Se masca la tragedia
Hay un muchacho neurótico en una pensión abarrotada de cuadros de la vieja cultura europea; el muchacho tiene una historia, quizá un fratricidio, en todo caso una culpabilidad que, como es natural, le atormenta (sangre italiana en el fondo). También hay una chica con historia: la sombra del incesto con el padre, el arquetipo freudiano del Edipo.La fuerza de O'Neill en la construcción dramática norteamericana es inmensa: siempre aparece su repetición, su caricatura. Pero la fuerza de O'Neill venía de otra fuente, que era la tragedia griega -a veces, simplemente, la parafraseaba-, que influyó sobre el teatro norteamericano.
Se podría decir que buscaban unos orígenes, unas razones lejanas y ancestrales de ser, de transgredir, y la encontraban con la nobleza necesaria -nobleza y antigüedad, o abolengo, parecen ser la misma cosa- en los maestros grecorromanos. Por ahí siguieron Tennessee Williams y Arthur Miller...
Y los creadores de esta nueva serie, Sólo se vive una vez -directores, Norma Haal y David Pressman-, que apuntan de nuevo el fratricidio y el amor de la hija por el padre. Y a varias cosas más. El primer capítulo, ofrecido el lunes, tiene la estructura clásica de la oferta de antecedentes al espectador. Unos a otros se cuentan cosas que ya saben, de sí mismos y de los demás, para que lo sepamos nosotros. Son siniestras, pero confusas: es el primer día, no estamos acostumbrados a las caras y los nombres monosilábicos; los guionistas trabajan firmemente repitiendo esos nombres para que no nos perdamos. Pero nos perdemos.
En el pasado, antes de comenzar la serie, hubo sanitarios psiquiátricos, cárceles, lechos hollados, personajes malditos o marginados -las ovejas negras-, novias que se hicieron monjas, gentes que se enriquecieron. Se confia en que, atentamente, podamos ir día tras día siguiendo los hilos, confundiéndonos unas veces pero esclareciéndonos otras. Es la ley del folletín.
La ley del folletín
En el presente, las leyes se siguen cumpliendo. Las escenas son cortas, generalmente de parejas, que hablan y hablan (a veces aparece la conciencia del guionista y algún personaje dice: "Yo, es que hablo demasiado..."), y de cuando en cuando desaparecen con una frase alta e intrigante para el supuesto de la publicidad (que en esta emisión no existe) o para saltar a otra intriga cuya continuidad con la anterior no vemos fácilmente.Entramos a tientas en el sol cegador de la gran mansión -sombreros tejanos, música de mariachi- donde se celebra la fiesta de cumpleaños que durará tres días -serán muchos más en nuestras pantallas-, o en la habitación del neurótico, o en la del chico que construye una casita de muñecas que en realidad es una maqueta del hogar soñado para la nueva chica (la anterior fue la que ahora es monja: saldrá, sin duda, a su debido tiempo, el día que corresponda, y sin duda tendrá la voz de la conciencia).
Tiene el aliento bien entrecortado, y los tonos de color -a pesar del vídeo- bien seleccionados para remitirnos continuamente al esplendor del pasado (caobas, pinturas, alfombras, mayordomo de frac), y tiene el final en punta de la muchacha que grita que se ahoga entre maravillosas olas bien fotografiadas, para que sepamos mañana -que ya es hoy- si se salva o se ahoga. No tiene la pugnacidad de Dallas o de Dinastía (a la que sustituye en la programación matinal): son menos odiosos, menos agresivos los personajes, y se ve un fondo que podría ser más honesto, un poco más literario y pudoroso; quien sabe, sin embargo, cómo se disparará (y esto nos recuerda que, además de la chica en el mar, hay un chico que ha limpiado ya la pistola).
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