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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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La fiesta sin más allá

Las fiestas se han hecho compulsivas: acudimos a ellas arrastrados por una energía que se produce fuera de nosotros y nos desazona y nos come la tranquilidad hasta que realicemos algunos de los obligatorios gestos rituales y repetitivos que, sin embargo, no nos descargan ni nos completan. Son unos actos de enmascaramiento y representación que nos han programado y cuyo desenlace conocemos previamente. Despejados de azar. Algunas personas notablemente elegantes (es decir, penetradas de la sensación de que se distinguen: otra ansiedad) las van abandonando, incluso dentro de sus círculos privados. Las perciben con la sensación de algo agotado a la que ellas llaman hastío.No siempre fue así, aunque pocas veces la fiesta ha sido simplemente electiva. Aparecían como una orden del más allá. Era el tiempo de pecar sin mancharse el alma, o tiznándola tan levemente que después fuera fácil devolverle la blancura y el almidonado que suponemos que son sus calidades. El o los dioses encargados de la fiesta, o que la reclamaban como una forma de homenaje y tributo a su propio carácter (a su imitación, a su emulación), dispensaban del cumplimiento de las normas cotidianas, y el precioso Universal vocabulario de Alonso Fernández de Palencia (1490) se refería a ellas como unos juegos "en los cuales pecaban sin ser penados los festejadores". El paso al monoteísmo tan peculiar de nuestra civilización -un monoteísmo convenientemente plural, para que no se deshicieran las antiguas estructuras- no le privó de esta condición: incluso la utilizó sabiamente. "... y el Pecador, la Muerte y el Diablo aparecen en bulto", decían dos versos de Valle-Inclán.

EL PECADO PERDIDO

Perdida y fantasmal como va ahora la noción de pecado, cometido a diario el acto proscrito -y su encadenamiento con una cierta indiferencia y sin la comezón ni el estímulo de la infracción ultraterrena -como está pasando con el sexo-, y hasta dotado de la pulsión de necesidad, la fiesta se ha quedado sin su fuerza de excepción y de libertad. La animosa tolerancia de los dioses, su invitación a participar en la orgía del Olimpo, aunque fuese en forma de simulacro, se ha sustituido por el trabajo presupuestarlo de los concejales de festejos, los delegados de turismo, los gerentes de los grandes almacenes, la industria de hostelería, los creativos de publicidad. Gentes, sin duda, de otra naturaleza y de objetivos bastante menos sencillos que los de los dioses. El poder terreno de estos esponsorizadores de la fiesta ha conseguido inscribir la obligatoriedad social sobre el gran fresco tradicional, y

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ciertas modificaciones en la textura de lo cotidiano -el decaimiento del esfuerzo del trabajo, la abdicación del sentido de responsabilidad y el de los cumplimientos- la hacen excesivamente abundante. El calendario se cuaja de fiestas más o menos vergonzantes con las que se tropiezan a cada paso los festejadores: el domingo se ha vaciado totalmente de algunos residuos laborales que quedaban en las sociedades artesanas que preceden a la nuestra, el sábado se ha hecho domingo y el viernes empieza ya a penetrar con su relajo y su expectante envidia de víspera; entre todos ellos y alguna fiesta movible se engullen otros días que antes fueron honestos y sensatos por el procedimiento genuinamente español del puente.

La verdadera fiesta, la de los dioses, se ha devaluado. Le quedan sólo algunos atributos externos, algunos aderezos, algunas especialidades gastronómicas, indumentarias; algún atrezzo que se guarda en los fondos de los armarios, en los almacenes de los municipios, en el sótano de los salones de bodas y bautizos: se desempolva y se restaura de año en año.

Todo ayuda ahora a desmerecer su condición de excepcional, como todo ayuda, también, a perjudicar una sensación de azar que tenía, en tiempos, la fiesta. Era una mezcla de elementos imprevistos, o, al menos, de su sospecha y de su esperanza. Salía el festejante hacia otros ámbitos, dejando en casa la armadura de su comportamiento cotidiano, para que en ellos pudieran aparecer en su vida fugazmente situaciones y personas tan descalificadas y liberadas como lo estuviera él mismo. Personajes alucinados por el vino, un poco azuzados por las luces y las sombras, los cantos del festín, la segregación de la química interna en forma de droga -¡cómo trabajaban las hormonas en la fiesta!-, el aroma acre de la carne humana -humanos

danzantes y procaces- y la provisionalidad de la libertad que había que consumir con premura, antes del toque de campana que deshacía el bulto único de pecador, demonio y muerte: cada uno a lo suyo.

