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La progresía, al teléfono

Félix de Azúa

Hace más de un mes, Luis Solana, presidente de la Compañía Telefónica, publicaba en este mismo diario un curioso artículo acerca de quién es y quién no es progresista en este año de 1986 [¿Sirve para algo el Estado?, EL PAÍS, 6 de septiembre]. La tesis avanzada por el señor Solana venía a decir que sería progresista todo aquel que defendiera la propiedad estatal de determinados medios de produccióri, frente a los no progresistas, partidarios de la privatización de los mismos. El señor Solana planteaba la cuestión de un modo tan abstracto que me ha parecido oportuno ofrecer un ejemplo algo más concreto de qué cosa sea la propiedad estatal de algunos medios de producción, incluidos los servicios.El 18 de junio de este mismo año solicité a la Compañía Telefónica la sustitución de un viejo aparato de pared por otro de mesa. Me interesaba además que el aparato pudiera desconectarse de la red por la noche. Esta pretensión no la contemplaba la compañía, celosa de perder alguna llamada errónea a las cinco de la madrugada. Me propusieron, como alternativa, la instalación de un aparato de mesa más una terminal luminosa. De ese modo yo podría desconectar el timbre, aunque la lucecita seguiría encendiéndose y apagándose durante toda la noche sí yo recibía alguna llamada. Me pareció una idea encantadora. Plazo acordado: 10 días.

Hasta tres meses después seguí sin aparato y sin lucecita. Bien es verdad que mientras tanto se habían firmado acuerdos según los cuales iba a ser posible desconectar el teléfono cuando a uno le plazca. Pero yo seguía sin aparato y sin lucecita. Aunque ya no hiciera maldita la falta, yo quería mi lucecita. A lo largo de aquellos tres meses -y con el único fin de ilustrarme- indagué las posibles causas de semejante incompetencia.

En las sucesivas e inútiles reclamaciones se me llegaron a ofrecer hasta cinco variantes de excusa: inexistencia de aparatos de mesa, obras en la central de Vía Augusta, en Barcelona, vacación de instaladores, próximo cambio de número para los abonados de mi distrito e inexistencia de lucecitas. Lo más probable es que se produjera todo al mismo tiempo; es decir, que nadie planifica, controla y organiza el servicio de abonados.

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De acuerdo con la experiencia de un usuario vulgar, yo mismo en este caso, es imposible conceder, como argumenta el señor Solana, que la diferencia entre ser o no ser progresista se dirima en la defensa o el ataque de la propiedad estatal. El verdadero núcleo de la cuestión, para un usuario vulgar, es la defensa o el ataque de los derechos de los ciudadanos y la defensa o el ataque de los privilegios patronales. Si la Compañía Telefónica fuera responsable ante su clientela, nadie dudaría de lo que escribe el señor Solana, pero su compañía sólo aspira a hacer beneficios, finalidad sumamente loable cuando no se obtienen en régimen de monopolio y a costa del cliente. Si la Seguridad Social, por poner otro ejemplo, defendiera a sus clientes, nadie dudaría de lo que escribe el señor Solana, pero la Seguridad Social es tan sólo un elemento para la confección de los Presupuestos Generales del Estado. Se recorta cuando hace falta, y los recortados deben callarse, pues sus cotizaciones, bien que les pese, no son dinero real, sino un guarismo ficticio con el que especulan los ministros.

La mejor prueba de que el jseñor Solana no habla de progresistas y no progresistas, sino de grandes patronos y pequeños empleados, es su propio programa de modernización de la compañía. La extravagante satisfacción con la que muestra convenios para el desarrollo de tecnología avanzada de patente norteamericana contrasta con la mediocridad del servicio público que él dirige. No son sólo los usuarios quienes ven en la Telefónica un hermano menor de Renfe e Iberia, con las mismas taras; intelectuales y similares prestaciones físicas; son también los empresarios quienes observan con estupefacción el monopolio de las transmisiones (y, por tanto, de cualquier aplicación privada de los media) que ostenta la compañía.

Al poseer simultáneamente: el poder omnímodo sobre las tecnologias avanzadas -es decir, sobre el ramo de la industria más rentable de la década- y el poder omnímodo sobre los usuarios de un servicio que se ha hecho más imprescindible que el agua, la compañía se ve escindida a causa de una tensión insoportable. De una parte, desea obtener los máximos; beneficios como empresa de un sector clave y sin competencial de otra, puede utilizar a su placer los recursos de una clientela indefensa. La compañía, entonces, adopta un comportamiento perverso: utiliza a sus clientes como la parte secundaria de la empresa. Los clientes se convierten en una condición para la existencia de la empresa, pero no son la empresa. De manera que los clientes pasan a poseer el estatuto de empleados perversos. No perciben un sueldo, lo pagan. A cambio obtienen el derecho de pertenecer a la empresa como propiedad. Así que no poseen la empresa, sino que son poseídos por ella y utilizados como trampolín para las grandes actividades financieras de la cúpula ejecutiva. Ese modelo de compañía no es del Estado ni muchísimo menos del pueblo, es de la cúpula dirigente.

La división, por tanto, no se establece entre progresistas y no progresistas, sino, tina vez más, entre empleados , patronos. Bien es verdad que en el caso que nos ocupa se trata de unos empleados rarísimos son unos empleados que pagan el sueldo de sus jefes, las reuniones de accionistas de sus jefes, los convenios internacionales de sus jefes; en fin, la empresa de sus jefes.

Es un poco extraño, pero qué le vamos a hacer; no creo que un solo usuario de la compañía vea en el señor Solana otra cosa que su jefe. Desde luego a nadie he oído hablar de él como la persona que le resuelve los problemas.

En consecuencia, si la privatización significa moderar un poco -sólo un poco- la indefensión, el abuso, la arbitrariedad, la incompetencia y la arrogancia, entonces la privatización es un acto enteramente progresista. ¡Vaya si lo es!

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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