestinas, mujeres como máscaras y una cierta sensación de indefensión. Nada de eso encontrará en la Navidad.

El humo, aquí, se convierte en luz perfecta y transparente; el alcohol, en desayuno matinal, y las habitaciones clandestinas con miradas cainitas y mujeres como máscaras, en públicos salones de sorteos en los que funcionarios impolutos y libres de toda sospecha ejercitan limpiamente el ritual de la fortuna como si ésta fuera inocente y, sobre todo, como si la vieja ceremonia del triunfo y el fracaso pudiera convertirse en auto sacramental.

Aun así, quizá no sea eso lo peor. Para el perdedor profesional seguramente es todavía más ingrato el espectáculo lamentable con el que la televisión y los periódicos se encargarán al unísono de humillarle a continuación. La inexpresión común que, en cualquier juego clandestino, haría imposible distinguir al vencedor del perdedor será ahora violentada por personas sin estilo que celebran su victoria entonando villancicos, abrazando a camareros y descorchando ante las cámaras botellas de champaña. La ley de la omertà, por compañeros de trabajo que descubren en público sus cartas, lamentándolas sin ninguna dignidad.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

La discreción, en fin, por esos comentarios generales que, en lugar de despreciar en silencio al ganador, se alegran de que el triunfo haya ido a buenas manos (sobre todo si ha estado repartido o si la diosa Fortuna ha caído al fin en brazos de un parado), como si la lotería fuera un sistema más de redistribución de la riqueza y no una nueva muestra de la clara injusticia del azar.

Una profesión

En cualquier caso, y pese a conocer ya de antemano esos extremos, lo que los perdedores profesionales jamás aceptaremos es esa especie de limosna de consuelo que, a lo peor, la pedrea ha venido a acentuar. Nosotros somos altivos y orgullosos y en nuestro juego sólo caben el triunfo o la derrota.En aquél, tenemos desde siempre puesto el sueño de la huida. En ésta, hallamos cada día los signos inequívocos de la melancolía y la verdad. Pero, ante todo, por encima de azares e infortunios, más allá del deseo o la pasión, sabemos que somos lo suficientemente incrédulos y duros como para que nunca nos retire del juego y de la vida un simple premio gordo de la Lotería Nacional de Navidad.

Julio Llamazares es poeta y novelista, autor de la novela Luna de lobos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_