El sueño de la razón
El aguafuerte de Goya titulado El sueño de la razón produce monstruos evoca de forma ajustada el imaginario calderoniano. Quizá de él no salen en bandadas murciélagos, hienas y otras alimañas de especie gótica, sino criaturas abarrocadas y cortesanas: áspides y basiliscos que disparan la pólvora de su veneno, contra el cual siempre hay a mano el contraveneno, la triaca; abortos engendrados en alguna gruta, que es una "funesta boca" dentro de la cual brama el "confuso abismo" de la noche; pechos humanos que revientan y arrojan pedazos del corazón; pechos humanos que son volcanes. Las criaturas de la noche salen a galope raudo atropellándose unas a otras, cuando la razón duerme. Ésta se halla sometida a las altas presiones del alma pasional y de su inconsciente volcánico. A veces, la razón duerme y dibuja el perfil entero de la humana condición, que es compuesto de hombre y fiera. El mundo del hombre es un "confuso laberinto" en el que con gran dificultad y esfuerzo puede hallarse el hilo de Ariadna de la razón. En cada tramo del laberinto, amenazan presagios funestos: vaivenes bruscos de la rueda de Fortuna átomos esparcidos por el aire capaces de agrietar la frágil identidad de sujetos enajenados en su honor. El cielo suele estar ensangrentado, con crepúsculos que se: abisiman en la frontera de la noche. Imágenes siniestras se temen y se presienten: incendios, parasismos, postrimerías, "diluvios de sangre".Calderón de la Barca va sacando a la luz pública en la que habita el arte estas escabrosas esencias que nuestra razón en cierra. en las mazmorras inconscientes del corazón y del cerebro. Esa extracción puede producirse de manera espontánea natural, sin "artificio", en razón de la "inclinación" agreste y fiera del sujeto sometido a la presión del laberinto. Pero puede forzarse o torcerse esa naturalidad feroz. Para ello es preciso promover un complejo experimento, al que Calderón llama experiencia: la prueba de una formación o educación que se realiza y despliega en diversas etapas de reflexión que son trechos de experiencia. Es la prueba "de la torre". Es el experimento de un trasvase "artificial" de escenarios contrapuestos, el montaraz y el cortesano, el encierro en la torre-prisión y la instalación en la jaula dorada habitada por, criaturas del poder, Estelas y Astolfos.
La inclinación natural, influjo de los elementos y los astros se vuelve próxima al atroz determinismo en la pasión de amor. El determinismo acaba siendo ciego y feroz en la pasión de los celos. Éstos son "el mayor monstruo del mundo". Pero ese monstruo, en ocasiones, aumenta o dobla su ferocidad si desborda su coto de instinto y gusto hasta zaherir la propia consciencia de la identidad del ego. Surge entonces lo peor: un monstruo de dos cabezas. Una cabeza brota del corazón salvaje del instinto: escupe veneno en forma de celos. Otra cabeza desborda el instinto hasta pudrir la envoltura yoica de la identidad consciente: escupe veneno en forma de honor mancillado. Es una sola naturaleza la que sostiene, como sustancia única, esas dos "personas" o cuellos entrelazados que son celos y honor. Se escupen veneno mutuamente. Se retroalimentan. El contraveneno, la triaca, es más veneno, doble ración de veneno, en progresión especular hacia los grandes números que sólo truecan su avance hacia el absurdo por la catástrofe, el crimen, el homicidio cruel y destemplado, recubierto de una horrenda caparazón "silogística" que da la mentida impresión de perpetrarse a sangre fría, con premeditación y cálculo. Los celos son salvaje instinto que gobierna un mundo sin ley. El honor es bárbara ley que gobierna un mundo tiranizado por el instinto. Esa colisión somete a la razón a altas presiones hasta provocar un colapso gravitatorio en el ser consciente. Éste se agarra entonces al clavo ardiente de una razón silogística y argumentativa: arroja vanamente hielo escolástico en el incendio que del sujeto y de su pasión se propaga hacia la esposa asesinada y hacia el hogar.
Hay algo desesperado, terrible, próximo al colapso de la, psicosis, en ese monstruo frío que es la razón, que en vano soliloquio enlaza silogismo con silogsinio hasta "fríamente" resolverse al crimen. Esos soliloquios espeluznantes, coloquios del sujeto con figuras de su alma, celos, honor, amor, a los que se entregan don Lope de Almeida, el portugués; don Rian Roca, el burgués catalán, y don Gutierre, el noble castellano, son verdaderas cimas del arte y de la psicología. Y lo son por su misma aparente "frialdad" silogística, ésa que tan negativamente sorprendía a Marcelino Menéndez Pelayo, que sólo aceptaba los crímenes shakespeareanos "en caliente". Calderón de la Barca, como quizá únicamente Goya en el contexto hispano, es un artista de raza revelador del mal: el mal moral que mancilla el alma con el crimen; el mal público, político, que desgarra el cuerpo de la nación con la desatada pasión violenta fratricida, guerra civil, la que hace gritar a tinos "Astolfo", y a otros, "Segismundo".
