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Europa, 1986

Cuando el sábado 2 de agosto sintonicé Radio 2, no fue en modo alguno la primera vez que esperaba escuchar una excelente retransmisión en directo del Festival ole Mozart en Salzburgo o del Festival de Wagner en Bayreuth. Ni tampoco experimenté una viva emoción por el hecho de que ese día se emitiera la ópera de Wagner Die Meistersänger von Nürnberg (Los maestros cantores de Nuremberg).

Me llegó entonces la voz de la locutora de la radio del Estado de Baviera dando el título de la ópera en alemán, francés, inglés e italiano; siguió luego la lista de las conexiones con Radio Moscú, Radio Tokio, Radio Corea y con las redes de emisoras de España, Portugal, Australia, Canadá y Estados Unidos.

De repente sentí que se me puso carne de gallina en los brazos y que un hormigueo me recorría la espina dorsal. La ejecución del primer acto que siguió fue muy buena, pero no tan extraordinaria como para producir una fuerte reacción emocional. Me sorprendí más tarde al experimentar la misma reacción ante el anuncio ole los actos segundo y tercero en las diversas lenguas. Me di cuenta de que: mi reacción emocional no se debía tanto a la ejecución de la ópera como a los recuerdos que me evocaba y al contraste entre el Festival de Bayreuth de mi adolescencia, en la década de los treinta, y el Festival de Bayreuth de 1986. Cuando estudiaba bachillerato fui constructor de aparatos de radio de onda corta, y escuché por primera vez a las orquestas y los cantantes europeos en radios fabricadas por mí. Die Meistersänger era una de mis óperas preferidas, con su contenido humorístico y brioso. Sus conflictos no eran los de los villanos del Renacimiento, ni los de los dioses suicidas de Valhalla. Por el contrario, esta ópera era un himno de alabanza a la caballerosidad competitiva en el amor, en el trabajo artesanal y en la música coral. Existía en el libreto un elemento de chovinismo germano, pero yo prefería ignorar el nacionalismo de Wagner en favor de su consumada dramática y de su genio musical.

Pero Wagner fue el compositor favorito de Adolfo Hitler. El dictador nazi, con la complaciente colaboración de algunos de los descendientes de Wagner, transformó el Festival de Bayreuth en una glorificación del racismo alemán y de las ambiciones imperiales. E hizo de Nuremberg, la ciudad de los Meistersänger, el emplazamiento del congreso anual del Partido Nazi. Mi padre, un ingeniero judío alemán que nunca había prestado mucha atención a su propia condición de judío hasta que se produjo la ascensión de los nazis, prohibió que en nuestro hogar se escuchase música de Wagner. Y durante muchos años, hasta más o menos 1970, yo no podía escuchar a Wagner sin acordarme del antisemitismo personal del compositor y de la casi destrucción de la civilización europea por las guerras megalomaniacas de Adolfo Hitler.

Escuchando el pacífico y no polémico Festival de Bayreuth de 1986 recordé a tres grandes directores de orquesta wagnerianos de mi adolescencia: Bruno Walter, Arturo Toscanini y Wilheim Furtwängler. Bruno Walter fue muy querido en Alemania, tanto por su humanidad como por su maestría musical, pero era judío, y a las pocas semanas de llegar Hitler al puesto de canciller, en enero de 1933, se prohibió a Walter que dirigiera en Alemania. Arturo Toscanini ya había tenido graves problemas con el dictador italiano Mussolini por negarse a ejecutar el himno fascista en La Scala de Milán. Con la expulsión por Alemania de los músicos judíos, Toscanini se negó a actuar en Bayreuth. Furtwängler, apolítico, protestante, hijo de un famoso arqueólogo, y venerado director de la Filarmónica de Berlín, intentó durante dos años resistir la marea. Protegió mientras pudo a los miembros judíos de su orquesta, y luego ayudó a muchos a huir de Alemania. Insistió en tocar la música del "decadente" (a ojos nazis) Paul Hindemith. Pero se sometió en silencio a las demandas nazis de eliminar de sus pro gramas al "judío" Mendelssohn (en realidad, devoto protestante hijo de un converso). Siguió dirigiendo en Berlín y en Bayreuth, en la creencia de que la confortación que podría prestar a la Alemania liberal silenciada era más importante que cualquier triunfe, moral o material que pudiera cosechar por irse al exilio. Tenía demasiada poca mundología para entender el valor de la propaganda obtenida por los nazis por el hecho de que continuara apareciendo en Bayreuth y de que pudiera ser involuntariamente fotografiado al lado de altos funcionarios nazis. Los juicios de desnazificación de 1946 suministraron amplio testimonio de los esfuerzos realidados por Furtwängler, con riesgo personal, para proteger a sus colegas judíos. Pero en el mundo anglosajón, y entre músicos antifascistas militantes, tales como Pablo Casals, a Furtwängler nunca se le perdonó realmente haber permanecido y actuado en la Alemania nazi. Hasta que, en la década de los sesenta, yo no tuve la experiencia personal de conocer a grandes intelectuales españoles que habían elegido compartir el (destino de su pueblo bajo la dictadura en vez de vivir en el exilio, no fui capaz de apreciar en su totalidad el dilema de Furtwängler.

Con la importante excepción de Wagner, todos los grandes compositores europeos modernos, desde Haydn y Mozart hasta Bartok y Prokofiev, han tenido una perspectiva internacionalista. Su inspiración melódica, como ocurre con Dvorak o Vaughn, Williams o Falla, podía ser claramente nacional, pero se trataba de un nacionalismo en el sentido de pluralismo cultural, de infinita diversidad humana, más bien que del nacionalismo agresivo, exclusivo, ocasionalmente predicado por Wagner y posteriormente aplicado de manera criminal por Hitler. Casi todos los grandes concertistas y directores han considerado también como un artículo de fe el que la música traspase todas las barreras nacionales y raciales. Los músicos occidentales reconocieron, y se congratularon de ello, la capacidad de sus colegas chinos, indios y japoneses, varias décadas antes de que sus respectivas naciones fuesen reconocidas como iguales por la mayoría de los europeos y estadounidenses. El jazz y la música pop, y las sambas brasileñas, tienen una audiencia internacional incluso más amplia que la música clásica europea. Pero el principio es el mismo: un lenguaje de emoción y energía estética que trasciende todas las fronteras lingüísticas.

Volviendo a mi experiencia de la tarde-noche del 2 de agosto: antes de que acabara la ópera comprendí por qué me había sentido más afectado por los anuncios en varias lenguas que por el propio concierto. La ejecución de los Meistersänger había precipitado múltiples recuerdos contrastantes: el Bayreuth de Hitler; el largo malentendido del destino de alemanes decentes, como Furtwängler; la resonancia de los Meistersänger con mis propios ideales de amor, maestría en el oficio y música; la diferencia entre escuchar a Wagner de manera casi clandestina en mi radio de onda corta de fabricación casera, sintiéndome culpable, cuando era muchacho, y escuchar a Wagner producido en cuatro lenguas y radiodifundido a todo el mundo gracias a la cooperación internacional; finalmente, pues, la diferencia entre la Europa de temor y odio, dominada por Hitler, y la Europa democrática del Mercado Común de 1986.

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