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Tribuna
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Miedo a la Iibertad

Es preferible correr el riesgo de ser tildado de alarmista prematuro a permanecer silencioso, ignorante o insensible ante una inocultable tendencia a la, degradación de nuestra incipiente democracia, en virtud de interpretaciones y aplicaciones restrictivas y mediocres de los valores constitucionales y de las reglas de juego que se está manifestando ampliamente en múltiples aspectos de nuestra vida política y cívica.La democracia no se reduce a la promulgación entusiasta y ceremonial de unas reglas de juego, o de una Constitución, sino que es el ejercicio limpio y convencido de dichas reglas en el comportamiento individual y colectivo y en la convivencia social sin restricciones. Si todos y cada uno de los ciudadanos hemos de ser los rigurosos centinelas y garantes de las reglas de juego, pues en ello nos jugamos la ciudadanía y Ia dignidad, esta generalizada responsabilidad cívica es exigible en mayor medida a los políticos, de los, partidos, de los sindicatos, de sus líderes y de sus representantes en las instituciones, a los que incumbe además una actitud de pedagógica ejemplaridad corno, realización tangible y materializada de las ideas y comportamientos que postulan como los mejores para la comunidad, y en virtud de las cuales obtienen la confianza para la representación y administración de los intereses públicos.

Cuando graves convulsiones han afectado al partido, UCD hasta conducir a su desaparición, aun estando gozando de la ventaja del poder; han sacudido al Partido Comunista de España, llevándolo a la ruptura; rompen Coalición Popular; ponen en peligro a la propia AP; dividen al PNV, y se perciben hasta en el PSOE -pues la existencia del Pasoc y las peripecias de la mal tolerada Izquierda Socialista son síntomas no despreciables de tensiones bien sojuzgadas, pero no resueltas-, estas situaciones no pueden dejar de ser analizadas y valoradas sin que puedan explicarse o despacharse simplistamente calificándolas ¿le luchas fratricidas o personalistas por el poder, aunque también puedan serlo y lo sean en algunas de sus expresiones.

Si la estabilidad real, no la aparencial, de los partidos quiebra, se rompe también, en ello y con ello, uno, de los básicos pilares del sistema constitucional español, que a través de los partidos políticos libremente creados quiere articular ni más ni menos que el ejercicio y la responsabilidad del poder, su control democrático, la participación y su expresión, el derecho y el ejercicio de la crítica, el dinamismo equilibrado del sistema en la pluralidad política, esencia de la sociedad democrática.

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Decir que no pasa nada es una frivolidad, y este panorama obliga, aun a aquellos que llevan pregonando triunfalmente la consolidación de la democracia a través del bipartidismo protocolizado e imperfecto, a reflexionar mínimamente, porque, además de no ser cierta tal consolidación, se dan otras negativas consecuencias, al ser indisociable a este espectáculo el alejamiento, popular de la vida institucional y partidista y el descrédito de la política.

Volcar la responsabilidad de este alejamiento o pasotismo sobre la población como una expresión de su individualismo puede ser sociológicamente gratificante, pero es científicamente erróneo si se observa luego el grado de politización de nuestra sociedad, y es irresponsable no querer asumir que con estos bien poco ejemplares procederes es muy difícil motivar a la ciudadanía a una colaboración colegiada, cuando al parecer lo que se ofrece es el encuadramiento sumiso e incondicional a las órdenes de los carismáticos y providenciales jefes o la participación en la reyerta de las banderías, la progresión escalafonaria a costa del silencio o el soportar resignadamente la manipulación de su adhesión a una idea puesta al servicio de intereses nunca explicitados con transparencia y que se denotan bien lejanos incluso de la verborrea electoral programática, de las alternativas políticas serenas y de la auténtica preocupación por la cosa pública.

Todos los partidos políticos, los sindicatos, las agrupaciones y colectivos de cualquier índole, pero mucho más los que tienen por objeto la participación política, han de ser irreprochablemente democráticos, por lógica intelectual, por la dignidad de sus miembros, por respeto constitucional, por responsabilidad ética, por coherencia política, y no reducirse a aparentarlo en estatutos teóricos o en congresos prefabricados. Y de esta exigencia se van situando bien lejos incluso aquellos con quienes algunos coincidíamos en afirmar, y con razón, que el socialismo es una irrefrenable pasión por la libertad propia y ajena, y que la democracia llevada a sus últimas cotas, a sus más profundas consecuencias, se llama pura y simplemente socialismo, que es, por encima de todo, una ética política.

Es evidente que siempre ha habido, habrá y hay quien, so pretexto del orden, de la comodidad, de la gobernabilidad y de la eficacia, intente administrarnos la democracia interna del partido y la externa del país con sus muy subjetivos criterios, pero ha llovido lo bastante como para saber que detrás de tal actitud está sólo su orden, su comodidad, su eficacia y su derecho exclusivo al gobierno.

