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Laberintos del terror

Como si ello fuera una novedad -y así fue saludado alborozadamente: por el ministro español del Interior-, los responsables europeos de la seguridad declararon anteayer en Londres que el terrorismo es un fenómeno internacional y que desde esa perspectiva debe lucharse para su total erradicación. El terrorismo, además de un fenómeno internacional, es un laberinto que envuelve por igual a los que lo practican, a las sociedades que lo padecen e incluso a quienes lo combaten. El autor de este ensayo, redactor de la sección de Opinión de EL PAÍS, utiliza el ejemplo de la organización terrorista ETA para ilustrar algunas estancias oscuras de ese laberinto del terror que asola a la sociedad de nuestra época.

Ni el Albert Camus de Los justos, ni el Joseph Conrad de El agente secreto, ni, sobre todo, el Fedor Dostoievski de Los endemoniados se dejaron engañar por el estereotipo de la literatura romántico-revolucionaria que presenta a los terroristas como jóvenes idealistas sólo movidos por la nobleza de la causa. Es posible, evidente en realidad, que un impulso de generosidad idealista estuvo presente en la decisión individual de muchos jóvenes y adolescentes que un día decidieron unir su destino al de un grupo organizado de activistas armados.Pero la práctica misma de la violencia, la familiarización con la muerte como exclusiva forma de expresión, acaba embotando todo rasgo, no ya de idealismo o generosidad, sino de humanidad. El terrorismo, cuya naturaleza específica es diferente de otras formas de violencia, como la guerra de guerrillas, no sólo no ha logrado jamás sus objetivos sino que nunca ha hecho avanzar un ápice la causa de la libertad y la reforma social, mientras que a menudo ha contribuido a impedirla o retrasarla.

La victoria más significada del terrorismo, -su único éxito verificable, consiste en su eficacia para contaminar a todo el cuerpo social sobre el que dirige su acción. Como la gangrena, sus efectos envilecedores atacan en primer lugar a los propios practicantes de usos como el tiro en la nuca o la colocación de explosivos en lugares públicos, pero también, a un largo plazo, a toda la sociedad, incluidas personas que se consideran en los antípodas de la ideología y los valores proclamados por los propios terroristas.

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La experiencia de los últimos años ha destruido el estereotipo del terrorista romántico, pero no ha acabado del todo con ciertas concepciones, muy arraigadas todavía en sectores de la izquierda, sobre la naturaleza específica del terrorismo y la forma de hacerle frente. En primer lugar, dista de ser evidente que el terrorismo sólo pueda desarrollarse en un medio social marcado por el despotismo de los gobernantes.

En segundo lugar, la experiencia reciente indica, en contra del adagio maoísta sobre el pez en el agua, que no hay relación verificable entre la eficacia de un grupo terrorista y los apoyos sociales con que cuenta entre la población. Y también, en tercer lugar, que la virulencia del terrorismo no siempre cede cuando se atacan las causas que determinaron su nacimiento, sino que con frecuencia son precisamente los intentos de dar solución al problema originario los que provocan las reacciones más violentas.

EL 80% O 90% DE LOS ATENTADOS

Tales son al menos algunas conclusiones que cabe extraer de la experiencia española, y concretamente del terrorismo practicadei por ETA, organización responsable del 80% o 90% de los atentados terroristas registrados en nuestro país en la última década.

ETA, fundada a fines de los años cincuenta por un grupo de estudiantes católicos de familias nacionalistas, fue, al menos durante toda la década siguiente, una organización política no muy diferente a otras surgidas de medios universitarios antifranquistas, como el FLP, por la misma época. Como ellas, recibió la influencia de las doctrinas maoístas y guevaristas en boga, pero su guerrillerismo no superó en realidad el terreno del verbalismo y, en todo caso, nunca puso en cuestión su definición como grupo político.

En los años setenta evolucionaría hacia posiciones más abiertamente militaristas, pero sólo desde finales de esa década, una vez aprobada la Constitución y el Estatuto de Autonomía, lo específicamente militar -palabra que se añadiría expresamente a las siglas como principal seña de identidad- absorbería definitivamente a lo político. Por su ideología y por su práctica, ETA es una organización terrorista en sentido estricto desde hace siete u ocho años, por más que sus concepciones teóricas, como las de otros grupos de extrema izquierda, legitimaban esa práctica antidemocrática desde mucho antes.

Del atentado incruento, con pretensiones casi exclusivamente simbólicas, de los años sesenta, al atentado indiscriminado mediante coches bomba, ETA ha recorrido palmo a palmo la pendiente que va del confuso pero sincero compromiso moral contra la autocracia franquista a la suspensión de toda moral. El asesinato del periodista Portell, el ametrallamiento de la novia de un policía en Beasáin, la acción de rematar a un guardia, superviviente de un atentado, cuando era conducido en una ambulancia, la mutilación del niño Alberto Muñagorri en Rentería, la colocación de una bomba -tres empleados muertos- en la sede del Banco de Vizcaya, los coches bomba de Madrid y los asesinatos de Soláun y Yoyes son algunos de los peldaños que pautan ese descenso al infierno del vacío moral.