Sólo que aquí el mal, ese universal antropológico, posee, como en Francisco de Goya, coloraciones genuinas. En ambos universos, el goyesco y el calderoniano, la "objetividad" de esa molstración, sobre la que huelga el juicio moral (pues el arte reserva éste a la recepción, y "en sí y por sí", en su plasmación, subsiste afiende el bien y el mal), sólo es posible en la mediida en que una secreta y contagiosa connivencia con el mal acecha al presentador, al progenitor de la criatura monstruosa. Pero mientras en Goya no parece haber equívoco sobre el aspecto de "lo satánico", que es negro como sus pinturas negras, una honda e inquietante ambigúedad obliga a Calderón a la más acrobática y "objetiva" de las distancias: hasta lo monstruoso puede presentarse, desde dentro del universo que le da. cobijo y contexto escénico, bajo la ambigua sanción de la "virtud" a poco que se desatienda la extrema complejidad del "confuso laberinto", que afecta y contamina de ceguera moral a reyes, príncipes, graciosos y a las propias víctimas femeninas (que nunca saben sí realmente son culpables o inocentes).
El mundo ilustrado de la razón, en Goya, quiere triunfar sobre los monstruos. Pero ese "triunfo de la verdad" es un desiderátum que no suscita el alzado hacia la luz del mundo salvaje y bárbaro del "burro-pueblo" y de sus "burros-amos". Todo es desolación, paisaje después de una batalla miserable: desastres de guerra, caprichos, serie negra de la razón que delira. En Calderón de la Barca, ese desiderátum es nítidamente platónico, paulino y agustiniano: expresa el llanto y el gemido de la criatura oprimida por el "confuso laberinto" que es su hábitat, su cerco. Entre lágrimas y sollozos, el alma encadenada a las pasiones y al flujo e influjo de los cuatro elementos y dei los astros busca, como el girasol, destellos de luz que le indiquen el rastro del perdido hilo, de Ariadna. Pero en esa selva selvaggia que es la "vida purgativa", rehúsa la razón su plena y triunfal comparecencia. O sólo emerge esclava de la pasión, cautiva del instinto y del gusto, como recurso silogístico medíante el cual curar el veneno del instinto salvaje con la sobre-dosis de la ley bárbara y tiránica. Esa razón contaminada es poética justicia que se revela injusticia, como la propia del rey don Pedro, cruel, arbitrario o sencillamente incompetente. El ideal del príncipe cristiano, prudencialismo político o razón de Estado mitigada por la referencia a "lo justo", es un buen deseo que una y otra vez queda desmentído, salvo que el aspirante al trono, por combinación de la cadena causal del destino con el precario marginalismo del albedrío, sufra una "expe-
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Viene de la página 13riencia" que le permita educar, mutar, transformar los determinismos de su natural condición y de su inclinación de instinto y gusto.
El rechazo que Calderón de la Barca ha suscitado, sobre todo en España (tanto en las derechas como en Ias izquierdas, desde los ilustrados hasta nuestros días, pasando por don Marcelino Menéndez Pelayo), es proporcional al potencial de horror que su universo escénico posee. Más eficaz que el marqués de Sade, al que aventaja en genialidad, inteligencia y complejidad moral, nos conduce hasta la menos halagüeña "composición de lugar" jesuítica, a un cuadro culminante hecho a la medida de los deseos más feroces y recónditos de la especie. Una representación pictórica nos muestra a la mujer amada desangrándose, víctima propiciatoria, contraimagen de su divinización. El "pequeño cielo" estalla en un "diluvio de sangre", como si menstruaran a la vez todas las divinas esferas. La mujer es sacrificada en rito azteca a manos del sangrador. A un lado del cuadro, en sombras, el marido, que ha provocado la sangría, embadurna de rojo las puertas y las paredes con las manos. Otra representación muestra el cuadro pictórico de una mujer asesinada: su cadáver es "relajado", y el incendio se propaga por todo el hogar y por la hacienda del esposo asesino. Otra representación deja en sombras un cuadro ensangrentado. No vemos lo que en él está pintado, salvo manchas de sangre; en primer plano, los supuestos amantes y el fatídico basilisco de pólvora en manos del marido asesino. En una clave terminal, última, metafísica, el cuadro tiene lectura teológica: la culpa asociada al crimen mancha de rojo el cuadro mismo del mundo, cuadro y teatro del mundo. Estos cuadros, esta galería de pictóricos horrores, provocan admiración, pasmo y parálisis moral en el receptor. Si éste es español, se añade una sobredosis de confusión y de vergüenza.
El rechazo (en forma de omisión, relegación, silencio sobre uno de los genios más grandes de la literatura universal) suele estar cargado de una moralina gazmoña y timorata, recubierta de argumentos supuestamente ilustrados, progresistas o "de izquierdas". Se argumenta quizá el uso y usufructo que se hizo de su "imagen" en la anterior centuria, en la tres veces renovada década ominosa. Bajo el pretexto de rechazos estéticos se encubren en los críticos, especialmente españoles, repugnancias morales y ascos pequeñoburgueses. Y lo que es peor, bajo el pretexto de ascos morales "progresistas" o "frustrados" (o "sociológicos" o "filomarxistas") se esconden las más mojigatas resistencias ante un artista de raza, uno de los más geniales exorcistas del mal de la historia universal de la literatura y particular del teatro del mundo. Pues es demasiado fuerte y robusta la catarsis que su pinacoteca de espantos éticos exige para que el receptor, por lo general, no simplifique su juicio y su sentido al ver demasiado removido su propio mundo de deseos inconfesables, con sus correspondientes "cuadros," de sueño y pesadilla.
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