EL INFIERNO DEL MÁS ACÁ

Sin pecado, sin excepción y sin azar, la fiesta ha cambiado. La dirigen la previsión y la organización, la burocracia especializada, un cierto sentido de la economía y unos dispositivos comerciales. Para estas fiestas del cambio de año , la comida se guarda en los congeladores domésticos desde el mes de noviembre para rehuír el alza temporal de los precios; el día de su consumo sale pálida y pétrea, escarchada, camino del horno microondas. Y los regalos están escondidos en los cuartos trasteros, en los altillos o en el maletero del coche; los nudos del cordón dorado o la cinta púrpura llevarán apretados un mes sobre el papel comercial de colorines y dibujos adecuados cuando la ficción de la mano trémula vaya a deshacerlos para encontrar lo que ya sabe que va a encontrar porque lo ha visto en los anuncios. Las habitaciones de los hoteles se reservan de año en año, y las familias que se encontrarán en ellos son las mismas -los habituales- del pasado. Se dejan los ancianos y los perros en las residencias adecuadas (hay una perrera que garantiza que el día 31 se reparten 12 uvas entre los atónitos y apurados animalillos) y se entra en la dinámica de la carretera donde el accidente es una estadística. El conductor -adrenalina y lividez-, atado por el cinturón reglamentario, se suelda al volante y entra en la corriente con los demás, iguales unos a otros, clónicos, para iniciar el cumplimiento de un

mandato que, a veces, puede creer que es un impulso interno.

Quizá sean estos trayectos los únicos tiempos en los que la fiesta vuelve a tener su relación antigua con la tragedia: su proximidad con la muerte. La relación antigua estaba en su misma etimología griega (trago oda, canto de la fiesta; trago era el nombre del macho cabrío, sacrificado a muerte durante el festín), pero un moralismo ya cristiano podía encontrar el emparentamiento de la fiesta con lo trágico en otro sentido más sutil: el paseo del festejante por la antesala del infierno, con vistazos furtivos al interior. Es decir, por un mundo de lascivia, gula, infracción, pérdida de la propia identidad, tan cuidadosamente celada en los días austeros. En todas las fiestas medievales -y no sólo en la más característica, el Carnaval, de las que las demás son siempre un remedo- aparecen la figura de la muerte y la del demonio. El teatro español más importante es aquel en que el sentido de la fiesta se muestra del brazo huesudo y fuerte de la muerte, y puede que no haya compendio más claro -gracias al pathos, a la exageración del romanticismo, que lo hace más ostensible, más explicado, más didáctico sin quererlo- que Don Juan Tenorio, de Zorrilla: la biografia de Don Juan es la de un festejante continuo, la de un transgresor obstinado que arranca -en la obra- de una escena entre máscaras - los malditos- y antifaces y termina con la sombra fingida, la mano de mármol que le lleva al infierno, del que sólo le salvará la contrición (el acto votivo para lavarse del fango de la larga fiesta que ha durado una vida entera).

EL CONOCIMIENTO DEL MÁS ALLÁ

Hay poca concepción de lo trágico si no la hay de un más allá cualquiera, y no la hay, tampoco, de la fiesta cuando no tiene esa condición de filo fronterizo entre lo visible y lo invisible. Hoy concebimos la fiesta como una escapatoria del aquí y ahora; regresamos de ella como supervivientes, y eso nos basta; pero su verdadero sentido de una escapatoria al más allá -la visita al mundo de los condenados-, de la que podemos regresar como nuevos inocentes, con la virginidad zurcida, se nos ha ido de las manos.

Como se nos ha ido otra de sus esencias: la del distanciamiento intelectual de lo cotidiano, que es también una condición trágica: "Ver de pronto -y demasiado tarde- el presente, lo próximo, lo familiar como ausente, lejano y extraño, es la experiencia trágica por excelencia", decía el filósofo francés Clément Rosset (Logique du pire). La fiesta antigua no sólo permitía esa forma de distancia por el desconocimiento con respecto a los otros, sino con respecto a nosotros mismos: éramos capaces de sorprendernos siendo quienes no sabíamos que éramos: el borracho del espejo, con su gorrito y su nariz de cartón, con la mueca estúpida esculpida en la palidez matinal, con apenas un vago recuerdo de las regocijadas torpezas de la noche. En estas fiestas vemos ya lo otro -y a los otros como lo consabido: con su carácter de repetición de tics, de papeles aprendidos, de roles de festejantes. Conocemos la forma de trabajar de cada uno de ellos en la situación prevista: el chiste que dirá uno, el coqueteo de otro, la tristeza y hasta las lágrimas de quien es proclive, el cántico ronco de alguien y su temible forma de hacer retumbar la zambomba y percutir el pandero. Y la frase del nostálgico. Sabemos de antemano lo que vamos a hacer nosotros mismos y lo que los demás esperan que hagamos para podernos reconocer bajo el disfraz de festejante (y ya se sabe que la tragedia se vacía o se estropea cuando el reconocimiento, o la anagnórisis, se produce antes de su tiempo preciso). Marx decía que la historia se repite dos veces: la primera como tragedia y la segunda como caricatura. En la pequeña crónica de cada uno, la fiesta se repite mil veces, aunque cambien sus atributos, y la tragedia original de nuestros antepasados ha tornado ya la deformacin caricaturesca que se va multiplicando hasta dejarla vacía de su gran sentido trágico.