En su degradación, ETA ha sido acompañada por algunos intelectuales que se acercaron al mundo del abertzalismo radical Ior un sentimiento de solidaridad con las víctimas del franquismo, pero que han acabado asumiendo el papel de glorificadores de la superioridad de la fuerza sobre la razón y de legitimadores de la brutalidad humana. Este hecho no tiene explicación racional alguna. Sí la tiene, en cambio, el de la adhesión de significativos sectores de la población vasca a la acción de ETA. "La más dolorosa y alarmante de mis constataciones", ha escrito el filósofo Fernando Savater, "ha sido la del miedo reinante en Euskadi a decir claramente lo que se piensa".

Porque el objeto del terrorismo no se agota en los efectos de sus acciones sobre las víctimas, sino que sólo se realiza con plenitud como advertencia y amenaza implícita al conjunto social: "Mañana puedes ser tú" (el ametrallado por leer determinado periódico o frecuentar ciertos bares, el que recibe una petición de impuesto revolucionario, el que sea objeto de rechazo social). La fascinación hacia la fuerza, especialmente si ésta se designa

a sí misma mediante el. nada ambiguo título de militar, es ante todo la fascinación de toda victoria potencial hacia la omnipotencia del verdugo. Llegado el caso, muchos elegirán la proximidad, real o psicológica, con este último, a fin, exclusivamente, de no figurar entre aquéllas. Con las suficientes gradaciones -desde el empresario que se afilia al PNV para sentirse algo más a cubierto del impuesto revolucionario, al hijo del guardia civil que se apunta a ETA, pasando por el inmigrante que vota a HB para no sentirse sospechoso a los ojos de los vecinos-, éste es un fenómenco generalizado en Euskadi. Pirobablemente se trate del principal éxito de una organización cuyo fin es obtener, mediante el terror, la adhesión, activa o pasiva, de la población a sus fines.

EL ENEMIGO SECULAR

Estos fines, por lo demás, son hoy probablemente desconocidos incluso para los dirigentes más avispados de ETA. Es altamente revelador el hecho de que esta organización, que hace unos años parecía aspirar únicamente a que se produjera un golpe de Estado en España, haya reducio sus objetivos estratégicos a la consecución de una negociación política. No, como podría pensarse, a los contenidos objeto de negociación,sino a la negociación misma; es decir, al gesto por el que se le reconoce su condición de interlocutor eficiente. Más concretamente: ETA no aspira ya a la independencia de Euskadi o al socialismo, sino a que alguien, a poder ser el Ejército español, admita retrospectivamente la legitimidad de su acción, la naturaleza heroica de su pasado, la nobleza de su causa.

Naturalmente, ese reconocimiento, especialmente si proviene del enemigo secular, sería inmediatarnente convertido en aval piráctico, para seguir la lucha. Así, si un día se aceptase, como fruto de una negociación como la que pretende ETA, convocar, al. margen de las previsiones constitucionales yestatutarias, un referéndum sobre la adhesión de Navarra a Euskadi, en seguida aparecerían ideólogos ad hoc que proclamarían que ese referéndum sólo sería verdaderamente democrático si previamente las fuerzas españolas de ocupación abandonasen el territorio cuyo destino se sometía a consulta. Excelente motivo para seguir matando generales, guardias, policías y adolescentes que tocan al timbre de su casa.

Una vez que un grupo ideológico atraviesa la barrera que separa lo político, con o sin rasgos militaristas, de lo especificamente militar, la organización terrorista resultante pierde casi por completo la capacidad de expresión verbal. Su caudal expresivo tiende a hacerse binario. Cualquier mensaje deberá ser transmitido a través de dos únicos signos: matar o dejar de matar. El uno o el cero. De ahí la inevitable ambigüedad de su lenguaje. El asesinato de un militar podrá ser interpretado como una protesta contra la tibieza de las reformas emprendidas por el Gobierno, al que se considera tutelado por los sables, pero también como una invitación a un golpe militar que arrase las libertades públicas e iguale en dignidad al ciudadano común y al responsable de la colocación de una bomba en un restaurante. La voladura de un autobús de guardias civiles puede ser la señal de que se rechaza la vía negociadora auspiciada por el PNV, pero también el signo de que se está dispuesto a negociar desde posiciones de fuerza.

Pero los efectos de esa gangrena que degrada la conciencia moral de los seres humanos no se detienen en el grupo terrorista y sus círculos más inmediatos. Contamina también a ciudadanos ajenos a su práctica e incluso, y quizá especialmente, a los encargados de combatirlo. "Que les den la independencia", proclamará con energía, a la hora de indicar la solución propuesta, alguien conocido por su acendrado españolismo. Esa reacción, expresión de cobardía moral que los especialistas designan con el término desestimiento, es la más anhelada por los estrategas del terror.

