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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La otra cara del aborto

UN AÑO después de la entrada en vigor de la ley de Regulación de la Despenalización del Aborto, el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, ha manifestado, en el curso de una pintoresca conferencia de prensa, que el Gabinete socialista está estudiando diversas sugerencias de los colectivos feministas en orden a ampliar los supuestos contemplados en dicha ley. En parecidos términos se expresó, al inicio de la pasada campaña electoral, el ministro de Justicia, Fernando Ledesma.Las declaraciones de Guerra han venido a coincidir, en este primer aniversario de la ley, con la confirmación por fuentes oficiales británicas de algo que las feministas españolas venían denunciando desde hace tiempo: que el número de mujeres españolas que sigue acudiendo a las clínicas londinenses para abortar no ha disminuido sensiblemente desde la entrada en vigor de la ley de despenalización parcial del aborto.

La ley entró en vigor el 3 de agosto de 1985. Sin embargo, según datos británicos, cerca de 8.000 españolas abortaron en Londres en el segundo trimestre de dicho año, frente a apenas 200 que lo hicieron legalmente en España a lo largo de los últimos 12 meses. El Instituto de la Mujer estima en 90.000 el número de españolas que abortaron en el extranjero en el curso del año 1985. A dicha cifra habría que añadir la correspondiente a los abortos realizados clandestinamente, a menudo en condiciones lamentables, en España.

Son datos que mueven a reflexión, pero que no pueden causar sorpresa. La ley se enfrentó desde el primer momento al sabotaje deliberado de los sectores más reaccionarios de la sociedad española, que lograron rodear de escándalo el ejercicio de ese derecho privado reconocido por la ley.

Las vejaciones a que se vieron sometidas numerosas mujeres que acudían a los centros correspondientes y se veían obligadas a someterse a un tercer grado en el que personas ajenas a. su conciencia y su posible drama personal se erigían en interrogadores y jueces sobre cuestiones estrictamente privadas, más la manipulación posterior, en términos escandalosos, de casos concretos colocados bajo los focos del espectáculo público, determinaron a no pocas mujeres a renunciar a su derecho, optando, bien por llevar a término el embarazo, bien por tomar el avión hacia alguna capital europea o por recurrir a clínicas privadas en que los abortos se realizan en situación de clandestinidad más o menos tolerada.

No sólo esto: la tramitación es con frecuencia tan lenta que para cuando la mujer que quiere abortar obtiene el visto bueno correspondiente ha superado ya las 12 semanas de embarazo, lo que toma imposible, en los términos de la legislación actual, su efectiva realización.

El procedimiento habitual en la mayoría de las comunidades autónomas es el siguiente: el centro de planificación familiar envía a la mujer a la dirección provincial del Insalud con un dictamen del médico o psicólogo. En dicha dirección se ordenan pruebas complementarias a realizar, según los casos, en ambulatorios del propio Insalud, en la comisión genética -en los supuestos de aborto eugenésico- o en el centro de planificación familiar. Sólo entonces la dirección provincial remite los dictámenes a la comisión de evaluación del hospital acreditado, la cual autoriza o deniega el permiso para la intervención. Una tramitación que difícilmente se resuelve en menos de dos meses, durante los que se pone a prueba la capacidad de resistencia psicológica y física de la paciente. Con el resultado de que al término de aquélla, si la mujer no ha optado antes por Londres o la clandestinidad, el aborto ha de realizarse en el límite del plazo legal, cuando no, en la práctica, superado ya, lo que aumenta el riesgo de la intervención.

Tan complicado trámite plantea además problemas suplementarios, como los derivados de la existencia de dictámenes médicos contradictorios y, al final, la asunción por parte de las comisiones de evaluación de la capacidad de decisión, inapelable en la práctica dado el límite temporal. Y como, a su vez, la ley reconoce a los médicos un derecho absoluto a la objeción de conciencia, es el derecho efectivo de la mujer el que se ve sometido al arbitrio de decisiones ajenas a ella.

Las insuficiencias de la ley son evidentes y, por cierto, reflejo de una pusilanimidad del Gobierno poco acorde con la mentalidad mayoritariamente abierta y tolerante de la sociedad española actual. Pero la legislación existente en algunos otros países no es en sí misma mucho más permisiva. La diferencia reside, más bien, en la diferente actitud de un poderoso sector de la clase médica, más inclinada en España a reclamar privilegios, incluso de orden ideológico, que a reconocer derechos ajenos. A la luz de las cifras, la ley del aborto ha fracasado en sus principales objetivos. Pero no será suficiente mejorar su texto para que tales objetivos humanitarios sean alcanzados. El establecimiento de normas claras que delimiten con precisión dónde comienza y dónde termina la facultad de los médicos para interferir en la vida privada de las mujeres que desean abortar, y la simplificación radical de los trámites necesarios para garantizar el efectivo disfrute de los derechos que le ley reconoce, son condiciones previas ineludibles para que la siniestra realidad que las cifras ahora conocidas revelan puedan convertirse un día en mero recuerdo de un pasado de oscurantismo e intolerancia.

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