Por ese camino, sin freno a la tentación autoritaria y represiva, se llegó a la democracia orgánica, a la llamada impropiamente popular, a la democracia congelada y a la privatización de la política en manos de la aristocracia de tumo, bajo la batuta del Duce, Caudillo o Führer.

Discusiones que a algunos les parece innecesarias o bizantinas sobre las adecuadas relaciones Estado-sociedad, partido-Gobiemo, partido-sindicato; la concepción del partido como expresión social o del partido como parte del aparato del Estado; la necesaria discusión sobre el partido federal o el centralizado, el partido de corrientes-tendencias o el partido jerarquizado y presidencialista; las profundas diferencias y consecuencias del sistema electoral proporcional con respecto al mayoritario, y la no tal fútil distancia entre las listas abiertas o cerradas, la modificabilidad o no de las candidaturas y la forma democrática o no de designación o selección de candidatos, etcétera, son todas ellas problemas despreciados que están detrás de muchas de esas convulsivas situaciones que hoy contemplamos, y que, lógicamente, hacen dudara. la ciudadanía de la responsabilidad y de la ética de los políticos cuando líen que sin estudio abierto y público se opta por una u otra tesis según conviene a los intereses de los omnímodos decisores y no según debe convenir a la mejor potencialidad, representatividad y autenticidad del sistema democrático y de los propios partidos.

Las decisiones no democráticamente adoptadas sólo pueden ser asumidas con sacrificios de la propia dignidad o a cambio de participar en el botín, y deben provocar la más elemental indignación y rebeldía de todo ciudadano no vendido o cómplice.

La disciplina es un concepto algo más serio y profundo que la lealtad inquebrantable al jefe, la conjura de los cómplices o el espíritu de secta.

La más que manoseada acusación de antipartido o antipatriota -que se usa para contestar a la crítica y, a la disensión- pertenecen a la tradicional escuela del totalitarismo y del autoritarismo.

A los problemas se ha de responder con debate, diálogo, reflexión, y no tirando de la caja de los truenos de la descalificación personal, la expulsión y las cámaras de conflictos.

Y no es tampoco ajeno al espectáculo el imparable proceso de concentración de poder, de culto a la personalidad no ya sólo en los partidos, sino en las instituciones más minúsculas. La escandalosa privatización o monopolización de la vida parlamentaria por los secretarios-portavoces, superpuestos a sus propios grupos parlamentarios, senadores, diputados, concejales, parlamentarios autónomos, representantes diputacionales, hace de estas instituciones, como lugar de análisis, reflexión, y diálogo, una auténtica burla, en las que no ya los partidos, sino sus personalistas direcciones, son los dueños y señores, con prácticas políticas de pasillo y secretismo bien lejanas de la más exigibie transparencia de lo político corno público y con las actitudes más contrarias a sus propias esencias.

Si alguien, y con razón, sigue manteniendo que la Constitución, y los valores que la inspiran, no se, puede quedar ni a la puerta de los cuarteles ni a las puertas de las comisarías, prisiones, escuelas y fábricas, menos aún se puede quedar a la puerta de las sedes de los partidos y de sus ejecutivas, cuando de su quehacer interno y externo depende la aplicación de la Constitución misma y la realización del Estado de derecho.

Hay miedo a la libertad, o, lo que es peor, nostalgia dirigista y franquista, y con este hándicap se cercena toda posibilidad de profundización democrática real y de desarrollo constitucional. Detrás de ese miedo, una de las constantes del pensamiento totalitario; detrás del miedo a la libertad de expresión, cada vez más comprobado en los medios de comunicación del Estado; a la más directa democracia partidista, sindical e institucional, sin filtros ni selectividades; a la mayor información libre y objetiva, sin censuras, selecciones, vetos, discriminación y represalias, no puede haber más que una mal disimulada tendencia al despotismo -por cierto, comprobadamente no tan ilustrado- o un profundo desprecio a los demás: a quienes por aquello del providencionalismo y la soberbia no se reconoce como iguales; a quienes se quiere conducir, dosificar en sus propensiones al exceso, manipular o redimir mesiánicamente, y a quienes se mide políticamente por la fidelidad al mando.

La organización de la vida ciudadana, en un Estado de derecho, bajo el imperio de la ley democráticamente establecida, tiene que recuperar como cometido humano la más alta valoración y consideración de que siempre ha de gozar la política por su mortalidad y su ejemplaridad, y estos dos conceptos se plasman en un cotidiano ejercicio de libertad, tolerancia, igualdad, seguridad jurídica -en suma, de democracia-, sin otros límites que el repudio de las actitudes; destinadas a su destrucción, lo que no impide la defensa firme de las propias convicciones y la lucha tenaz por ellas, pero con medios y métodos democráticos, no de meras democracias orgánicas o burocráticas, y con abandono de las interpretaciones de la Constitución que contradicen los valores que resalta, ensalza su preámbulo y su artículo primero, que no es ninguna retórica.

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