El pecado, entre todo ello, se ha hecho también caricaturesco, y un pecado cómico es deleznable. Sin embargo, el acto de transgresión va tomando una forma peligrosa en el más acá, donde la posibilidad de castigo resulta bastante más grave, porque viene revestida de una mayor certidumbre. El festejante perpetuo -el pecador cotidiano- de la literatura cristiana del Siglo de Oro respondía siempre, tópicamente, al sombrón o aguafiestas que le advertía del desagradable destino de su alma en el más allá con un "¡Tan largo me lo flais!" burlón, escéptico y, según se decía, cínico. El festejante de hoy ha hecho inconsciente y firme esa incredulidad: pero le está importando ser penados ahora. Los recientes y redoblados esfuerzos de los padres de la Iglesia por recuperar la figura del diablo y de su corte son, naturalmente, loables, y podrían llegar a tener una trascendencia política y social considerable, pero se acogen universalmente con una cierta frialdad. No tienen ambiente. Prospera en cambio una presión humana y social sobre las libertades festivas: su riesgo directo y su castigo inmediato, y hasta hay pequeños teólogos de bolsillo que tratan de cohonestar las dos nociones. El inventarlo de lo peligroso se va ampliando cada día, se va propagando implacablemente. El automóvil, como vehículo de la fiesta, es un instrumento de muerte pertinaz, y desde tiempo antes de que se prevenga la gran corriente empiezan a emitirse los consejos admonitorios. Nadie puede ver más que buena voluntad en ellos, aunque estén calcados de la estructura de los antiguos consejos morales: lo que no debemos hacer y cómo debemos hacer lo que hacemos para evitar en lo posible el daño final. Tienen un gran parecido con la medicina preventiva en el sentido de que la prudente divulgación de un comportamiento mesurado frente a la amplitud de la oferta de la transgresión nos crea la angustia. La comida y la bebida que acompañan siempre la fiesta, sobre todo en los países de pobreza habitual, ya no pertenecen al dominio oscuro y rojizo de la guía, sino al de la salud: la obesidad, el colesterol, la apoplejía.O la pérdida de la línea y, por tanto, la exclusión de la sociedad de los elegidos ("los ricos siempre somos delgados", se dice en una serie americana de la televisión). Ya no se ayuna por virtud, sino por una rara inversión de] egoísmo: por miedo corporal. En cuanto al sexo, compañero primordial de la fiesta, está recuperando vivamente su sensación de riesgo por la vía de las enfermedades nuevas -o por el regreso galopante, según las estadísticas, de las antiguas- y hasta aparece una nueva ansiedad por ciertas formas de la contrarrevolución sexual, como puede ser la nueva ética feminista contra los anticonceptivos o la forma que tienen de concebir el uso de su cuerpo. Una ansiedad que abarca por igual al hombre y a la mujer, pero que tiene ya muy poco que ver con las sencillas cuestiones del alma y del infierno. ¡Era todo tan fácil cuando sólo había pecado!

La muy notable diferencia que ofrece ahora el riesgo de la fiesta es que entonces el paseo por el infierno era provisional y se lavaba con el acto de contrición o el arrepentimiento, mientras que hoy puede dejar huellas indelebles, definitivas, y hasta la misma muerte, cuyo más allá ha dejado de importar a las personas serias. Una cosa es perder el alma después de morir -"¡Tan largo me lo fíais!"- y otra más preocupante quedarse cojo o manco en la carretera. O, como dice la tremenda frase castellana, quedarse en el sitio,- ni un paso más allá.

NEUROSIS OBSESIVA

Es una cuestión del más acá; y preci samente la condición de obligatoriedad combinada con la noción de peligro en este mismo mundo en el que estamos es el que le da su carácter psicótico, que es justamente todo lo contrario de la trage dia. La tragedia depura: su condición es la catarsis: purga. La caricatura de la tragedia, la parodia, pierde toda su calidad de satisfacción y pasa a ser una neurosis obsesiva: nos vemos impulsados a realizar todos los gestos habituales en las fechas prefijadas desde fuera de no sotros. No tenemos escapatoria: la celebración pertenece a nuestro estado, a nuestra obligación de consumidores, a la presión de los demás. Comienza con la pregunta hogareña de "¿qué vamos a hacer estas Navidades?", que se simultanea con la externa ("Y vosotros, ¿qué vais a hacer en las fiestas?"), con tal calidad de inquisición que la respuesta "Nada" es humillante, inferioriza; sobre todo, a aquel que no está a salvo de toda sospecha de no ser inferior. Todo aquel que quiere ser, celebra las fiestas, o corre tras ellas, como corre tras el vestigio de su niñez o de su pubertad. Pero la na riz se pega el golpe con el más acá. Y le duele. Aunque sea de cartón.

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