Otras personas que ni por un momento dudarían en afirmar sus convicciones democráticas y su adhesión a los derechos humanos, vacilarán sin embargo a la hora de pronunciarse sobre la conveniencia o no de aplicar la tortura a los terroristas detenidos, e incluso quizá marquen la casilla del SI en una encuesta sobre la oportunidad o no de restablecer la pena de muerte "en determinados supuestos relacionados con el te]Torismo". Sin contar los que -mucho más numerosos- aplaudirán, si no con las manos sí con el corazón, las acciones de guerra sucia de los GAL.

PARADOJA SINIESTRA

Dos senadores franceses pertenecientes al partido Unión Centrista han presentado estos días ante la Cámara Alta de su país una propiosición de ley sobre el restablecimiento de la pena de muerte para delitos de terrorismo. En su exposición de motivos, los dos proponentes argumentan su iniciativa con la siguiente siniestra paradoja: "Es porque nos sentimos comprometidos ante todo con el respeto a la vida humana por lo que proponemos hacer pesar sobre esos despiadados asesinos la más disuasoria de las amenazas".

El abolicionismo, trabajosamente construido a lo largo de décadas de luchas civiles por la humanízación de la justicia, símbolo de la victoiria de la civilización sobre la barbarie se tambalea, bajo la presión del terrorismo. Y, lo que es más grave, se tambalea sin mayor esndalo y en sociedades cultas y aparentemente alejadas del salvajismo. La resistencia a la aceptación de la tortura o de la guerra sucia, así como al restablecimiento de la pena de muerte, debe apoyarse en razones de principio y no únicamente en consideraciones especulativas sobre la eventual inutilidad práctica de tales medidas. No es demostrable, por ejemplo, que la acción de los GAL haya sido contraproducente desde el punto de vista de la lógica del enfrentamiento militar.

El problema reside en que de nada serviría acabar por esos métodos con ETA si el precio es la asuilción como propios por parte de amplios sectores de la población de los mismos principios y escala de valores (superioridad de la fuerza bruta, todo vale si el Fin merece la pena, etcétera) que tratan de imponer los terroristas.

Por ello, el problema fundamental de toda estrategia antiterrorista en un Estado democrático es el de hallar un equilibrio entre la eficacia de la respuesta y los efectos que ésta pueda tener para los derechos y libertades de los ciudadanos, así como para las convicciones democráticas de, éstos. Coino ha escrito Grant Wardlaw, uno de los ináximos especialistas en la materia, "unas medidas antiterroristas innecesariamente duras podrían ser a la larga más peligrosas que el terrorismo mismo para las libertades e instituciones democráticas; (por ello) trainaríamos nuestras creencias y responsabilidades lo mismo si no hiciéramos lo suficiente que si nos excediéramos". La primera consecuencia de lo anterior es que la lucha contra el terrorismo debe plantearse siempre en el mar co del respeto estricto de la ley, afirmació tan repetida por los gobernantes; como desmentida por su práctica. La historia está llerta de ejemplos de disposiciones provisionales adoptadas para proteger la democracia liberal que se han transforma do luego en permanentes y han sido utilizadas más tarde por los mismos que las promulgaron, o sus sucesores, menos; escrupulosos, para justificar regímenes de excepción.

A su vez, el sometimiento al imperio de la ley supone, como primera y decisiva concreción, la garantía de una independencia absoluta de los jueces. En su monumental obra La violencia y lo sagrado, René Girard ha llamado la atención, a propósito de los mecanismos generadores de la violencia, sobre el hecho de que des de las sociedades más primitivas a las más desarrolladas, la espiral de la venganza tiende a hacerse interminable si el grupo humano en cuestión no se da a si mismo un sistema judicial que linúte a una repre salia única, cuyo ejercicio se encomienda a una autoridad soberana y especializada, la respuesta a la transgresión del código grupal.

El terrorismo contemporáneo sólo se siente ya como pez en el agua en el terreno de la represalia circular, de la venganza siempre recomenzada. Hace tierripo que se olvidó cuál fue el primitivo impulso, la violación que alguien un día quiso vengar. Sólo quieda la necesidad imperiosa de pro seguirla venganza. Por ello, y ahí reside la diferencia fundamental del terrorismo ac tual con sus antecedentes históricos, lo que provoca sus reacciones más virulen tas no es ya el problema (la opresión, los presos, etcétera), sino los intentos de re solverlo racionalmente (el autogobierno, la reinserción social, etcétera). Por eso se ha dicho por algunos psicólogos que el terrorismo tiene algo de suicidio ritual, de impulso incontrolado para cerrarse cualquier salida, de deseo inmoderado de hundir el templo con todos los filisteos dentro. Quienes acaban de asesinar a Yoyes de ben haber sentido ese vértigo en el fondo de sus corazones. Pero por ello mismo también, la amenaza de restablecimiento de la pena de muerte no será nunca un antídoto eficaz contra ellos.

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