Infancia selecta
Deja un cierto malestar el primer capítulo de la pequeña serie Los niños del 36; y es que están distanciadas las imágenes patéticas de los verdaderos niños de la guerra recogidas en los documentos -muy bien seleccionados- y -estos adultos que recuerdan con una cierta trivialidad el niño que quizá fueron, al que ahora neutralizan, miran con una distancia glacial -algunos dejan traslucir emoción: José Agustín Goytosolo, Adolfo Marsillach...- y desmenuzan en pequeñas anécdotas personales, fútiles recuerdos. Fichas. Las imágenes reales pintan, describen, dan dimensión de la historia del niño en la guerra; los recuerdos están dichos como datos de un principio de biografía triunfal.Quizá el defecto -y su producto, el malestar- está en la selección de notables. Por una parte, muy heterogénea por razones de edades: entre los cuatro y los 14 años de edad (que, me parece, son los extremos mayores de los personajes) hay verdaderos abismos de situación, de percepción. Por otra, y esta es otra fuente de malestar, muy homogénea: en su casi totalidad aquellos niños estaban entre la burguesía alta, relacionada, poseyente o, al menos, con una situación que permitía paliar -salvo el azar- los desastres de la guerra. Lo cual hace abordar un pensamiento inquietante: si la pertenencia a esas clases llamadas pudientes ha significado más que todos los trastornos de España y, en efecto, ha transportado a sus hijos, ganadores o perdedores hasta situaciones igualmente pudientes: altos cargos eclesiásticos o militares, popularidad, fama, reconocimiento de talento. Es decir, algo más que la inquietud de que hay una especie de destino marcado por el nacimiento que no consiguen alterar las guerras, las revoluciones o los cambios nominales de poder.
Los personajes
Esto no es enteramente así, como generalidad; y hay que pensar que procede de un defecto de selección. Los creadores del programa -Pernau y Gamero- son un poco conscientes de ello y lo dicen en las palabras con que prologan la serie; aún así, no han podido resistirse a acudir a 14 personajes, quizá por la tentación tan propia del medio dé acudir al popular en lugar de al pueblo -o del anónimo- por lo que tiene de imán en la pantalla.Cierto que, como algunos traslucen, la guerra tuvo en ciertas edades un aire de fiesta, de aventura, quizá abonada por ese sentido de ser inmortal e invulnerable que tiene el niño; tuvo, además -y eso no lo suelen decir, quizá por dominar su neutralidad- un aire de esperanza, de creación de un mundo nuevo (en cualquier bando), y los adultos de hoy no están muy dispuestos a decir cómo se quebró aquella esperanza. Se señalan como inconscientes, como objetos, transportados o decididos sus fines por los demás en circunstancias extraordinarias; da miedo pensar que se les pueden haber olvidado sus propios sentimientos y hasta sus propios sentidos, y da un poco más de miedo pensar que son estos adultos hechos, triunfadores, los que asesinan al niño que fueron y le convierten en un pequeño recipiendario de anécdotas sin significación. Están -en general- aportando más pequeños datos para su currículo que describiendo la situación de un niño en la guerra. Son los creadores del programa los que los incluyendo los intercalan entre sus imágenes. Pero la angustia, el miedo, la esperanza, el hambre como una sensación seca y dolorosa en el estómago, la bomba que despanzurra la casa, el hogar deshecho, quedan aquí tristemente trivializados. Y la verdadera idea de los niños de la guerra, los niños del 36, hay que atisbarla en las imágenes, en algún gesto no retenido, en alguna palabra escapada, y sospecharlos en la otra legión de niños que no triunfaron.
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